TURNER NOEMA
El jardín de los delirios
Las ilusiones del naturalismo
RAMÓN DEL CASTILLO
Título:
El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo
© Ramón del Castillo, 2019
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2019
Diego de León, 30
28006 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: marzo de 2019
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
ISBN: 978-84-17141-84-4
eISBN: 978-84-18895-85-2
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Diseño TURNER. Imagen virtual de Europa en el archipiélago The World
(Dubái) © Stéphane Compoint
Depósito Legal: M-1274-2019
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
ÍNDICE
primera parte. primera parte Delirios al aire libre
Delirios al aire libre primera parte Delirios al aire libre
evasión
Amad la naturaleza
Adiós a la naturaleza
El antinaturalista
El jardín y el ladrillo
Jardines de este mundo
Jardines de entrenamiento
Pasear, derivar, delirar
Surrealismo y jardines de locos
Atracciones situacionistas
Zona Verde Temporalmente Autónoma
Espacio basura y tropicalidad
Posmodernismo sin naturalismo
Adiós a la Tierra
‘Paradise Now!’
Jardines extraterrestres
Bibliografía
segunda parte. Biblioteca delirante
deambulaciones
en teoría
geografía, sociología, antropología
psicogeografía
heterotopías, utopías, distopías, futuro imperfecto
memoria, nostalgia, pasado perfecto
neurología, ecopsicología, terapias, fe
hogares, casas, cabañas
melancolía, aburrimiento, fuga, desaparición
andar, caminatas, travesías
excursiones, viajes, vacaciones
zoos, ferias, parques temáticos
naturaleza y ecología
paisajes
bosques, parques, jardines
diseño paisajístico
urbanismos, diseños, políticas
literatura
artes
pintura y fotografía
documentales y películas
ruidos y paisajes sonoros
ecos y músicas
Agradecimientos
primera parte
Delirios al aire libre
evasión
No tienen recuerdos, ni proyectos.
El tiempo se construye a su alrededor teniendo como único referente el placer del momento y los signos en las paredes. Más tarde están en un jardín. Se acuerda de que existían jardines.
chris marker, El muelle
No entiendo del todo por qué en un momento dado cambia tan drásticamente la percepción del espacio, pero cuando sucede se queda para siempre. Aunque no sé bien lo que digo, porque lo que cambia es la percepción de muchas cosas a la vez, y no solo del espacio. Supongo que estudiar más geografía y urbanismo ayuda, aunque es difícil que los libros le cambien a uno si antes no se estaba predispuesto para ese cambio. Pasé demasiado tiempo haciendo historia de las ideas, colocándolas en contextos y rodeado de gente que se preocupaba por el sentido de la historia (o por su falta de sentido), cuando en realidad a mí lo que verdaderamente me asombraba era el sentido del espacio (si lo tiene), nuestra relación con él y su continua transformación (que también tiene su historia, claro). Con todo, mi giro (o mejor, desvarío espacial) no coincidió con el giro espacial que dieron la filosofía y las ciencias sociales.1 Es cierto que me ayudó tratar con teóricos marxistas que tuvieron que ir más allá del estudio de textos e imágenes para entender la lógica cultural del capitalismo. Pero esos contactos quizá fueron otro efecto, y no la causa del cambio. Siempre me había preocupado mucho el espacio, aunque en un sentido sumamente prosaico: no creía que el progreso fuera alcanzable, pero sí creía que el espacio podía ser más habitable, e incluso –iluso de mí– que podían existir otros lugares, otros espacios (¿de esperanza?) a los que quizá se podría escapar, al menos temporalmente.
Una de las ideas a las que le doy vueltas en este libro es la de evasión. Cuando empecé a pensar en la relación entre evasión y espacios al aire libre, me acordé de todas las veces que me había escapado a jardines urbanos y parques públicos, pero me di cuenta de que no había cuidado ninguno privado, ni había colaborado en un huerto comunitario, ni en una granja urbana. Algunos hemos pasado mucho tiempo en jardines públicos por necesidad, o sea, porque había que matar el tiempo en algún sitio o porque buscábamos tranquilidad, a veces paseando en compañía, pero más frecuentemente vagando a solas. Desde luego, teníamos a nuestro alcance otros espacios a donde huir (billares, iglesias, bares, polideportivos, unas pocas bibliotecas), pero acabábamos en zonas verdes. Por algo sería. Quizá nos sentíamos más libres, alegres y cómodos: los árboles daban sombra, los gorriones alborotaban y se nos metía en las botas la tierra de jardín, que no es tierra de verdad, pero que era nuestra tierra. Sin embargo, íbamos hasta allí no porque amáramos particularmente la naturaleza. En realidad, lo poco que sabíamos de ella nos atemorizaba porque la habíamos descubierto en el cine (el otro lugar que más frecuentábamos, además de las zonas verdes) y allí, en aquella sala oscura, se nos presentaba en colores espectaculares y bajo formas amenazantes. Otros habían descubierto la naturaleza en novelas de aventuras, nosotros en las películas de Tarzán y King Kong, y en las de exploradores de junglas espesas y peligrosas. Vimos demasiado cine antes de ver suficiente realidad, ese era el problema, así que cuando contemplábamos un río con rápidos nos acordábamos rápidamente de una película (lo mismo valdría para desiertos y cumbres nevadas). Comparábamos la naturaleza con los decorados que se habían quedado grabados en la memoria, algunos en blanco y negro, otros en tecnicolor, de manera que cuando uno visitaba el campo pensaba que debía ir uniformado de expedicionario o de cazador. Cuando uno llegaba al mar se sentía imbécil en bañador, porque lo suyo habría sido ir disfrazado de buceador. El disfraz más barato que existía –por cierto– era el de náufrago. Jugar a estar perdido en el desierto también era barato, bastaba una cantimplora vacía y una duna retirada de una playa, o algún arenal de una rivera o un lago seco. Asociábamos la naturaleza con la guerra. Jugábamos a la guerra en patios y parques, pero cuando íbamos al campo nos sentíamos en un gran campo de batalla.2
Supongo que jugar a la guerra en campo abierto nos permitía un simulacro de inmersión en plena naturaleza. Podíamos mezclarnos más con la tierra, el aire, el agua, desaparecer en la maleza, arrastrarnos por el barro, sentir calor y frío, observar el paso de nubes, percibir cómo caía la noche, contemplar el inmenso cielo estrellado.3 Pero la naturaleza no era como nos habían hecho creer las películas. Caerse a un arroyo era espantoso, pero salir era todavía peor, sobre todo si los demás se reían de uno. La ropa no se secaba rápido. Defecar al aire libre era algo que no estaba en el guion. ¿Cuándo lo hacían los exploradores de las películas? Porque los de verdad lo tienen que hacer, eso está claro.
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