1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 Entonces, Ana de Morales explicó muchas cosas. Enojada, la mujer aseguró que todo lo que Francisco decía eran mentiras y embustes de Ana de Vega. Que «la tripita que había quemado era el ombligo de su hijo, Juan, el mayor, que su misma abuela, la madre de Francisco, se lo había cortado y le había dado las puntadas de pita»; 61 «... que los cueritos de carne seca eran reliquias de un religioso de la orden de Nuestra Señora del Carmen que había muerto en Querétaro y que era venerado por santo por la hermana de Francisco», 62 y que lo otro, «él sabía que eran adormideras». 63
Poco a poco, las palabras de Ana de Morales fueron haciendo entrar en razón a su marido. Después de un rato, Francisco se serenó y, al ir escuchando lo que su mujer le decía, este comprendió que todo lo que ella le explicaba era verdad y que su esposa era, en realidad, inocente. De inmediato, Francisco salió de su casa y regresó a la de sus padres, en donde volvió a hablar con su madre para contarle todo lo que su mujer le había aclarado. María lo escuchó y, después de hablar con su hijo, ella estuvo completamente de acuerdo con su nuera. Pero además, ahora, Francisco y su madre habían quedado también convencidos de otra cosa: Ana de Vega no solo era una mentirosa y una embustera, sino evidentemente, una bruja hechicera.
A partir de aquel momento, Francisco abandonó la fe que había tenido en la curandera a quien días antes había encomendado la salud de su madre. En lugar de ello, el hijo de María comenzó a estar «sospechosísimo en los remedios que [Ana de Vega] usaba en sus curaciones», pues la mulata «no tenía ciencia, ni sabiduría de curandera médica para proceder». 64
Fue entonces cuando el hijo de la familia Sambrano acudió con el capellán de Huejotzingo, don Joseph de Goitia, quien fungía como comisario del Santo Oficio y como juez eclesiástico, para denunciar a la tal Ana de Vega. Además de referirle toda la historia, Francisco aseguró que la mulata curaba sin «carta de examen del Protomedicato de este reino ni licencia de la justicia Real para poderlo hacer con aprobación de los médicos de la ciudad de los Ángeles y que con dicho oficio anda curando y engañando a enfermos, llevándoles su dinero injustamente». 65 Por otro lado, Francisco aseguró que si Ana curaba era «accidentalmente o por virtud de pacto tácito o explícito con el demonio». 66 Frente al comisario, el joven también se alegró mucho de no haber usado ni los polvos para matar a su mujer y a su suegra, ni los objetos «encantados por el demonio» que Ana le había dado. Al mismo tiempo, pidió perdón por haber incurrido en la idea del asesinato y se arrepintió de ello. 67
En su declaración, Francisco Sambrano dijo muchas otras cosas más. Entre ellas, el muchacho aseguró que Ana de Vega tenía «tan mal gesto y parecer en su rostro y sus ojos trastocados y cabellos rubios que su fealdad denota al parecer exterior» y que todo ello confirmaba que la mulata era una hechicera. 68
En ese mismo tenor, Francisco apuntó que también la anciana que vivía con Ana de Vega tenía cierto aspecto «en su cara y en su persona» que hacían pensar que era su consorte. Pero no solo esto, el hijo de María Sambrano también recordó «que había oído decir por público y notorio en Huejotzingo y en Puebla que la dicha mulata curandera era tenida y reputada comúnmente por bruja y hechicera y que la llamaban Anica por mal nombre y que lo había oído decir a muchas personas». 69
Además de Francisco, pronto declararon contra Ana de Vega la propia María Sambrano, el mozo mestizo Francisco Vázquez y don Juan García Sambrano. Este último señaló que había ido a declarar «... por causa del rumor que en esta ciudad ha corrido de mala fama» contra Ana de Vega. 70 Los testimonios de los testigos coincidían plenamente.
Una vez que el comisario Goitia tuvo toda la información, este mandó llamar a su propia casa a Ana de Vega. Allí, el eclesiástico le preguntó con qué licencia estaba curando, y al descubrir que, en efecto, la mulata carecía de cualquier permiso del Protomedicato, don Joseph de Goitia la mandó apresar en las cárceles públicas de Huejotzingo, mientras remitía el expediente a los inquisidores de la ciudad de México. 71
Frente a aquella resolución, el marido de Ana de Vega, el mulato libre Juan de Alcázar, acudió con don Joseph para pedir que liberara a su mujer. La súplica del esposo no fue escuchada y la mulata curandera permaneció presa en la cárcel de la justicia civil, mientras el tribunal de la Inquisición resolvía qué hacer con su caso.
El 9 de julio de 1647, el tribunal del Santo Oficio ordenó al comisario Goitia trasladar a la presa de la cárcel pública a las cárceles secretas de la Inquisición. De esa manera, Ana de Vega salió rumbo a la ciudad de México, custodiada y sin poder hablar con nadie durante el camino de Puebla a la capital del reino. Con ella solo iban su cama y su ropa de vestir. 72 El resto de sus bienes había sido confiscado para ver si podían venderse en almoneda. 73 En realidad, poco o nada pudo sacarse de ellos, pues lo que el tribunal encontró para subastar fueron cosas y objetos de ningún valor: «marañas de cerdas de caballo, emplastos de pipizagua, ollitas con ungüentos, manojos de ruda, de santa maría, eneldo, hierbabuena y manzanilla... sebo de macho, tuétano de vaca, unto sin sal». 74
A partir de aquel momento, Ana había estado presa durante ocho meses. En un principio, la mulata se había mostrado segura de su inocencia. Sin embargo, ahora, ya en febrero de 1648 y después de haber negado en tres ocasiones haber incurrido en cualquier falta o delito contra la fe, Ana de Vega comenzó a cambiar de actitud y finalmente se decidió a declarar otras cosas para evitar el tormento y para pedir la misericordia y el perdón de los inquisidores. De esta manera, esto fue lo que la mulata curandera de Puebla confesó, finalmente, en su cuarta y última audiencia frente al tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Allí, una vez más ante los inquisidores, Ana de Vega suplicó que «por amor de Dios» se mirara su causa. Para ello, la mulata explicó que ella «trataba de ser curandera sin bellaquería ninguna» y que había ejercido aquel oficio «por ser pobre y desvalida». 75 Ana también declaró que además de ser curandera, ejercía de partera y como tamalera en su vida diaria.
Por otro lado, la mulata señaló ser hija de un «español gachupín» que no sabía su oficio y de una mulata libre, natural de Atlixco. 76 Ana también relató que, gracias al ejercicio de su oficio de curandera, antes de casarse había logrado liberar a su marido, el mulato Juan de Alcázar, quien había sido esclavo del licenciado Blas Sánchez de la Barba. Después de la liberación, ambos habían contraído matrimonio y habían tenido tres hijos: Nicolás, Domingo y María. 77
La curandera aseguró que era cristiana, que había sido bautizada y confirmada. En ese mismo sentido, dijo escuchar misa y confesarse los días que mandaba la Iglesia, así como que tenía una Bula de la Santa Cruzada. Frente a sus jueces, Ana se persignó y santiguó correctamente, también recitó el Padre Nuestro y el Ave María, si bien este último no lo pudo rezar muy bien. En realidad, la mulata tampoco supo más oraciones ni pudo referir otros detalles de la doctrina cristiana. 78
Ana mencionó que no sabía leer ni escribir. Después de escuchar su discurso de vida, los inquisidores le leyeron las acusaciones que había en su contra y lo que habían dicho los testigos que la habían denunciado. En varios momentos de la lectura, Ana reveló gran sorpresa y horror; de tal forma, a muchas de las acusaciones la mulata solo respondió con un «¡Virgen Santísima!». En otros momentos, la mulata intentó defenderse y señaló que las denuncias eran falsas. No obstante, poco a poco, la acusada no tuvo más remedio que ir confesando que muchos de los cargos que había en su contra eran, en efecto, verdad.
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