Estela Roselló Soberón - Enfermar y curar

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Mediante una serie de historias de vida que se introducen en los rincones más íntimos y secretos de la vida cotidiana femenina, el lector se adentrará en un universo de relaciones entre mujeres y curanderas, sujetos que tuvieron que construirse como personas a partir de la negociación constante entre los estereotipos femeninos de la cultura católica barroca y las experiencias personales que no siempre coincidieron con aquellas creencias preconcebidas. Amor y desamor, enfermedad y curación, maternidad y deseo son los hilos conductores que cruzan los relatos de este libro. En sus páginas, la historia de las emociones, el cuerpo y el individuo moderno muestran la complejidad y la diversidad de la construcción y experiencia de la femineidad en un reino americano, mestizo y barroco como fue la Nueva España.

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Se ha hablado mucho sobre la cultura barroca española como aquella cultura obsesionada con la existencia de verdades engañosas y de un orden oculto detrás de lo aparente. 7 En realidad, para España, el siglo XVII sí debió haber sido un periodo en que la realidad cambiaba y se transformaba de manera confusa y poco clara, lo que hubiera originado un estado en el que las cosas se volvían borrosas e imprecisas. En ese contexto, la pregunta por la identidad y por el ser habría cobrado características peculiares y particulares. Si todo era falso y lo que los ojos percibían era solo una máscara que escondía lo que había detrás, los seres humanos también formaban parte de ese juego de trampas y engaños. Si detrás de la apariencia de las cosas había realidades ocultas pendientes de descubrir y desentrañar, detrás de los hombres y las mujeres había identidades verdaderas que era necesario descifrar. 8 El interés en revelar la verdadera identidad de los sujetos no debió de ser exclusiva de los otros, sino sobre todo una preocupación personal de cada uno de los seres humanos que, en medio de tanto cambio y confusión, de tantos problemas y penurias materiales, también tenía que ocuparse de desenredar el nudo de tensiones y contradicciones internas que lo constituían para comprender, así, quién se era en realidad. El camino de la introspección y del autoconocimiento no debió de ser sencillo, pero para aquellos que deseaban salvarse en el Más Allá y sobrevivir mejor en este mundo seguramente lo mejor fue no eludir recorrerlo.

Como en toda sociedad, en las sociedades barrocas españolas los sujetos tuvieron que representar diversos personajes. En el mundo de Gracián, Quevedo y Cervantes, las personas tuvieron que interpretar distintos papeles de acuerdo con lo que se exigía y se esperaba de ellas en diversos momentos y situaciones de la vida. 9 En un orden social jerárquico, estamental y profundamente católico, los estereotipos de comportamiento ideal y virtuoso circulaban y eran bien conocidos por la población. Esto no significaba que la gente se esmerara en ser o vivir realmente de forma «virtuosa», pero sí, en cambio, que muchas personas habrían intentado fingir vivir de acuerdo con aquellos cánones, esto es, que habrían buscado aparentar serlo y actuar como si lo fueran. De esta manera, la vida cotidiana de aquellas sociedades se habría distinguido por la constante oscilación entre sujetos que buscaban comprenderse y constituirse como personas y la actuación o representación de distintos personajes por parte de estas. Antes de continuar, vale la pena hacer un breve paréntesis sobre el origen y el significado que tuvo el concepto de persona para el pensamiento cristiano y contrarreformista de la época.

LA PERSONA EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO

Durante siglos, el problema del sujeto, la persona, el individuo y la identidad ha estado en el corazón del pensamiento cristiano. Desde los primeros tiempos del cristianismo, este heredó aquellos conceptos del pensamiento grecolatino y los incorporó a su nuevo discurso teológico. 10

De esta manera, algunos de los primeros padres de la Iglesia retomaron el término latino identitas para referirse a «la cualidad de aquel que es el mismo ( idem. )». 11 De igual forma, el pensamiento cristiano habló del sujeto como aquel ser humano que poseía una «sustancia propia», mientras que definió al individuo como el ser que Dios había creado como una unidad indivisible. 12

En cuanto a la noción de persona, esta fue una de las aportaciones más importantes del cristianismo al pensamiento occidental. Y a pesar de que definir el término ha sido y es siempre problemático debido a sus múltiples acepciones, cuando se busca el origen del significado cristiano de dicho concepto es necesario volver la mirada, una vez más, al pensamiento grecolatino. De acuerdo con la tradición ciceroniana, el cristianismo entendió que la persona era aquel atributo que el ser humano podía tener de «propio y singular». Por lo demás, el término remite, obviamente, al derecho romano, que define a la persona como aquel ser humano «libre, sujeto de derechos y deberes».

No existe ninguna definición de persona en las Escrituras judeocristianas. Sin embargo, hay en ellas un antecedente histórico y cultural que vale la pena considerar para rastrear el origen de dicho concepto en la historia occidental de nuestra era. Una de las características más importantes de la historia de salvación judeocristiana es la relación individual que existe entre el ser humano y un dios que no es una abstracción o un ser zoomorfo, sino un sujeto egocéntrico, inteligente, con voluntad y que es, en sí mismo, una persona. 13 Es interesante pensar que, al estar hecho a imagen y semejanza de él, el hombre también lo sería. 14

En realidad, en un principio, las reflexiones patrísticas en torno al concepto de persona se concentraron en entender la naturaleza de la Santísima Trinidad y no la del ser humano. Fue mucho tiempo después, ya en el siglo XIII, con santo Tomás, cuando los teólogos comenzaron a utilizar el concepto para referirse al hombre. 15

Sin embargo, ya mucho antes, en el siglo IV, san Agustín había sugerido que el término persona provenía del vocablo latino personare , que significa ‘sonar a través de algo’; más específicamente, en latín, personare es ‘la voz que resuena a través de una máscara’. 16 Estas eran las palabras que utilizaba el filósofo romano Boecio entre los siglos V y VI para explicar lo anterior: «El nombre de persona parece haberse tomado de aquellas personas que en las comedias y tragedias representaban hombres pues persona viene de personar porque, debido a la concavidad, necesariamente se hacía más intenso el sonido». 17

Esta última definición interesa mucho para reflexionar en torno a la construcción de la persona en el periodo barroco, pues ofrece la sugerente imagen de un sujeto que se convierte en persona al hacer sonar su voz a través de una máscara y dar vida a un personaje. 18

Pero regresando al punto central: en el pensamiento cristiano, la idea de persona se asoció siempre con la noción de unidad. De acuerdo con dicha religión, los sujetos solo pueden convertirse en personas cuando hay una unidad estructural dentro de ellos mismos, es decir, cuando existe una unión «de la sustancia y la forma, del cuerpo y del alma, de la conciencia y del acto». 19 Los sujetos que gozan de dicha unidad son los únicos capaces de asumir un sentido de autoconciencia, de independencia, de autonomía y de responsabilidad individual. 20

Durante la Edad Media, muchos teólogos y literatos insistieron en el concepto de persona en términos de la racionalidad, la individualidad y la naturaleza inmortal del alma de cada sujeto. 21 Y es que, como se ha dicho ya, los siglos XVI y XVII fueron testigos de un incremento en el interés y la preocupación por comprender la importancia que tenían la persona, el individuo y la autoconciencia en el devenir de la vida y de la historia humana. 22

Este fenómeno cultural se expresó lo mismo en el arte que en la religión, la ciencia y la filosofía. Así, por ejemplo, mientras pintores como Rubens y Rembrandt se dedicaron a plasmar los gestos irrepetibles y los movimientos propios de los rostros y los cuerpos que retrataban, muchos médicos –como Harvey o Sanctorius– realizaban autopsias para comprender el funcionamiento interno del cuerpo humano. Por su parte, algunos teólogos –como Richard Baxter o Miguel de Molinos– discernían en torno a los caminos para encontrar la salvación del alma, mientras Descartes y Spinoza reflexionaban sobre la naturaleza del raciocinio humano. 23

Todo esto ocurría en el ámbito de las élites europeas del siglo XVII. Sin embargo, entre las personas comunes y corrientes, el tema de la salvación del alma, la nueva movilidad social, así como la intensificación de los intercambios materiales y culturales entre personas que viajaban y se movían de ciudad en ciudad, de un lado del océano al otro, también generaron nuevas posibilidades para explorar la propia subjetividad, así como una mayor autoconciencia sobre el peso que tenía la responsabilidad individual en la construcción de un destino y una personalidad particulares.

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