Tendemos a pensar que es posible hablar edificantemente sobre un tema (nuestra relación con la naturaleza) que en el fondo está íntimamente conectado con muchos otros asuntos éticos y políticos bastantes espinosos. Las discusiones acaloradas durante los paseos en grupo (a diferencia de los sosegados diálogos en las aulas o en salas de debate) logran sacar a relucir las posiciones de una forma más directa. Esa es una de las razones por las que a lo largo de este libro (como ya se habrá imaginado más de un lector) pasearemos con otras compañías. Otras posiciones saldrán a la luz de una forma más esquemática, pero más comprensible. Nuestro espíritu es realista: no queremos disimular las tensiones de la vida con las ilusiones de la teoría. El paseo se ha idealizado como una actividad que favorece el monólogo libre y el diálogo afable, pero se ha olvidado que también puede provocar la disputa al aire libre. Las discusiones entre excursionistas no tienen lugar solo porque no se ponen de acuerdo sobre qué camino seguir en un bosque; también ocurren porque cada uno sigue caminos diferentes en la vida… Lo bueno de pasear es eso: uno puede descubrir diferencias donde percibía parecidos, y viceversa (por supuesto, la mayoría de las personas a las que aludo en las descripciones de paseos de este libro son absolutamente reales, pero su parecido con personajes de ficción o con arquetipos estudiados por la sociología solo es una feliz y llamativa coincidencia).
1El giro espacial suele asociarse con el hecho de que la filosofía y la teoría cultural prestaron más atención a la geografía y al urbanismo, pero también supusieron un cambio en la forma de hacer teoría. No se trató simplemente de hablar más de arquitectura, sino de cambiar la arquitectura de la propia teoría. Las publicaciones de arquitectos como Koolhaas también influyeron en la manera de analizar la lógica del capitalismo global.
2En El jardín de Babilonia, Bernard Charbonneau ([1969] 2016) explica muy bien la historia del naturismo y el culto a la naturaleza en Alemania, desde los Wandervögel a los Naturfreund, incluyendo el naturalismo pagano hitleriano. La necesidad de una mística de contacto con el cosmos, dice, “engendra todo tipo de perversidades colectivas”. El paganismo siempre oculta una empresa militar: la pandilla de excursionistas, el grupo de amigos libres en la naturaleza, es “una escuadra”. Incluso dice más: la guerra sería la forma de retornar más esencialmente a la naturaleza, dado que “devuelve al hombre al lodo. Se entierra, se viste con los colores de la tierra, desaparece entre la maleza del monte. Vuelve a haber noche y día, frío, y calor; hambre, y en consecuencia, también grandes festines”. Gracias a la guerra, o sea, gracias a la organización industrial de la muerte, el individuo moderno da rienda suelta a todo lo que cree que esa misma sociedad industrial reprime: “gozar y sufrir, amar y odiar –vivir por fin en esta tierra–” (p. 316). Véase entero el capítulo “El fracaso de la revolución naturista” (pp. 309-319).
3Infierno en el pacífico de John Boorman nos impresionó siendo unos críos, mucho más que su posterior La selva esmeralda, que ya vimos con algo de conciencia ambiental. Cuando en Nueva York un colega me dijo que Malick era el director que filmaba mejor la naturaleza y me empezó a describir La delgada línea roja, me callé… ¿Cuánto cine había visto? Me lo volví a encontrar y me habló del trabajo de Emmanuel Lubezki en El nuevo mundo y en El árbol de la vida, las dos de Malick, pero también de El renacido de Iñárritu. El colega no paraba de hablar de Heidegger y de Malick, y empecé a dudar no solo de cuánta naturaleza había conocido de primera mano, sino de cuánto cine había visto. ¿Sabía algo sobre la historia de la filmación en exteriores o de cómo se creaban decorados antes de los setenta? Después de ver el documental Voyage of Time, de Malick, traté de dar con él para continuar la conversación. Pero creo que el estudiante se enteró de que yo me había criado en un cine de barrio –alguien se lo dijo– y a partir de ahí eludió conversaciones conmigo. ¿Qué le echó para atrás? Yo descubrí la naturaleza con todas las películas de Tarzán, con el primer King Kong, con Lawrence de Arabia y muchas otras películas de Lean; también con The Searchers de John Ford y otros wésterns; con Las nieves del Kilimanjaro, de King, La reina de África, Moby Dick y El hombre que pudo reinar de Houston; con ¡Hatari! de Hawks; con Estación Polar Zebra, de Sturges, y muchas otras películas malas sobre expediciones al Polo Norte y a la Antártida. Incluso recuerdo de los setenta Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Pollack, aunque para entonces ya estábamos empezando a amargarnos y ya no creíamos en historias de tramperos benévolos con los indios. Yo había visto todo eso, sí, pero lo mismo al estudiante no se le pasó por su cabeza que además de todo ese cine popular, los paisajes de Kurosawa, Herzog, Tarkovski y Mijalkov nos habían cambiado para siempre la visión de la naturaleza; nunca tuve la oportunidad de explicárselo. Estaba dispuesto a confesarle que lloré con Dersu Uzala y que me emocioné con Urga, pero nunca pude hacerlo.
4Parecíamos incapaces de asociar la naturaleza con la paz, con la serenidad. No éramos capaces de imaginarla como un escenario bucólico o un entorno apacible del amor. ¿Hasta que descubrimos la pintura y el cine francés? A partir de ese momento quizá todo fue diferente, más doméstico y menos salvaje. La naturaleza à la francesa estaba llena de pasión y de aflicción, todo era más lírico y dramático, pero no épico, como en América. El mundo agrícola no parecía un espacio conquistado a la naturaleza salvaje, sino un terreno heredado y cuidado. Y la gente de ciudad siempre parecía sentirse en casa cuando volvía al campo.
5Véase todo lo que Charbonneau cuenta sobre Thoreau y Lawrence, y cómo critica la literatura bucólica francesa. La sección sobre naturaleza y guerra y los movimientos juveniles naturistas (fascistas y socialdemócratas) no tiene desperdicio.
6La comparación es interesante, pero Fox no la desarrolla, ni apela al psicoanálisis ni a otras perspectivas para justificarla. Su texto, con todo, es muy útil. Véase todo lo que dice sobre el apego a un lugar y la falta de lugar (placelessness), los vagabundos y los desplazados. Fox basa algunos argumentos en Place and Placelessness que Edward Relph publicó en 1976 (reeditado en 2008). Véase también Home, de Alison Blunt y Robyn Dowling (Londres, Routledge, 2007).
7Aquí solo menciono los casos extremos, pero Le Breton analiza casos más cotidianos de escapada. Por ejemplo, el senderismo de fin de semana y otras actividades de recreo y ocio que permiten –llamémoslo así– la “desaparición a tiempo parcial”. La popularidad del senderismo –dice Breton– podría explicarse por la creciente necesidad de liberarse de las rutinas sociales y volverse invisible al menos por un rato en compañía de extraños. Es posible, pero depende –me temo– del grupo de excursión. Hay grupos en los que es imposible desaparecer y que pueden acabar resultando tan exigentes como los grupos de conocidos. Durante la marcha al aire libre, se eluden ciertos compromisos y responsabilidades cotidianas, pero eso no quiere decir que el grupo de paseo no demande otros. La figura del paseante mudo, impasible, distante, pero no separado del grupo, merecería por sí misma un estudio.
8Pendiente de publicación.
9Chris McCandless le pidió a la naturaleza algo que no le podía dar. En sus viajes se rodeó de gente que le parecía más verdadera que su familia, pero acabó perdido en su propia fantasía de integridad. Leer a Thoreau sin supervisión puede empujar a uno a creer que se puede nacer otra vez en un espacio natural, o sea, un mundo limpio de las mierdas y miserias de la civilización. Como explicó Krakauer, el único lugar donde existía una terra incognita en el viaje de McCandless fue en su propia cabeza. Además de Hacia rutas salvajes [1992] de Krakauer, conviene tener presentes otras perspectivas diferentes de los años noventa como la de Gary Snyder en La práctica de lo salvaje [1990], Mis años Grizzly. En busca de la naturaleza salvaje [1990] de Doug Peacock o Indian Creek. Un invierno a solas en la naturaleza salvaje [1993] de Pete Fromm. En los últimos años han proliferado muchas otras crónicas de vida al aire libre (véase la bibliografía de la segunda parte), y se han traducido otros textos de mediados de los setenta (Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard) o de finales de los ochenta (Un año en los bosques, de Sue Hubbell). Me llevaría un espacio del que no dispongo analizar este revival de crónicas al aire libre. El texto reciente que más me ha interesado es algo diferente: El extraño del bosque (2017) de Michael Finkel. Durante un curso reciente sobre sonido volví a analizar Grizzly Man de Herzog, y me di cuenta de cuánto podía desagradar a los hípsters que no paran de leer a Thoreau.
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