[Sung-won Hwang - Los árboles en la cuesta

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Los árboles en la cuesta: краткое содержание, описание и аннотация

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Los árboles en la cuesta de Hwang Sun-won es una novela sobre la guerra coreana, donde la guerra es la protagonista de principio a fin. Los seres humanos no son más que simples actores del libreto bélico. Todos, sin excepción, están traumados y anestesiados por la guerra. Los combatientes en los frentes, los que quedan en la retaguardia y los civiles que siguen de lejos los acontecimientos, todos están heridos, nadie queda ileso. Los hijos de la guerra son personajes huecos que tratan de llevar su vacuidad con tabaco, licor, sexo y muerte. El seductor y ágil relato sigue los pasos de tres jóvenes soldados sudcoreanos enviados al frente de combate. Los tres, jugándose la vida a cada instante, terminan hermanados y necesitándose para sobrevivir y comprobar que todavía están vivos. La ausencia de uno será fatal en sus vidas.

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En una época, para ver su perfil, cambiaba de asiento. Entonces aparecía su rostro mirándole de frente, y cada vez era diferente, según la dirección de la luz y el ángulo de la mirada. Cuando la luz le llegaba desde atrás o desde arriba, todo quedaba en sombras, excepto la línea de la nariz donde resaltaba la punta. Alrededor de la punta, y encima de las fosas nasales, aparecía algo blanco envolviéndola. Eran las finas pelusas que comúnmente no se le notaban; semejantes al polvo blanco que aparece en las uvas o en los caquis, pero era más suave y le daban muchas ganas de borrarlo con su aliento en vez de limpiarlo con la mano.

Hace dos años fueron al hotel de Jeunde, la noche anterior a su ingreso en el ejército. Ella le propuso una despedida sólo de los dos, y entonces juntaron todo su dinero para ir al hotel. Esa noche cayó mucha nieve y trasnocharon allí. Se besaron incansablemente; Tongjo la besó toda, hasta la punta de la nariz y encima de las fosas nasales. A la mañana siguiente habían aumentado a tres las líneas de uno de los párpados de ella. Los dos, al ver los párpados dispares, rieron como niños. En ese momento, brillantes rayos solares entraban por la ventana y alumbraban un lado de su cara; entonces apareció ese algo blanco alrededor de su nariz. Tongjo habló para sí: “Pelusas tan finas y tan suaves; difíciles de quitar”.

Bajó de la colina y entró a la tienda grande frente al campamento.

El dueño, un cuarentón que sacudía el polvo de sus mercaderías, le saludó:

—Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar?

Tongjo dirigió su mirada hacia las frutas amontonadas: manzanas, peras y caquis.

—Disculpe, hay varios tipos de durazno, ¿verdad?

El dueño quedó un poco perplejo ante pregunta tan inesperada y lo observó.

—Es que tengo una curiosidad. Fuera de los duraznos blandos y de cáscara lisa, ¿qué clases de duraznos hay?

—Pues… —el dueño, desilusionado, no respondió gustoso—. Hay más variedad de manzanas que de duraznos —agregó. Seguramente pensó que los soldados eran la mayoría de sus clientes.

—Uno que no es tan blando y que no tiene la cáscara lisa…

—Pues… que no sea blando… Hay uno que se llama durazno celestial. La cáscara y la pulpa son rojas. Tiene punta aguda y hendiduras como líneas.

—Algo blando… cuya cáscara es blanca y con pelusa.

—¡Ajá! Ése es el durazno blanco. Tiene pelusas muy finas, su pulpa es dura y blanca. Es rico. Aquí tengo una lata de ese durazno.

El hombre sacó del estante una lata, le quitó el polvo y se la alcanzó.

—Es de ese durazno blanco.

En la lata había una imagen descolorida de dos duraznos redondos, uno casi encima del otro. Tenía escrito en rojo: “durazno blanco”.

Tongjo le devolvió la lata. No porque no tuviera dinero, sino porque se le fueron las ganas al pensar en el durazno pelado y partido por la mitad. Preferible imaginárselo con la descripción del dueño y el recuerdo que tuvo en la colina hacía un rato. En la época de la cosecha de durazno del año entrante se fijaría mejor en su figura.

Volvió al campamento, ya estaban allí Jyonte y Yungu.

Yungu no le preguntó nada y se dirigió al pozo con su ropa interior y sus calcetines. Jyonte, que estaba echado, sí le preguntó:

—Oye, poeta, ¿por dónde anduviste tanto tiempo? ¿Tienes algún problema serio? Aguanta un poco más. Pronto te darán de baja, entonces verás a tu querida.

Luego se arremangó para mostrarle los brazos.

—Mira, la chica insistió en verme estas heridas, y cuando las vio, se enamoró de ellas. Dice que la carne que nace aquí es rojiza y suave. La besó, succionó, y no sé cuántas cosas más… Me dio asco. Le dije que si tanto le gustaban las heridas, le podía hacer una. ¿Sabes qué me contestó? Que ya tenía muchas. Heridas incurables. Y agregó que los dos heridos podríamos vivir juntos como una pareja ideal. ¡Dios mío! Esa maldita hablaba sin parar. Hasta que me hartó. Nunca más volveré allí.

Tongjo esperó que se durmiera Jyonte para escribirle a Sugui sobre el durazno. Le dijo que esperaba ver el durazno Sugui antes de la próxima cosecha del durazno blanco.

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