Así, poco a poco, el interrogatorio fue revelando muchas contradicciones y declaraciones incoherentes por parte de la acusada. En un principio, cuando el miedo y la desesperación no se habían apoderado de ella, Ana negó haber curado con embustes; entonces esta había explicado que las recetas que utilizaba se hacían con yerbas y raíces bien conocidas. Para apoyar los argumentos sobre su inocencia, la curandera también había asegurado que curaba con ayuda de Dios Nuestro Señor. Sin embargo, conforme el interrogatorio fue avanzando, la mulata comenzó a suplicar misericordia cada vez con mayor vehemencia y empezó a aceptar su culpabilidad en algunas acusaciones, aunque siempre negó rotundamente tener pacto implícito o explícito con el demonio. Poco a poco, su voz fue revelando la enorme angustia que Ana experimentaba ante el fehaciente interrogatorio y las contundentes acusaciones de los inquisidores.
Finalmente, ya muy desesperada, Ana llegó a la última etapa de la funesta entrevista. Entonces, la curandera confesó haber dicho y hecho todo lo del hechizo de María Sambrano solo «de bulto». 79 También manifestó que, para ello, «no la [había] movido a torpeza más que el dinero e interés y tener con qué sustentarse», porque siempre había sido «fiel católica cristiana (...) y que el no haber confesado desde luego la verdad fue de vergüenza y empacho que tuvo (...)». 80
Al concluir aquella afligida confesión, la mulata volvió a suplicar perdón y misericordia. Ya como una última de sus intervenciones, Ana de Vega agregó que si Dios la había hecho fea, qué culpa tenía ella, y que si los demás le llamaban Anica la Bruja, que Dios los perdonara. 81 Por último, en busca de la redención, la curandera hizo una conmovedora promesa: a partir de aquel momento, ella se comprometía a «buscar por otro camino su comida. Y no por este tan peligroso». 82
Sin embargo, a pesar de las emotivas súplicas y confesiones de Ana, el arrepentimiento, el miedo, la culpa o la vergüenza llegaron demasiado tarde para la mulata curandera de Puebla. Así, el viernes 14 de febrero, los inquisidores fueron «de voto y parecer unánimes» y la declararon culpable. Al no haber confesado a tiempo y al hacer caso omiso de las tres advertencias que le habían hecho sus jueces con anterioridad, Ana de Vega se había hecho «indigna de la misericordia que el Santo Oficio acostumbra usar con los buenos y verdaderos confidentes». 83 Por ello, la sentencia final fue condenatoria. De esta manera, los inquisidores acusaron a Ana de Vega de «hereje apóstata, invocadora de demonios, sospechosa de pacto con ellos, embustera y ladrona». 84 Frente a aquellos cargos, el tribunal del Santo Oficio la sentenció a sufrir «las mayores y más graves penas del derecho (...) para que a esta rea sirva de castigo y a otros, de ejemplo». 85
Tras la sentencia, los inquisidores ordenaron que Ana de Vega saliera en el auto público de fe con una vela de cera en las manos y una soga al cuello. Además, los jueces establecieron que la mulata debía presentarse «en un asno desnuda de la cintura arriba», y después de deambular por las calles de esa manera y con voz de pregonero, debía recibir doscientos azotes y ser desterrada perpetuamente de la ciudad de Los Ángeles. Sobra decir que los inquisidores también prohibieron a Ana de Vega volver a ejercer los oficios de partera y de curandera mientras viviere. 86
INDIVIDUO Y SOCIEDAD: ANA DE VEGA Y LOS PORMENORES DE UNA IDENTIDAD FEMENINA NOVOHISPANA
El caso de Ana de Vega ofrece indicios interesantes para rastrear un fenómeno complejo que las curanderas novohispanas experimentaron en su vida cotidiana: el proceso de construcción de una identidad particular que se tradujo en la interpretación de diferentes personajes por parte de mujeres que, como ella, tuvieron un lugar y una función importante dentro de sus propias comunidades. Efectivamente, la historia de este fenómeno cultural narra la manera en que muchas curanderas se definieron a sí mismas, la forma como se autoconcibieron y el modo en que estas cobraron conciencia de quiénes eran. Por otro lado, la historia de Ana de Vega también revela indicios interesantes para reconstruir cómo «los otros» las miraron y las imaginaron. 87
Como es fácil advertir, Ana de Vega no tuvo una identidad estática o inamovible. 88 Por el contrario, como muchas otras personas de su época, a lo largo de su existencia la mulata de Puebla adoptó diferentes personalidades que la hicieron actuar y comportarse a partir de las expectativas sociales y necesidades particulares de cada momento de su vida.
Este carácter mudable de su identidad se reflejó, incluso, en los cambios de personalidad que Ana de Vega experimentó a lo largo del proceso inquisitorial al que fue sometida. Como se ha dicho ya, durante los primeros meses del juicio, la mulata se mostró segura, tranquila y todavía cierta de su inocencia. Conforme el tiempo comenzó a transcurrir y el miedo, la culpa o la vergüenza se fueron apoderando de ella, la hasta entonces serena curandera se fue transformando de manera conmovedora en una mujer ansiosa, desesperada, que finalmente terminó por confesarse, describirse y mirarse a sí misma como una embustera culpable.
En gran medida, como se ha visto en el proceso de Ana de Vega, la identidad personal de muchas mujeres como ella estuvo definida por el ejercicio de su quehacer profesional. Ciertamente, la práctica del oficio de curandera diferenció a estos sujetos femeninos de otros que vivían en sus comunidades. Y es que tanto ellas como sus vecinos reconocieron en sus personas a especialistas con características particulares de las que se esperaba ciertas habilidades, actitudes, gestos y cualidades. 89
Es decir, como todas las identidades personales, la de las curanderas novohispanas osciló siempre entre la mirada interna de las propias mujeres que ejercieron aquel oficio y la mirada o las miradas colectivas bajo las cuales fueron vistas en sus barrios, villas o ciudades. 90
De esta manera, la imagen que muchas curanderas tuvieron de sí mismas estuvo en constante diálogo con la imagen que aquellas mujeres desearon proyectar de sus personas entre sus vecinos y conocidos. 91 Del mismo modo, vale la pena insistir en que muchas veces lo que estos últimos sujetos vieron en ellas influyó significativamente en la manera como las curanderas pudieron construir su propia identidad y personalidad. 92
En resumen, la identidad individual de estas mujeres fluctuó, siempre, entre «la persona» y «el personaje», entre aquello con lo que las curanderas se definieron interiormente –desde su pensamiento, su historia de vida y su sentir más íntimo– y aquello que los otros atribuyeron y percibieron en ellas como propio de estas. 93
Ahora bien, en realidad, las múltiples identidades de las curanderas se vincularon, también, con la expresión de muy diferentes comportamientos y actitudes por parte de ellas. Así, por ejemplo, Ana de Vega fue una mulata, pero también, una madre de familia, una esposa y una vecina. Por lo demás, para muchos, durante algún tiempo, Ana fue vista como una respetada curandera. Sin embargo, al final de sus días, esta terminó siendo juzgada como una vil bruja embustera. 94
En su confesión frente a los inquisidores, Ana declaró ser una mulata, católica y cristiana. Durante sus audiencias, también dijo ser una mujer legítimamente casada y madre de familia de tres hijos. Es evidente que, al definirse a ella misma a partir de aquellos atributos, Ana buscaba demostrar a sus jueces, pero quizá también a ella misma, que se encontraba perfectamente dentro del estereotipo de mujer «decente» promovido y aceptado por la cultura contrarreformista de la época. Ahora bien, más allá de la forma en que Ana de Vega buscó definirse a sí misma frente a las autoridades inquisitoriales, lo cierto es que, finalmente, una parte de su vida cotidiana sí discurrió de aquella manera y la mulata actuó de acuerdo con ciertos roles establecidos y cumplió varias obligaciones femeninas que seguramente le permitieron vivirse y mirarse a sí misma como una «buena mujer» dentro de su sociedad.
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