[Sung-won Hwang - Los árboles en la cuesta

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Los árboles en la cuesta de Hwang Sun-won es una novela sobre la guerra coreana, donde la guerra es la protagonista de principio a fin. Los seres humanos no son más que simples actores del libreto bélico. Todos, sin excepción, están traumados y anestesiados por la guerra. Los combatientes en los frentes, los que quedan en la retaguardia y los civiles que siguen de lejos los acontecimientos, todos están heridos, nadie queda ileso. Los hijos de la guerra son personajes huecos que tratan de llevar su vacuidad con tabaco, licor, sexo y muerte. El seductor y ágil relato sigue los pasos de tres jóvenes soldados sudcoreanos enviados al frente de combate. Los tres, jugándose la vida a cada instante, terminan hermanados y necesitándose para sobrevivir y comprobar que todavía están vivos. La ausencia de uno será fatal en sus vidas.

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—Oye, poeta, no me eches esa mirada. Parece que estuvieras viendo algo asqueroso. Ahora me siento mucho más puro que cualquiera. Con una fresca sensación, sin amor ni odio, liberado de toda esa basura emocional de las relaciones humanas, con una tranquilidad divina que en este momento me hace indiferente ante la mujer más bella, pero tú no entiendes nada…—divagaba borracho antes de quedarse dormido.

Tongjo no le contestaba y esperaba que se durmiera, pero ese día, después del feroz combate, le dijo:

—Me alegro de que hoy no estuvieras libre de las fastidiosas relaciones humanas. Si así fuera, no me habrías llevado a ese hueco, ¿no?

Jyonte aprovechó:

—¿Sí?, pues hice lo que no debía. Inútil valentonada que pudo costarme la vida.

Tongjo tampoco se quedó callado:

—Gracias a esa acción recibirás el honor de soldado valiente y audaz.

Jyonte se rio y añadió:

—Dios mío, éste que estaba temblando por lo menos tiene viva la lengua. Como dices, quizá te traje no por amistad o compañerismo, sino por una manifestación de heroísmo. En otras palabras, por una falsa valentía.

En la batalla del río Kumsonggang la pelea fue cuerpo a cuerpo y los aviones de las fuerzas amigas, por confusión, los atacaron. Ante esa inesperada situación, Tongjo no supo cómo reaccionar. Jyonte lo jaló debajo de un árbol grande. Allí, abrazándolo, se ocultó detrás del árbol de cara a los ataques. Los aviones llegaron con tremendo ruido y comenzaron a disparar. Las balas horadaban la tierra, como frijoles que reventaban; otras caían sobre las ramas del árbol a intervalos muy cortos. Tongjo tuvo la sensación de que las balas atravesaban su corazón. De ese y aquel lado se oían gritos de dolor. Tongjo, dominado por el miedo, quería huir del árbol, pero Jyonte no lo soltaba. Lo agarraba más fuerte. Después de un ataque, los aviones regresaron y se acercaron de nuevo. Entonces Jyonte, haciendo cálculos, se puso en dirección del ataque y, con gran tranquilidad, le aconsejaba: “No te agarres del árbol porque es peligroso”. Tongjo se sintió atrapado. Igual a aquella sensación infantil de opresión y ahogamiento cuando, por el camino de su barrio, un muchacho robusto que llegaba por detrás lo abrazaba, le tapaba los ojos y no lo soltaba aunque pataleara a muerte… Pero ese día Tongjo saboreó dos sentimientos al mismo tiempo: su limitación y la amistad fuera de toda duda.

—A ver… ¿con qué grado de quemadura de piel se muere uno? —dijo después de pasar unos pedazos de galleta por su garganta. Hizo la pregunta sin especificar a quién.

Yungu, que enrrollaba la mitad de un cigarrillo con un pedazo de papel, contestó:

—Creo que con la quemadura de más de una tercera parte del cuerpo.

—¿Con cuántos pedazos de vidrio se puede morir uno?

—¡Quién sabe! —Yungu encendió su cigarrillo con el fuego del de Jyonte y continuó—: El vidrio es algo temible. Una vez que entra en la piel, avanza hacia adentro. De niño pisé una botella rota, y ¡qué dolor! El cuchillo no es nada comparado con el vidrio. Aunque saqué el pedazo, seguía el dolor punzante. Esa noche no pude cerrar los ojos. Al día siguiente tuve que ir al hospital. Había todavía dos pedazos como granos de mijo que se metieron muy profundo. Esos eran los causantes del punzante dolor, porque toda la noche penetraron poco a poco en la carne.

Tongjo experimentó otra vez la sensación de aquel vidrio grueso que lo aprisionaba como allá, en el pueblo, que se rompía en miles de pedazos y que los más filosos caían en todo su cuerpo.

Jyonte se puso de pie.

—Oye, ¿estás por escribir algún poema acerca del vidrio? Está bien pensar en la poesía, pero ahora tenemos que cambiar de lugar.

El sol ya no era tan intenso como antes; sin embargo, el calor todavía era fuerte. Estaban a principios de julio. Se dirigieron a la sombra de una roca.

—Bien, aquí sí podrás pensar en imágenes poéticas cuanto quieras. Pero, hombre, deja a un lado eso del vidrio y cuéntanos algo hermoso.

Tongjo entendía qué significaba eso de “algo hermoso”. Se refería a su enamorada. Todavía no les había dicho que tenía una, pero Jyonte y Yungu lo sospechaban al ver las cartas que le llegaban. Cuando recibía carta de ella, Tongjo nunca abría el sobre inmediatamente. La guardaba en su bolsillo, iba a un lugar solitario y allí la leía. Una vez Jyonte lo hizo enojar. Fue dos semanas antes, a la hora del almuerzo. Ese día no había novedades en el frente. Jyonte agarró la mochila de Tongjo y empezó a esculcarla. Al verlo, Tongjo intentó quitársela. Jyonte, que suponía esa reacción, pasó la mochila a Yungu, como habían acordado, y agarró a Tongjo. El plan era que, mientras Jyonte lo tuviera sujeto, Yungu leería en voz alta las cartas de la enamorada. Pero Jyonte, que intentó agarrar de la cintura a Tongjo, se apartó apresuradamente porque le mordió la mano. Casi le sangraba. Luego Tongjo se lanzó sobre Yungu, quien después de un ¡ay! cayó de espaldas, tras haber recibido un cabezazo cerca de la sien. No habían imaginado tal reacción. Tongjo agarró su mochila y respiró aguantando el enojo. Sus ojos estaban enrojecidos, como los de un borracho.

Jyonte trató de suavizar el ambiente con bromas:

—Hombre, en el momento de la batalla pondré tu mochila delante de ti para que te portes valiente —y aunque sabía que no les contaría de su amada, se lo pidió para distraerse—: A ver, ¿cómo es tu chica que tanto la cuidas? ¿Acaso con hablar de ella se desgasta? Mira, para mí, tu amor puro es peligroso.

Tongjo, sin hacerle caso, miró el bosque de pinos hacia abajo, entre los altos había unos pequeños. Las puntas de las hojas afiladas estaban rojas. Quizá tendrían muchos gusanos.

—Me preocupa hasta qué punto es tuya esa chica que tanto amas. Mira, ya pasó la época de considerar suya a una chica sólo con un amor platónico. Si no hay un recuerdo por el contacto directo con su cuerpo, ya no se puede pensar que es de uno. A ver, dinos, ¿qué recuerdo tienes de su cuerpo?

—Si no tienes nada que hacer, duerme la siesta. No digas más tonterías.

—Oye, te lo digo por tu bien. A ver, dime, ¿qué recuerdo inolvidable de ella tienes? ¿Los labios? ¿La palma de la mano? ¿Ese lugar? Hombre, ¿por qué escupes? Ah, conque mis palabras son sucias para ti, ¿eso es? Pero, mira, como dicen: el perro juicioso es el primero que mete el hocico en la comida; quizás un tipo como tú ya puso su huella digital en su espalda, como este señor —dijo señalando a Yungu que se fumaba todo el cigarrillo hasta la colilla.

—Hombre, ¿por qué te metes conmigo? No tengo nada que ver con ese cuento —protestó Yungu. Quería permanecer ajeno.

—¿Acaso no eres un bandido? Mides todo, hasta al elegir a una mujer. Siempre escoges las de cierta edad, ¿no? Es que ellas saben amar. Eres un conocedor.

Con tres horas de intervalo hacían turnos de vigilancia en ambos lados de la ladera de la montaña.

Cuando Tongjo volvió de su turno, el sol estaba en el occidente. Sus luces eran lánguidas y el viento fresco de la tarde ventilaba el uniforme. El 30 de marzo había caído mucha nieve en esta cordillera centro oriental de la península, lo cual impidió maniobras militares. Como ahora estaban en verano, apenas cuando se atenuaba la intensidad de los rayos solares, se sentía un poco de frío.

Jyonte, sentado con los brazos cruzados, estaba detrás de la roca, que ahora lo defendía del viento.

Tongjo se sentó a su lado y otra vez recordó a Sugui, de quien se había acordado mientras estaba de centinela hacía poco. Dos años antes, la noche anterior a su ingreso al ejército, los dos habían trasnochado en un hotel de la costa de Jeunde. Toda la noche cayeron copos de nieve, y se besaron tanto que sentían dolor alrededor de la boca; había dejado de nevar a la mañana siguiente. Cuando resplandeció el sol, los dos se morían de risa, como niños, al ver uno de los ojos de ella con tres líneas en el párpado en vez de dos. Cada vez que recordaba a Sugui le parecía más preciado su secreto y aquella risa por los párpados diferentes. Las caricias de los labios, el mentón, el cuello, el pecho, no eran los recuerdos más importan­tes. En su primera carta, Sugui también mencionaba ese ojo. Dijo que no había salido de casa durante dos días, hasta que su ojo tuvo dos líneas otra vez. Además, había evitado a sus familiares porque no quería que descubrieran su secreto. Esperaba el día de su salida para que le hiciera otra línea en el párpado como aquella noche.

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