Efectivamente, como se verá a lo largo de las siguientes páginas, entre las mujeres el autoreconocimiento de aquello que las hacía únicas y singulares se habría vivido, en gran medida, en los espacios íntimos en los que cada mujer habría intentado mirarse a sí misma y descubrir qué la hacía ser diferente. Sin embargo, si bien dicho proceso se habría vivido, entonces, en el ámbito de lo privado y de la soledad, entre las peculiaridades que definieron este proceso de construcción del sujeto femenino en aquella sociedad se encuentra la presencia de ciertos personajes interesantes que tuvieron un lugar y una función crucial. Estos personajes no fueron otros que las curanderas, mujeres expertas, precisamente, en cuidar, sanar, aliviar, observar y manipular el cuerpo de las pacientes que recurrían a ellas.
Tal como se verá a partir de este momento, en la Nueva España las curanderas fueron mujeres cuyas vidas oscilaron muy evidentemente entre la construcción de la persona y la representación de diversos personajes. Lo que sigue es el intento de reconstruir algunos pasajes de historias que ayuden a imaginar y reconstruir ese proceso de construcción de identidades femeninas barrocas; una historia de mujeres que habla de cuerpos femeninos y de su significado, pero sobre todo esta es una historia del universo de relaciones sociales que se articularon en torno a las curanderas a partir del cuidado y la atención que estas mujeres dieron a dichos cuerpos en la vida cotidiana de muchas villas, ciudades, pueblos, haciendas y rancherías de ese mundo rico y complejo que fue la Nueva España.
Es decir, la historia de este libro analiza el entramado de relaciones sociales que tuvieron como eje los padecimientos, las enfermedades, los deseos o las preocupaciones corporales de alguna mujer. Para escribirla se retomaron las ideas de Clifford Geertz, en el sentido de estudiar la cultura novohispana desde la trama de significaciones que permiten hacer descripciones densas de estas. 28
EL CASO DE ANA DE VEGA: UNA CURANDERA MULATA DE PUEBLA DE LOS ÁNGELES
Ana de Vega comenzó a recordar aquella mañana del mes de julio de 1647. Solo habían pasado siete meses desde entonces. Ahora, dentro de la celda fría, la mulata de sesenta años volvía a ver la escena como si hubiese sido ayer. En sus oídos crujían las cenizas al removerse entre el fuego, el humo negro que se expandía por el patio se filtraba por su nariz y los rostros de los testigos aparecían nítidos en su mente. Estaban Francisco Sambrano, su padre –Juan García Sambrano– y Francisco Vázquez, el criado mestizo de ambos. Los tres hombres se encontraban perplejos, mirando el brasero de lumbre con espanto y expectación.
Pero además, si algo llegaba a la mente de la mulata, aquello era el penetrante olor. En efecto, Ana recordó el fuerte olor a tripa quemada como si todo estuviera ocurriendo una vez más, en ese preciso instante. La escena se mostraba frente a ella con gran claridad. Sin embargo, a diferencia de lo que había sucedido hacía siete meses, ahora, Ana también sentía gran temor.
En el recuerdo, Ana de Vega rodeaba la hoguera haciendo grandes alharacas; con fuertes voces, apartaba a los testigos y les gritaba: «¡Ven cómo se extiende! ¡Apártense allá! ¿No ven el humo? ¡No los toque, que es muy grande su daño y los matará! Es cosa viva, en el fuego se menea, grande es su mal olor». 29
Los dos Franciscos y don Juan se hacían a un lado, precavidos y horrorizados. A lo lejos, desde su cama de enferma, María Sambrano, mujer de don Juan, también miraba la escena con gran susto y sobresalto. La lumbre ardió durante un buen rato y ahora, meses después, las llamas de aquella hoguera casera resplandecían en la memoria de Ana haciéndola estremecer.
Sentada en un rincón de la celda, la mulata observó a su compañera de prisión, quien, como ella, apretaba en su mano con fuerza un rosario. 30 Ana esperaba ser llamada para declarar en su cuarta audiencia. En las tres primeras los inquisidores le habían insistido en que intentara recorrer su memoria para recordar algún hecho o suceso que pudiera haberla llevado ante el Santo Oficio. 31 Todo había sido en vano. Tres veces la curandera negó por completo tener idea alguna sobre el motivo que hubiera podido colocarla en aquella situación. Por ello, el fiscal había solicitado ya «poner a Ana en cuestión de tormento», en el que «debía estar y perseverar hasta que diga y declare la verdad». 32
La sesión del tormento nunca llegó. Ya rumbo a la sala de la audiencia, Ana de Vega, de oficio reconocido curandera, recordó perfectamente el resto de la historia. Los hechos habían sido más o menos así.
A finales de junio del año 1647, la señora María Sambrano, vecina de Huejotzingo, había caído enferma de una grave enfermedad. Su marido, Juan García Sambrano, decidió llevar a curar a su mujer a Puebla, a casa de sus consuegros, quienes eran tocineros y vivían en el barrio del convento de Nuestra Señora de la Merced de aquella ciudad.
Durante algunos días, la enferma recibió la atención del doctor Bartolomé González Parejo, quien después de algún tiempo se declaró incapaz de curar a doña María y la desahució. De cualquier forma, al declarar que él creía que la enfermedad de la paciente era incurable, el médico dio una última esperanza a su familia y recomendó que esta buscara a una comadre curandera, mujer mulata o morisca (él mismo no lo sabía con precisión), casada con el mulato libre Juan de Alcázar, llamada Ana de Vega. De acuerdo con el médico, era probable que dicha mujer pudiera hacer todavía algo por la enferma.
Algún tiempo atrás, el doctor González Parejo había presenciado la actuación de la curandera, que, al parecer, había dejado bastante impresionado al médico. En el ingenio del conde de Orizaba, él, junto a otros médicos y la propia Ana de Vega, habían ido a atender a una parturienta que tenía dificultades. Frente a muchos otros testigos, la curandera señaló que aquella mujer no estaba embarazada, sino que había sido hechizada. Para solucionar aquel problema y curarla, rápidamente, Ana dio a la mujer una bebida «y le hizo echar tres demonios y unos menores con dos cuernos cada uno». 33
Una vez que el doctor González Parejo testificó la curación, este no averiguó nada más. A partir de aquel momento, el médico quedó convencido de que la curandera era experta en «achaques de mujeres», 34 es decir, que dicha comadre entendía enfermedades femeninas que él no podía comprender. 35 De esta manera, cuando el médico llegó a su límite profesional con María Sambrano, este señaló que «la cura de su enfermedad era de mujeres y no de médicos», 36 por lo que el galeno sugirió que lo mejor era llamar a la versada curandera pues quizás ella sí tendría algún remedio.
Fue María de la O, mujer de Cristóbal García, consuegra de María Sambrano, quien, frente a las instrucciones del doctor, ni tarda ni perezosa buscó a la dichosa Ana de Vega. Ana también vivía en Puebla, en la plazuela del Colegio de San Luis de los dominicos, así que la mulata pronto acudió al llamado de su nueva cliente. 37 La curandera llegó a casa del tocinero y allí encontró a María, recostada en la cama.
Ana revisó a la enferma y tras una detenida inspección diagnosticó que alguien la había hechizado. 38 Asustada, María de la O preguntó a la mulata quién había hechizado a su consuegra, en dónde lo había hecho, de qué manera y por qué. La propia enferma preguntó si había recibido aquel hechizo por la boca, a lo que Ana contestó que «si por la boca se lo hubiesen dado no durara ni tres días». 39 Después, la curandera agregó que a María alguien le había echado los polvos del hechizo por encima de la ropa. 40
A las preguntas sobre dónde había ocurrido aquella desgracia y quién la había perpetrado, la curandera señaló que todo había ocurrido en Huejotzingo y que quien lo había hecho era «una persona con quien [doña María] había tenido gran disensión y enojo». 41
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