Joaquín Berger
Las plegarias de los árboles
Crónicas del guardián del bosque
Berger, Joaquín
Las plegarias de los árboles : crónicas del guardián del bosque / Joaquín Berger. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1980-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
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Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Para Adriana, que creyó en mí.
“¿De qué mejor manera puede morir un hombre que enfrentándose a un destino terrible, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?”.
Horacio Cocles
Capítulo 1
La Fría y la Divina
Al filo de un bosque de árboles y tiempo, un grupo de guerreros se despedía de sus familias.
—No vayas, padre –rogó el hijo–. Deja la guerra a otros, a quienes la deseen. Tú quédate aquí, conmigo. Permite que sean los espíritus del bosque quienes nos libren de la maldad que acecha. Permite que sea la bella Aveleth quien le haga frente a quien nos amenaza con muerte y destrucción.
—No –repuso el padre, varón erguido de mirada firme y mejillas curtidas por el viento–. Mi deber como rey me invoca, y a él respondo. Los espíritus del bosque no luchan en nombre de los mortales, nunca lo han hecho ni nunca lo harán. Es pecado del hombre enemistarse con el hombre, y es el hombre quien debe responder por sus fallas.
Sedian no insistió. La voz sólida y decidida de su padre le hizo entender que sus palabras, si bien agradecidas, no torcerían su decisión.
El rey Sarbon despidió al infante con un beso en la frente.
—Adiós, hijo, te amo más que a los ríos y a los árboles.
Sedian contempló a su padre alejarse, era solo un niño y el dolor caló profundo en sus entrañas, contuvo el llanto.
Seguido por Nial, el gran campeón de Eirian, Baris, el primer druida del Clan de las Cenizas, y otra horda de valientes nórdicos, el monarca se internó en el bosque de Eloth. Todo el reino contempló, con las manos apretadas y los ojos vidriosos, a los valientes marcharse. Excepto Sedian, él no quiso mirar. Con la frente sobre el muslo de la reina, despidió a su padre en silencio.
Los héroes marchaban a la guerra, a enfrentarse a Maki y a sus esbirros malditos. Maki era un hechicero oscuro, un maestro de las artes ocultas. Había llegado a los bosques de Eloth maquinado por la ambición y siguiendo una vieja leyenda que prometía que, entre aquellos milenarios árboles, yacía oculto un formidable poder. Los guerreros de Eirian, negados a que su bosque fuese profanado por un alma maldita, partieron al crepúsculo a detenerlo. Y no fue hasta el crepúsculo siguiente que regresaron.
Con las montañas de Morth a sus espaldas y la fría luz matutina brillando sobre sus escudos, emergieron del bosque. Sus cuerpos abatidos y la drástica reducción en sus números evidenciaban lo cruenta que había sido la batalla.
Baris, el druida, alzó la voz y proclamó la victoria sobre el hechicero. Informó al resto del clan que, tras una larga contienda que se había prolongado toda la noche, Maki había sido satisfactoriamente repelido. A pesar del cansancio y las heridas, habló con voz clara y firme. También hizo saber que las bajas habían sido significativas, y que entre los caídos se hallaba el rey Sarbon.
—Algún día se cantarán canciones sobre este gran triunfo –agregó el sacerdote, abatido por la tristeza–. Pero hoy no.
Al escuchar la temida sentencia, Sedian sintió cómo su corazón se despedazaba dentro de su pecho. Pero aún entonces no lloró. Con movimientos mudos se alejó de su madre y sobre unos alejados pastizales se desplomó. Miró sin voluntad ni esperanza hacia el milenario bosque que su padre jamás abandonaría. Los años dulces habían terminado. Ya nunca se refugiaría debajo de su brazo protector en los inviernos, ni escucharía atento junto al fuego sus sabios consejos.
Su duelo fue interrumpido cuando una figura, abriéndose paso entre la hierba, se le acercó. Era alta, robusta y tenía sus vestiduras bañadas en sangre. Si bien notó la presencia, Sedian permaneció inmóvil y con la vigilia errante. Algo dentro de él se había marchado con la muerte de su padre y ya nunca volvería. El corpulento individuo introdujo las manos en sus vestiduras y extrajo dos magníficas espadas.
—Tuyas –exclamó Nial al momento que las enterraba en la tierra–. La Fría y La Divina , las espadas de tu padre. Llévalas con honradez o no las lleves nunca.
Tras haber hablado, el campeón se alejó por última vez. Sedian permaneció un largo rato inmóvil. Finalmente torció el cuello y volcó su atención sobre las espadas. Aún era un niño para muchas cosas, como el frío o el amor, pero ya era lo suficientemente hombre como para haber comprendido a la perfección las palabras de Nial. El joven príncipe se puso de pie lentamente y contempló las armas en absoluto silencio. Eran bellas como nada que hubiese visto antes. Se hallaba frente a una encrucijada de la cual no habría retorno, y era plenamente consciente de ello. Si las empuñaba en ese momento, ya nunca podría librarse de ellas ni del camino del guerrero. Desde la lejanía, su madre lo observaba. Ella no intervendría. Era él quien debía tomar la decisión: seguir la senda de su padre, o caminar otros rumbos, más pacíficos e insípidos. La luz del naciente sol impactaba contra los filos de las armas generando un espectáculo digno de un fresco. Sedian clavó su mirada en el verde perpetuo. Luego, arrancó las espadas de la tierra, la tierra que ahora estaría por siempre condenado a defender.
Capítulo 2
Cual fuego de las entrañas
Los años pasaron en el reino de Eirian. Como bien había anticipado Baris, lo trágico de la gran batalla se fue desdibujando con el devenir de los veranos hasta convertirse en un recuerdo glorioso. Las heridas eran ahora hermosas cicatrices. En ese mismo lapso, Sedian se había convertido en un hombre. Tenía los cabellos negros como el núcleo de la noche y un rostro andrógino de facciones perfectas. Su cuerpo era delgado y compacto, de cintura estrecha y hombros anchos. Su piel, tersa cual porcelana. No era rey como su padre, pero su osadía batalladora y el respeto que mostraba por los ancianos le habían valido una posición de privilegio dentro del clan. Era uno de los hombres más respetados –y temidos– de aquellos bosques. Lo apodaban la sombra de la libélula .
Junto a él –a la vera de un lago– una hermosa mujer lo contemplaba hechizada. Su nombre era Zura. Ella estaba enamorada de sus ojos profundos, de su piel de marfil, de su inalterable templanza.
La mujer rodeó el pecho del nórdico con el brazo y le besó el cuello.
—Desnúdame –le dijo al oído–. Permite que el calor de mi carne consuma tus deseos y los convierta en cenizas.
Zura era dueña de un atractivo hipnótico. Su voluptuosidad, su piel, sus largos y rojizos cabellos, todo en ella encantaba. Su belleza era legendaria en el reino de Eirian. Solo comparable con la de Loredana, la proverbial dama de los sauces . Pero no solo eran sus atributos físicos los que cautivaban. Había algo más, un aura silente, un componente intangible o, quizás, un aroma secreto. Alguna variable inasible convertía a Zura en un anhelo dulce e impetuoso para la carne mortal.
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