Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008.
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinación técnica: Laura Rojo
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta de portada: Mauricio Morán
Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).
© 2008, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V. Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 03800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador): +52 (55) 55 15 16 57
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ISBN 978-607-7640-90-5
Índice
Prólogo
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Prólogo
Los árboles en la cuesta de Sun-won Hwang es una novela sobre la Guerra de Corea, y no sé si escribir estas dos palabras con minúscula o mayúscula, pues la guerra es la protagonista de principio a fin. Los seres humanos no son más que simples actores del libreto bélico. Todos, sin excepción, están traumados e intoxicados por la conflagración. Los combatientes en los frentes, los que se quedan en la retaguardia y los civiles que siguen de lejos los acontecimientos, todos están heridos, nadie queda ileso.
Todos se encuentran dentro de muros de cristal que se contraen y los amenazan con sus bordes afilados, sofocándolos y vaciándoles la conciencia. Los hijos de la guerra son personajes hueros que tratan de llenar su vacuidad con tabaco, licor, sexo y muerte.
El seductor y ágil relato sigue los pasos de tres jóvenes soldados surcoreanos enviados al frente de combate. Los tres, jugándose la vida en todo instante, terminan hermanados y necesitándose para sobrevivir y saber que siguen vivos. La ausencia de uno será fatal en su existencia.
Tongjo, 1el más romántico y apegado a principios morales, sobrevive a los combates iniciales gracias a la fuerza espiritual que le da su primer amor, con quien se cartea constantemente, y a la ayuda oportuna de sus amigos. El ambiente del campamento militar le incomoda al principio, se siente como un extraño porque sus compañeros tienen conductas, placeres y maneras de pensar muy diferentes a las suyas. Con el paso del tiempo, él también sucumbe a ese ambiente. Una vida más que cae en el gran abismo dejado por la guerra.
Sus dos amigos, Yungu y Jyonte, que se creían muy pragmáticos tanto en las relaciones con las mujeres como en las ejecuciones, también caen en la insatisfacción y la vacuidad. Luego de ser dados de baja vuelven a Seúl, pero no se adaptan. Añoran la guerra porque siempre estaban en alerta.
Yungu se vuelve criador de pollos, y Jyonte —el que se las daba de pragmático y agnóstico— se dedica a pasar la vida en bares y cafés. Traiciona a sus amigos por líos con mujeres, quiere ir a Estados Unidos para huir de un entorno deprimente y porque tiene la ilusión de que apenas suba al avión se olvidará de todo, pero termina en la cárcel. La enamorada de Tongjo había reprendido a Jyonte: “¿Acaso conocen la palabra responsabilidad?” Son hombres que tratan de huir de sí mismos.
Los únicos que sacan provecho de la guerra son los comerciantes. Alrededor del campamento militar aparecen cantinas y tugurios con chicas de servicio, porque los vendedores saben qué es lo que necesitan los soldados que diariamente se enfrentan a la muerte. En esos negocios hay bebida y sexo para gozar la dicha de estar vivos.
El padre de Jyonte es un próspero comerciante que vive al margen de la guerra, como si el problema no tuviera ninguna relación con él. La dueña de una taberna es una norcoreana que huyó al sur cargando en su espalda a una huérfana. En Seúl ella le enseña a la niña el arte de atender a los clientes. A los adinerados les ofrece la mercadería garantizando en cada ocasión que es virgen, ingenua y dispuesta a complacer. La chica de rostro de piedra, blanca y fría, sin sonrisa ni expresión, es insensible a todo. Los comerciantes son los más prácticos porque en la guerra o en la paz viven sólo para ganar dinero.
Esta obra se suma a la literatura sobre la guerra coreana, una versión más de aquel suceso que abrió una profunda herida en el cuerpo y en el alma de los coreanos y que hasta la fecha sigue sin cicatrizar. ¿Todavía no se encuentra un remedio acaso? ¿O todavía no hay voluntad de curarse a sí mismos y recíprocamente? Cuando las dos Coreas se reunifiquen habrá un examen más sereno e imparcial del conflicto que hizo sangrar y llorar al pueblo coreano. Este libro y otros semejantes serán cuestionados por los lectores. Entonces, quizás, habrá respuesta a la pregunta de Tongjo: “¿Somos los ofensores o los ofendidos?”
Francisco Carranza Romero
1Los nombres coreanos están transcritos según las normas de la ortografía española.
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“Apenas si puedo arrastrar los pies, es como si estuviera rodeado de gruesos vidrios”, pensó por un momento Tongjo. Al bajar por la falda de la montaña observó que el sol vespertino de verano lanzaba sus rayos por toda la tierra. Vio con toda claridad unas siete u ocho chozas acurrucadas en el monte, como si ya no soportaran más el peso del tejado. Parecían no haber sido afectadas por la guerra. Reinaba un enorme silencio y ningún rastro de vida. “¿Por qué este espacio tan transparente y silencioso no me deja avanzar? Apenas si puedo caminar a través de estos gruesos vidrios.” Cada vez que daba un paso sigiloso, sosteniendo con seguridad la ametralladora debajo de su axila, el vidrio le permitía sólo un paso de la misma medida. No más. Tongjo jadeaba y sudaba a chorros.
Jyonte, que avanzaba con la mirada fija dos metros adelante de él, volteó la cabeza. Él también sostenía firmemente la ametralladora bajo su axila. Quizá quería bromear, pero Tongjo no le prestó atención alguna. Si se descuidaba un segundo, el grueso vidrio alrededor de él se solidificaría y ya no podría moverse.
Faltaban sólo unos cuarenta metros para llegar a la primera choza, pero el camino le parecía interminable.
Al empezar la exploración se sintió libre de esa presión porque ahora tenía que concentrarse en el nuevo objetivo. Jyonte, el jefe del grupo, ordenó a tres vigilar los alrededores, y acompañado solamente de uno entró a la casa. Generalmente Jyonte era lento y chistoso, pero en batalla era rápido y listo. Ya su espalda estaba pegada a la pared de la casa. Abrió la puerta.
“¡Quietos!”, dijo en voz baja, pero imperativa.
Era un cuarto oscuro con paredes cubiertas de papel viejo y ennegrecido. ¿Cuántos años hacía que no lo renovaban? La puerta de papel mostraba varios parches de tela vieja.
“¡Salgan con las manos en alto!”
Los tres que custodiaban afuera también se quedaron quietos, pero en el cuarto no se percibía ningún movimiento.
Jyonte examinó la habitación con el arma dirigida hacia delante. Estaba vacía. Aun así, examinó la cocina y el baño. Era evidente que los habitantes habían escapado precipitadamente llevándose sólo lo indispensable.
Igual estaban las otras casas. Sin embargo, Jyonte hacía lo mismo: se pegaba a la pared, abría la puerta bruscamente y gritaba: “¡Quietos! ¡Salgan con las manos en alto!” A Tongjo, que vigilaba afuera, poco a poco se le fue quitando la tensión. Lo que hacía Jyonte le parecía de otro mundo y que no tenía nada que ver con él. Se sintió parado en un lugar intemporal. Un soldado recogió del suelo unas papas caídas y rápidamente las metió en su bolsillo. Eso sí le parecía una realidad más cercana.
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