Joaquín Berger - Las plegarias de los árboles

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Un ancestral hechicero amenaza un bosque sagrado. Los guerreros y druidas que lo habitan optan por enfrentarlo, a pesar de que su rey, temiendo un desenlace terrible, rechaza la idea de combatir. Las Plegarias de los Árboles nos ofrece una épica colisión –ideológica y material– llena de sangre y misterios en la que los bandos enfrentados contarán con una única certeza: si desean triunfar, deberán estar dispuestos a sacrificarlo todo.

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—Un megalómano y un déspota. Detestado por su arrogancia. Pero admirado por sus inmensas condiciones.

—¿Y qué opinas tú? ¿Puede ser vencido? –le preguntó Owen.

—Mi opinión es irrelevante, yo era muy joven, apenas si lo conocí y definitivamente no lo enfrenté –replicó Avon volviendo a adoptar su inmanente y rigurosa postura–. Además, ya han escuchado las palabras de Baris, él lo conoce mejor que yo y considera que no es sabio enfrentarlo, por lo tanto, no lucharemos.

—Mi querido Avon, olvidas que no es mía la última palabra –le explicó gentilmente Baris–. Sino de nuestro rey.

—Acertada acotación –agregó Cruth–. Aunque sea Baris el más sabio y poderoso de entre nosotros, nuestros códigos dictan que debe ser el rey quien tome esta decisión. Solo el legítimo y auténtico monarca de Eirian puede dar la orden de entregar la Ciudad Gris. Owen –se pronunció dirigiéndose al joven rey–, ¿qué haremos? ¿Lucharemos contra Maki o no?

Owen tenía impresa sobre su rostro una expresión severa y su mirada se veía vacía. Tras la pregunta de Cruth, permaneció mudo por un largo rato, sumiendo a la audiencia en tensa espera. Finalmente, se puso de pie y, con la mirada fija sobre las llamas, alzó la voz.

—Antes de revelar mi decisión –dijo con firmeza– pido que me dejen expresar el porqué de esta. He considerado las opiniones de todos y dejando de lado la voluntad de mi sentimiento. Recurriendo a la inexorable lógica, he llegado a la siguiente conclusión: si luchamos y vencemos, habremos protegido nuestras tierras, aunque también inevitablemente perderíamos muchos druidas y guerreros.

—Y también protegeríamos nuestro honor –interrumpió groseramente Trout– que es más importante que cualquier otra cosa.

Frente a esta burda intervención, Avon estiró su brazo y aferró la muñeca del anciano, apretándola con tal vehemencia que el rostro del viejo se desfiguró de dolor.

—Cállese –le susurró con voz sombría.

—Ahora bien –continuó Owen haciendo caso omiso a las palabras del veterano–, si luchamos y perdemos, habremos perdido no solo nuestras tierras, sino a todos, o casi todos, nuestros guerreros. Y quedarían solo ancianos, enfermos y niños, sin tierra, sin hogar y sin nadie que los ampare. Si, por el otro lado, migramos a otros bosques, aunque estos sean menos fecundos que Eloth, tendremos la vitalidad intacta de nuestro pueblo para refundar Eirian y edificar una nueva Ciudad Gris. Soy consciente del desencanto que generaría en muchos de vosotros tener que abandonar su hogar. No se puede obviar el hecho de que muchas familias han vivido aquí desde tiempos inmemoriales. Pero considero que el alma de este reino no es la ciudad ni el templo ni siquiera este mismísimo bosque, sino su gente. Tomará trabajo empezar desde cero, pero con nuestros esfuerzos combinados, podremos hacerlo. Por todo esto –concluyó– es que mi decisión es la de abandonar la Ciudad Gris.

Tras la sentencia del rey, un silencio sepulcral invadió la sala. Se pudo ver en muchos rostros el dolor y el desencanto frente al fallo, pero nadie alzó la voz.

—Todos hemos escuchado la decisión de nuestro rey –dijo finalmente Cruth con serenidad–. Ahora les pediremos que informen el veredicto a sus familiares y amigos, y que descansen. En los próximos días se les comunicará cómo y cuándo partiremos.

Mientras todos lentamente comenzaban a estirar sus piernas y a incorporarse, una figura –que hasta entonces había permanecido silente– se puso de pie y alzó la voz.

—Antes que se dé por concluido este concilio, me gustaría hacer una declaración –dijo.

—Por supuesto, Sedian –replicó Cruth amablemente–, exprésate con libertad.

—Tendrán que perdonarme todos los individuos sabios y sagrados presentes en este templo –dijo el guerrero con una voz apagada–, pero de ninguna forma puedo acatar la decisión que ha sido tomada.

Todos posaron sus ojos sobre el hijo de Sarbon, algunos sorprendidos y otros furiosos. Pero Sedian permaneció imperturbable. Las miradas nocivas no lo alteraban y, si bien el rechazo a su desacato se podía sentir en el aire, nadie osó desafiarlo.

—Sedian, alma valiente –dijo finalmente Baris en tono conciliador–. Owen es nuestro rey y líder, tú mismo has reconocido su sabiduría en el pasado, ¿por qué no aceptas su fallo?

Había pocas personas a las que aquel solitario guerrero verdaderamente respetase, y Baris, el hombre de los puños de roble, era una de ellas. El anciano druida había probado su coraje y nobleza en muchas oportunidades. Al igual que su padre en el pasado, él le tenía un gran aprecio. Pero por primera y única vez en su vida, y con un gran pesar sobre su pecho, se atrevió a contradecirlo.

—Lo siento –le dijo esforzándose por sostener la mirada–, pero no puedo hacer tal cosa.

Avon, furioso, se incorporó de un salto. Pero antes que pudiese hablar, alguien se le adelantó.

—Yo lucharé contigo, Sedian– dijo una voz profunda.

Quien había hablado había sido Vricio, el primogénito de Nial. Gallardo y respetado guerrero. De entre todas las personas presentes, él era el último de quien Sedian hubiese esperado apoyo, pero el que más lo alegró tener. Vricio y él habían tenido innumerables disputas a lo largo de sus vidas. Sus caracteres orgullosos y obstinados los habían llevado incluso a cruzar espadas. Pero ahora, sorprendentemente, lo respaldaba.

—¡Y yo! –se sumó Leto, alzando el puño.

—¡Esto es inaudito! –vociferó Avon–. El rey y el primer druida llegan a una conclusión y ustedes se atreven a rechazarla. ¡Están olvidando su lugar! No lucharán contra Maki. Acatarán las órdenes de sus superiores o serán castigados.

—No –replicó Sedian al momento que desenvainaba sus espadas, La Fría y La Divina .

Ante aquella inesperada respuesta, todos los druidas se pusieron de pie de un salto. Vricio también se reincorporó y se paró junto a Sedian.

—Entonces morirán aquí –dijo Avon mientras su rostro se oscurecía y sus manos comenzaban a danzar por el aire y coloridas luces a brillar entre sus dedos. A diferencia de sus análogos de otras latitudes, los druidas del Clan de las Cenizas nunca habían dejado de cultivar su poder destructivo. Eran, además de estudiosos de la naturaleza, poderosos arcanístas.

—Tendrás que respaldar esas palabras –susurró Sedian mientras se abalanzaba sobre el druida.

La audiencia ahogó un gritó. Pero la colisión entre Avon y la sombra de la libélula no se concretó. Owen la evitó dando un salto hacia adelante y posicionándose entre los dos.

—¡Basta! –gritó colérico–. ¡Basta! Yo habré muerto mucho antes que dos miembros de mi reino se maten entre ellos. ¡Sedian, envaina tus espadas! ¡Y tú, Avon, aborta tu conjuro!

Los dos obedecieron, aunque continuaron intercambiando miradas hostiles.

—Sedian –preguntó el rey con severidad–, ¿por qué no quieres aceptar la decisión a la que hemos llegado?

—Nuestro bosque es la fuente de toda vida. La posteridad no nos perdonará si lo entregamos sin luchar.

—Yo opino igual –se sumó Vricio–. Hace veinticinco años las cenizas de mi padre y la de muchos otros fueron arrojadas a lo profundo del bosque tras entregar sus vidas por defenderlo. Prefiero morir aquí antes de abandonarlo sin dar batalla –sentenció el berserker clavando sus ojos sobre la multitud–. Si alguna vez nuestros hijos cuentan la historia de sus padres, será bajo la sombra de los árboles que sus abuelos y nosotros, con valentía y coraje, supimos proteger.

Owen suspiró y agachó la cabeza.

—Comprendo –dijo tras un momento de reflexión–, es su derecho poder luchar por defender lo que les es sagrado.

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