Ramón del Castillo - El jardín de los delirios

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Una crítica a las fantasías del naturalismo hípster
Desde pequeños nos trasmiten una forma de situarnos en el espacio: la naturaleza puede considerarse el lugar de aventuras épicas o el escenario del aburrimiento absoluto; puede ser un lugar para huir de la vida urbana, pero también
algo peligroso que evitar.
La naturaleza se ha ido convirtiendo en un objeto de adoración, pero el ecologismo no requiere del culto: la principal razón por la que se promueve el cuidado del medioambiente es egoísta.
La humanidad maneja la naturaleza a su antojo: ha creado una planta electrónica a la que cuidar como un Tamagotchi, vende islas artificiales con la forma de los continentes y sus países y en Nueva York ya existe también el Lowline, el primer parque subterráneo del mundo.

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Antes de llegar a ese final tan evocador, Debord lanza ideas interesantes pero no del todo claras, como si el esmog nublara su propio pensamiento. Empieza con una declaración no tan previsible. La cuestión ambiental, dice, “está de moda […] se apodera de toda la vida de la sociedad y se la representa ilusoriamente en el espectáculo”. Más adelante añade con perspicacia: “una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha recreado el mundo en todas partes […] como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo” (pp. 75 y 79). Aquí surgen varios puntos interesantes porque asocia, correctamente, todo tipo de males con el deterioro ambiental: contaminación química en la atmósfera, contaminación del agua de ríos, océanos y lagos, contaminación acústica, acumulación de basuras –sobre todo plásticos–; pero también el aumento de natalidad, la manipulación intensiva de alimentos, la expansión urbana desmedida, el consumo de somníferos, las alergias y, muy importante, el aumento de enfermedades mentales, entre ellas unas curiosas: las de tipo neurótico y alucinatorio –decía– provocadas por la contaminación en tanto “imagen alarmante exhibida por todas partes” (p. 78). A su manera, Debord logra predecir algo esencial: el papel de los medios de comunicación en relación al problema ecológico y el desarrollo de una psique obsesionada con la calidad ambiental, pero justamente por eso más despolitizada.91 No desarrolla mucho más ese punto, lamentablemente, pero al menos se detiene en otro igual de fundamental, a saber: “Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación tanto para combatirla […] como para disimularla”, afirma. Combaten el desastre de la contaminación del agua, del aire y de la tierra, porque viven “a fin de cuentas en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases”. Sin embargo, también necesitan disimular esa misma degeneración. El grado de nocividad y de riesgo podría convertirse en un auténtico

factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo xix la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado –que aspiraban a una solución definitiva del problema de las clases–, se está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado (p. 80).

Aunque este nuevo reformismo sirviera para diversificar el mercado, hay una diferencia radical con los anteriores: que “ya no tiene tiempo por delante” (p. 81). El deterioro de la totalidad del medio natural y humano plantea por primera vez la desaparición “de las condiciones mismas de supervivencia” (p. 76), pone en entredicho “la posibilidad material de la existencia del mundo” (p. 77; subrayado de Debord). Ese nuevo horizonte (o la falta de este), no solo cuestionaba la ingeniería social y ambiental reformista, sino también el optimismo científico heredado del siglo xix. La vieja política, sentenciaba, “está del todo acabada” (p. 83). El optimismo se ha desmoronado en tres puntos: la pretensión de que la revolución es una solución feliz de los conflictos (“la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista”), la visión coherente del universo y de la materia y el sentimiento “eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas” (p. 87). Diciendo esto, Debord marcaba distancias con la vieja guardia de izquierdas que aún podía usar la palabra progreso. Lo que quizá no se le pasó por la cabeza es que conforme se prescindió de cualquier idea desarrollista, cuanto más escepticismo se manifestó, mejor pudieron los liberales vender su propia idea de progreso entendido como mera gestión racional de recursos en un mundo posideológico y poshistórico.

El ataque de Debord, por lo demás, no era nuevo y se había expresado mucho más contundentemente, sin el lirismo con el que él lo hizo. En 1970, un año antes de que escribiera El planeta enfermo, la delegación francesa en la Conferencia Internacional de Diseño de Aspen dedicada al “diseño medioambiental” (formada por ingenieros industriales, economistas, arquitectos, sociólogos y miembros del Institut de l’Environnement) provocó cierto escándalo con una declaración titulada “Caza de brujas medioambiental” donde se venía a denunciar a la ecología como una nueva mitología con claras intenciones políticas e ideológicas. El escrito no tiene desperdicio. Los franceses empezaban criticando a quienes mostraban los límites técnicos y los errores de diseños y prácticas medioambientales, pero seguían ignorando la dimensión social y política de la crisis. No es una casualidad, decían, que los gobiernos occidentales lanzaran en aquel momento esta nueva cruzada y trataran de movilizar las conciencias alarmándolas con una especie de apocalipsis. En Francia, el debate sobre el medioambiente –decían– era una secuela de Mayo de 1968, más exactamente la secuela del fracaso de la revolución de Mayo. En Estados Unidos, la “nueva mística ecológica” coincidía con la guerra de Vietnam. El problema ambiental, llegó a decir el grupo francés, “no es la supervivencia de la especie humana, sino la supervivencia del poder político”. El ambientalismo es la nueva “ideología mundial” de las clases dominantes para mantener a la humanidad unida más allá de la discriminación de clase, más allá de las guerras, más allá conflictos neoimperialistas. En el pasado, el capitalismo supo desarrollar una mística de las relaciones humanas para reciclar, readaptar y reconciliar a los individuos y a los grupos en un contexto social considerado como norma y como ideal. Ahora, con la mística del medioambiente y la mise-en-scène de una catástrofe natural pasaba otro tanto de lo mismo: se volvía a adaptar al individuo, se le reintegraba en un orden, esta vez el de la naturaleza tomada como nuevo ideal. La naturaleza era –llegaron a decir– la droga social, el nuevo opio el pueblo, con la que crear una falsa ilusión de interdependencia entre los individuos. “Comparada con la anterior ideología, esta es aún más regresiva, más simplista, pero por esa razón aún más eficiente. Las relaciones sociales con sus conflictos e historia son completamente rechazadas a favor de la naturaleza, desviando todas las energías hacia un idealismo de boy scout y la euforia ingenua hacia una naturaleza higiénica” (aa. vv., 1974: 208-210).92 El grupo francés acababa diciendo:

No es cierto que la sociedad esté enferma, que la naturaleza esté enferma […] esta mitología terapéutica oculta el hecho político, el hecho histórico de que se trata de estructuras sociales y contradicciones sociales, no una cuestión de enfermedad o metabolismo deficiente, que podría curarse fácilmente. Todos los diseñadores, los arquitectos, los sociólogos que actúan como curanderos hacia esta sociedad enferma son cómplices en esta interpretación de la cuestión en términos de enfermedad, que es otra forma de engaño. En conclusión, afirmamos que esta nueva ideología ambiental y naturista es la forma más sofisticada y pseudocientífica de la mitología naturalista que siempre ha consistido en transferir la desagradable realidad de las relaciones sociales a un modelo idealizado de naturaleza maravillosa, a una relación idealizada entre el hombre y la naturaleza (ibíd.).

Cuando se muestra este tipo de documentos a ciertos anarquistas estadounidenses, se disgustan. Les cuesta aceptar que la ecología sea el nuevo truco con el que unificar (falsamente) a una sociedad desintegrada. Les parece la típica postura de los intelectuales europeos, siempre negativos, nunca edificantes. Se inquietan más, por eso, cuando se les recuerda qué miembros de la delegación francesa redactaron el manifiesto de Aspen. Los dos formaban parte del grupo Utopie,93 uno era el arquitecto Jean Aubert y el otro nada menos que el terrible Jean Baudrillard, el intelectual que iría más allá de Debord, daría nombre a un nuevo orden social más perverso que la sociedad del espec­táculo (el orden del consumo y del simulacro) y se proclamaría como el irónico cronista de una fase del capitalismo en la que la utopía finalmente se realizaba, solo que su modelo de consumación era el de Disney (en la declaración de 1970, Baudrillard ya dijo que Aspen era “la Disneylandia del diseño y el medioambiente”).

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