Sin embargo, lo llamativo no es que esta ecotecnología fuera viable fuera de las ciudades, sino dentro de ellas, especialmente en las zonas depauperadas.99 Las ciudades estadounidenses se degeneraban aceleradamente no solo porque su aire cada día era más irrespirable, sino también por el aumento de los conflictos raciales, la falta de vivienda, el derrumbe del sistema educativo, el aumento de la criminalidad, la escasez de servicios sociales y la huida de la clase media blanca desde los centros urbanos hacia los nuevo barrios residenciales de la periferia, los suburbs. El desproporcionado desarrollo urbanístico aceleró la decadencia de los centros urbanos, pero provocó la aparición de un activismo de base cuya concepción de los derechos civiles abarcaba cosas tan sencillas como disponer de una vivienda en condiciones, de espacios salubres y seguros y de medios mínimos de subsistencia. Los mensajes cósmicos de los hippies de buena familia empezaban a ser menos relevantes que las estrategias de la ingeniería que podían ser útiles a los vecindarios y los colectivos que querían ayudarles. Como recuerda Biehl, el “empobrecimiento premeditado” (planned shrinkage) de barrios era una estrategia para echar a la gente y poner el espacio abandonado a disposición de especuladores inmobiliarios. Sin embargo, en algunos casos los residentes a los que “la sociedad había abandonado decidieron encargarse ellos mismos de los problemas de las zonas en que vivían” (p. 337).
En Loisaida (una zona de Nueva York al este de Tompkins Square Park) algunas bandas callejeras metidas en droga se transformaron en activistas sociales y crearon redes de apoyo vecinal. El grupo de los charas, encabezado por Chino García, llegó a construir domos siguiendo la técnica de Richard Buckminster Fuller, que podían usarse –recuerda Biehl– como refugios para pobres, lugares de reunión o estructuras para juegos infantiles, pero también como invernaderos para huertos.100 Se recuperaron edificios abandonados, se experimentó con energía solar y eólica, y se plantaron jardines comunitarios en terrenos baldíos antes cubiertos de basura. En 1976, los charas limpiaron de basura y ratas un solar en la calle 9 y crearon una plaza para actividades culturales, y en el 519 de la calle 11 ayudaron a un grupo de jóvenes arquitectos a desescombrar y rehabilitar un edificio que se había quemado. En la azotea se instaló el primer sistema de paneles solares de Manhattan y un molino de viento con generador, el primero que se ponía en un tejado en el país. Este sistema produjo energía suficiente como para transferirla a la red eléctrica de la ciudad y recibir beneficios como reembolso. Esta experiencia del Colectivo 519 inspiró el Movimiento de la calle 11, una red de cooperativas que rehabilitaron cerca de 40 edificios de la zona y que también con ayuda de los charas construyeron sistemas de energía solar y eólica, piscifactorías y huertos urbanos como Sol Brillante, donde una estudiante del Instituto para la Ecología Social de Vermont aplicó técnicas de compost.101
Otras experiencias comunales en otros estados también resultaron instructivas para Bookchin, sobre todo la de otro libertario, Karl Hess,102 que fundó cooperativas de alimentos y comunas en el vecindario de Adams Morgan, en Washington, colaborando con técnicos que encontraban soluciones energéticas fabricando colectores solares con latas de comida de gatos o con espejos. También crearon jardines comunitarios y huertos alimentados por disoluciones minerales en vez de suelo agrícola, adaptaron azoteas para plantar verduras y sótanos para cultivar germinados, instalaron depósitos de compost en edificios vacíos, usaron como abono la mierda de caballos recogida de establos de la policía y adaptaron el sistema francés de cultivo intensivo a las ciudades. Hess mejoró el sistema de Todd de cría de peces usando motores de lavadoras estropeadas como bombas de agua para crear corrientes contra las que los peces pudieran nadar. Parece ser que el ejercicio hacía a los peces crecer más rápido, y se calculó que un sótano urbano podía producir pescado al asequible precio de menos de un dólar el medio kilo. En otros barrios de Washington ocurrió algo parecido: en Anacostia los colectores solares cubrían la mitad de la energía necesaria para calentar o enfriar las viviendas, según la estación, y se criaban peces en sótanos y en domos y toneladas de tomates con sistema hidropónico. Como concluye Biehl, estos proyectos revelaban que un barrio urbano podía ser autosuficiente produciendo sus propios alimentos, y demostró “a Bookchin que las ecotécnicas no solo podían aportar la base económica, sino también la tecnología necesaria, para la descentralización urbana” (p. 331). La tecnología, pues, era una de las claves del empoderamiento comunitario y la conciencia ecológica no era una cosa de pequeños burgueses, al contrario. Como también señala Biehl, el prejuicio era “que las personas pobres estaban demasiado ocupadas por su propia supervivencia como para interesarse por el medioambiente” (p. 340). No obstante, la preocupación por la supervivencia tenía justamente el efecto contrario y empujaba a muchos de los grupos a sostenerse con técnicas alternativas pero accesibles.
Sin embargo, había un elemento que a la larga podía complicar todo y, de hecho, lo hizo. Durante años, las cúpulas futuristas inspiradas en los modelos de Fuller o variaciones de ellos sirvieron para desarrollar un mensaje a la vez ecológico, tecnológico y político. No tengo tan claro que la ingeniería de Fuller fuera tan antiautoritaria y adaptable como se dice (ni menos aún que su antiinstitucionalismo fuera compatible con el anarquismo), pero es cierto que algunas reapropiaciones de sus modelos (en la década de los sesenta se construyeron más de sesenta mil domos en Estados Unidos) eran compatibles con técnicas industrializadas a pequeña escala, domésticas y sostenibles, sobre todo las relacionadas con la generación de calor y la refrigeración. Como recuerda Douglas Murphy en su extraordinario Last Futures (2017), incluso comunas de artistas como la Drop City recibieron la asesoría de Steve Baer para construir zomes, unas cúpulas más fáciles de fabricar que las (domes) geodésicas de Fuller, hechas con piezas de colores que recuerdan los edredones, “versión futurista de arte folk”, mezcla “de alta y baja tecnología, de arquitectura autóctona (vernacular) pero fabricada a partir de la industrial” que acabó recibiendo uno de los premios Dymaxion que concedía Fuller (Murphy, 2017: 117).103
La ecología, pues, estaba unida a experimentos sociales y experiencias artísticas que promovían la descentralización de la producción, técnicas sostenibles de abastecimiento y una concepción alternativa, antiburocrática y antiautoritaria de la organización social. Sin embargo, Murphy y otros historiadores explican bien por qué este haz de impulsos (ecológico, técnico y político) se fue separando. La clave, si lo entiendo bien, no fue tanto que algunas tecnologías verdes acabaran siendo comercializadas –Baer fundó la empresa Zomeworks y operó de una forma más convencional, como recuerda Murphy (p. 132)–, sino otros dos problemas más generales y graves: que la carga política de la tecnología “verde” era neutralizable y que el urbanismo capitalista fue capaz de expandirse de una forma irónica echando a un lado la anarcotecnología. En lo que concierne al diseño urbano, dice Murphy, “se produjo un corte entre las visiones de la alta tecnología y el proyecto de la ecología”. Durante las últimas décadas del siglo xx, la arquitectura tecnológicamente sofisticada (la de grandes enclaves acristalados: aeropuertos, centros de comunicación, rascacielos, bloques de empresas) llegó a alcanzar un grado máximo de espectacularidad, “pero en el ínterin, el naturalismo delirante que corría paralelo a los experimentos sinergéticos de Fuller fue eliminado, dejando tras de sí una arquitectura de embellecimiento [refinement] capitalista, una expresión tecnocrática de eficiencia reluciente y bien acondicionada” (p. 182).104
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