Joaquín Berger - Las plegarias de los árboles

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Un ancestral hechicero amenaza un bosque sagrado. Los guerreros y druidas que lo habitan optan por enfrentarlo, a pesar de que su rey, temiendo un desenlace terrible, rechaza la idea de combatir. Las Plegarias de los Árboles nos ofrece una épica colisión –ideológica y material– llena de sangre y misterios en la que los bandos enfrentados contarán con una única certeza: si desean triunfar, deberán estar dispuestos a sacrificarlo todo.

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—No –replicó este con los ojos a media asta.

—Déjame decirte que todos esperamos mucho de ti –agregó Tarla.

—Sedian –se pronunció Leto con voz serena–, de más está decir que todos aquí te respetamos y seguiremos a la guerra. Pero necesitamos algún tipo de liderazgo de tu parte, o al menos una participación más activa, tú encabezas esta misión. Eres nuestro campeón.

Sedian se inclinó hacia delante, apartó su vaso de agua con el revés de una mano carente de anillos, y cruzó los brazos sobre la mesa. Él jamás bebía alcohol.

—Mi alma y mis espadas están atadas a la causa –dijo– pero temo que en lo que a liderazgo se refiere, no podré ser de gran ayuda.

—¿A qué te refieres? –le preguntó Eric–. Pocos hombres en Eirian saben más de la guerra que tú. Has combatido en innumerables batallas y conoces cada pasaje del Libro de los cuatro escudos y la lanza . Tienes todo lo necesario para guiarnos a la guerra.

—Mis conocimientos bélicos son de otra naturaleza.

—Compañero –intervino nuevamente Leto–, tus palabras no están siendo claras. Por favor, explícate.

—No quiero, ni creo poder dirigir una compañía.

—¿Pero qué dices? –exclamó nuevamente el herrero, ahora irritado.

—No soy un rey ni un general, soy un guerrero.

—¡Patrañas! –alzó la voz Vricio–. ¿Acaso pretendes pelear en soledad?

—No. Simplemente les hago saber que no cuento con las aptitudes de un líder. El conflicto para mí es un fenómeno personal. No soy de los que ven la batalla como un todo y sienten a sus hombres como aprendices de su voluntad – la sombra de la libélula hizo una pausa y clavó sus ojos sobre el herrero–. Tienes razón, Eric, sé mucho sobre la guerra, he estado en la batalla de la costa y la niebla , donde los enemigos nos superaban en dieciséis a uno. También he participado del choque de los gigantes de bronce donde vi pelear a un dragón. Sí, a un dragón. Lo vi sobrevolar a nuestro ejército e incinerar a miles de hombres. Y a ambas batallas he sobrevivido. Sé mucho sobre la guerra, o al menos lo suficiente como para comprender que un buen guerrero no es lo mismo que un comandante.

—Entonces –dijo Tarla con una voz pacífica pero desencantada–, ¿rechazas el liderazgo que te ofrecemos?

—Agradezco el honor, pero sí, lo rechazo.

—¿Estás completamente seguro? –insistió Leto.

—Completamente.

—Qué lástima –finalizó el herrero–. Todos creíamos que serías el indicado para llevarnos a la victoria.

Vricio descargó sobre Sedian una mirada furibunda, pero este no respondió o no se percató.

—Bueno –dijo–, ¿alguno de los presentes quiere agregar algo? ¿Alguno tiene una idea en mente que quiera compartir?

No hubo respuesta.

—¿Y tú? –preguntó Eric dirigiéndose a Leto–. Tú solías ser un bardo, ¿no es así? Conoces los bosques y las montañas de este país mejor que nadie. ¿No se te ocurre alguna forma de aplicar ese conocimiento a la presente causa?

—Es verdad que supe ser un bardo alguna vez. De hecho, lo sigo siendo aunque ya no viva como uno. Ya no cumplo con los hábitos y las costumbres, pero mi amor por la naturaleza sigue intacto –replicó Leto al momento que llevaba sus manos a las rodillas. Su semblante fresco y despreocupado era el eco de las memorias que volvían a florecer ante sus ojos cuando recordaba su vida en los bosques–. Conozco todos los árboles de Eloth, y bajo la sombra de cada uno de ellos he disfrutado alguna vez de una siesta serena. Pero –dijo al momento que su tono de voz se volvía repentinamente más lúgubre– no se me ocurre cómo aplicar dicho conocimiento a la causa que hoy nos compete. Nunca recorrí los arbolados senderos pensando en la guerra.

—Vamos –insistió el herrero–. Tú podrías guiarnos. Tiene que haber algo de esa sabiduría que nos pueda servir en un momento como este.

—Es que no sé qué quieres que diga, amigo –repuso Leto con una sonrisa incómoda y encogiéndose de hombros–. No soy un guerrero. Eloth es un bosque gentil y rico en leyendas. Guarda sus secretos, pero estos no suelen ser oscuros ni peligrosos. Las primaveras son verdes y fértiles. Los inviernos, aunque fríos, son más piadosos que en tierras de similares latitudes. Y si bien es cierto que puede ser traicionero para aquel que se adentra en él sin el conocimiento adecuado, las tragedias son inusuales. No cuenta con ningún valor militar que, al menos yo le pueda hallar.

—Entiendo –dijo Vricio en voz baja al momento que comprimía su vaso entre las manos–, otro que tampoco puede colaborar debidamente.

El encuentro de la acéfala compañía se prolongó hasta avanzada la noche sin que los nórdicos pudiesen llegar a una conclusión satisfactoria. Eran casi las tres de la madrugada y no habían hecho más que discutir planes insustanciales. El planeamiento militar a gran escala no era su fuerte. Ninguno tenía estudios formales en dicho aspecto. Los debates con relación a las estrategias a las que podrían recurrir no eran fluidos y siempre terminaban empastándose. Cada vez que alguien proponía una estratagema, y se la empezaba a analizar, no pasaba mucho para que el resto de los presentes, y hasta el mismo autor, le hallasen cualquier cantidad de defectos e inconsistencias.

La falta de unidad lógica era un típico problema de los guerreros del norte. Porque si bien valientes y bizarros, solían ser impulsivos a la hora abordar los conflictos. Siempre habían sido los druidas, quienes, por ser individuos sofisticados, prestaban de su sapiencia para resolver aquel tipo de cuestiones. Pero en aquella oportunidad el rey había decretado que los druidas deberían escoltar a la gente fuera de la Ciudad Gris. No colaborarían en la batalla. Razón por la cual los guerreros se encontraban solos y a la deriva.

—Como ya he dicho –alzó la voz uno de los presentes–, creo que enfrentar a Maki es lo correcto y estoy más que dispuesto a hacerlo. Pero no quiero desperdiciar mi vida en vano. Si no contamos con un plan medianamente lógico, creo que optaré por unirme al éxodo. Y recomiendo que ustedes hagan lo mismo.

—Comparto tu línea de pensamiento –lo acompañó Leto–. Yo también estoy considerando desvincularme de esta misión si no llegamos a concretar una unidad lógica.

Vricio miró a sus camaradas con furia.

—¡Cobardes! –sentenció–. ¡Son unos cobardes! ¿Desde cuándo un guerrero abandona una batalla porque las probabilidades no lo favorecen? ¡Ustedes no son dignos de llamarse ciudadanos de Eirian ni miembros del Clan de las Cenizas!

—No temo inmolarme si mi sacrificio colabora en la obtención de un bien común –replicó Leto con severidad–, pero tengo demasiado respeto por la vida como para malgastar la propia sin razón alguna. Tengo una hija y la quiero ver crecer, si mi sacrificio le garantiza un futuro, a él me entrego sin miramientos. Pero no la privaré de un padre por un mero fanatismo.

—¿Fanatismo dices? –rugió Vricio en el momento en que se ponía de pie. Su porte era impresionante. Si bien no era mucho más alto que sus compañeros, el volumen de sus hombros y espalda lo hacía verse como un coloso. Daba la sensación de que, si quisiese, podría triturar el cráneo del bardo con una mano. Tal su corpulencia. A pesar de esta desigualdad, Leto no se intimidó ni esquivó su mirada–. ¿Acaso te atreves a llamar fanáticos a quienes están dispuestos a sacrificar sus vidas por su tierra y su clan? –continuó el berserker con ojos ardientes.

Leto permaneció inmóvil y silencioso tras las palabras de Vricio. Pero el fulgor de sus miradas hacía pensar que un nuevo duelo estaba por comenzar.

—Caballeros –se escuchó una oportuna voz provenir de una mesa cercana–, discutir entre ustedes no aportará nada a su causa.

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