Enrique Obrero - Los niños de los árboles

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En la primavera de 1974, en los estertores del franquismo, a raíz de la desaparición de un niño, un grupo de escolares se rebela contra la tiranía de los maestros y los continuos castigos que ocurren intramuros de una institución pública de enseñanza de la época, el Colegio Nacional Amanecer, en el humilde barrio de Usera, al sur de Madrid. Tan insólito suceso y la extracción de un cadáver carbonizado del fondo del río Manzanares, agitan ese microcosmos languideciente que había girado en torno a una vida rutinaria y gris, donde casi nuca pasaba nada.

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© del texto: Enrique Obrero

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2021

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24 Edificio SEVILLA 2,

41018, Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: septiembre, 2021

ISBN: 9788418996894

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

Índice Capítulo 1 Capítulo 1 E l silencio impropio del lugar sobrecogía - фото 2

Índice

Capítulo 1 Capítulo 1 E l silencio impropio del lugar sobrecogía. Había cesado el ensordecedor vaivén de máquinas en las obras de la M30 de la orilla oeste del río Manzanares. Un caótico ejército de camiones, excavadoras, hormigoneras, fresadoras y compactadoras de alquitrán permanecía inánime en aquel tramo a medio acabar de la autovía de circunvalación de Madrid, como si sus operarios hubieran huido despavoridos. Solo era perceptible el sonido monótono de la grúa de los bomberos que extraía de las aguas un saco ennegrecido, cubierto de cieno y mugre, y chorreante en su ascenso. Las luces azules y rojas de los coches policiales y de los bomberos centelleaban con intensidad a pesar de la claridad del día. El gruista paró el motor ahondando en el sigilo de la escena y la carga dibujó un movimiento pendular en el aire por encima de la barandilla del río. Los brazos de varios policías envueltos en uniformes grises se abalanzaron sobre el bulto y lo depositaron con sumo cuidado sobre el suelo. Estaba cerrado con torpes nudos en uno de sus extremos, dejando una punta de unos veinte centímetros de tela sobrante. Uno de los grises se puso de rodillas junto al saco con un cuchillo en la mano y fijó la mirada en el comisario que, impertérrito, permanecía de pie a un metro de él. —Proceda. El uniformado no se entretuvo en los inhábiles nudos y fue desgarrando el saco justo por debajo de la cuerda que lo había sellado. Cuando acabó el trabajo miró nuevamente al superior y fue apartando meticulosamente la tela. Enseguida los presentes quedaron paralizados. Algunos se tapaban los ojos con las manos. Más de uno vomitó el café de la mañana. Fue al ir descubriéndose la cabeza del cadáver en un avanzado estado de carbonización. No había rastro de pelo, era lastimosamente diminuta y de facciones irreconocibles en un ser humano. Una capa negra y dura repleta de hendiduras se extendía por tres cuartas partes del rostro, cubriendo boca, nariz y ojos. El policía deslizó algo más el saco hasta la altura del tórax. Todo el cuerpo visible estaba abrasado y encogido, con los brazos flexionados como los de un pequeño boxeador en actitud de combate. —¡Dios mío! ¿Quién puede haber hecho algo tan atroz a un crío? Es él —dijo el comisario al hombre que como él vestía de paisano, entre el incesante cliquear de una cámara de fotos—. No lo toquen. Hay que avisar al juez. Señores, buscábamos el cadáver de un niño. Ahora buscamos a un despiadado asesino.

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 1

El silencio impropio del lugar sobrecogía. Había cesado el ensordecedor vaivén de máquinas en las obras de la M30 de la orilla oeste del río Manzanares. Un caótico ejército de camiones, excavadoras, hormigoneras, fresadoras y compactadoras de alquitrán permanecía inánime en aquel tramo a medio acabar de la autovía de circunvalación de Madrid, como si sus operarios hubieran huido despavoridos. Solo era perceptible el sonido monótono de la grúa de los bomberos que extraía de las aguas un saco ennegrecido, cubierto de cieno y mugre, y chorreante en su ascenso. Las luces azules y rojas de los coches policiales y de los bomberos centelleaban con intensidad a pesar de la claridad del día. El gruista paró el motor ahondando en el sigilo de la escena y la carga dibujó un movimiento pendular en el aire por encima de la barandilla del río. Los brazos de varios policías envueltos en uniformes grises se abalanzaron sobre el bulto y lo depositaron con sumo cuidado sobre el suelo. Estaba cerrado con torpes nudos en uno de sus extremos, dejando una punta de unos veinte centímetros de tela sobrante. Uno de los grises se puso de rodillas junto al saco con un cuchillo en la mano y fijó la mirada en el comisario que, impertérrito, permanecía de pie a un metro de él.

—Proceda.

El uniformado no se entretuvo en los inhábiles nudos y fue desgarrando el saco justo por debajo de la cuerda que lo había sellado. Cuando acabó el trabajo miró nuevamente al superior y fue apartando meticulosamente la tela. Enseguida los presentes quedaron paralizados. Algunos se tapaban los ojos con las manos. Más de uno vomitó el café de la mañana. Fue al ir descubriéndose la cabeza del cadáver en un avanzado estado de carbonización. No había rastro de pelo, era lastimosamente diminuta y de facciones irreconocibles en un ser humano. Una capa negra y dura repleta de hendiduras se extendía por tres cuartas partes del rostro, cubriendo boca, nariz y ojos. El policía deslizó algo más el saco hasta la altura del tórax. Todo el cuerpo visible estaba abrasado y encogido, con los brazos flexionados como los de un pequeño boxeador en actitud de combate.

—¡Dios mío! ¿Quién puede haber hecho algo tan atroz a un crío? Es él —dijo el comisario al hombre que como él vestía de paisano, entre el incesante cliquear de una cámara de fotos—. No lo toquen. Hay que avisar al juez. Señores, buscábamos el cadáver de un niño. Ahora buscamos a un despiadado asesino.

Capítulo 2

El fútbol lo era todo para Julián aquella primavera del 74. Sobre las once salían al recreo. Cuando sonaba el ansiado timbre, abandonaban la clase en tropel, enfilaban los estrechos pasillos del Colegio Nacional Amanecer, de desvencijadas paredes de verde pálido, ornamentadas con murales de las regiones de España y cristos crucificados, como jugadores que salen orgullosos a un gran estadio que les aclama.

Claro que aquellos templos futbolísticos carecían de las necesidades más básicas. Julián fue uno de esos niños que nunca disparó a una portería con red. Solo en sueños era capaz de pegar un trallazo y ver cómo el balón se colaba por toda la escuadra hasta besar las mallas. Las porterías no tenían fondo. Cuando alguien marcaba, el portero debía salir escopetado a por la pelota para reanudarse el juego. Las metas también carecían de palos, solo eran dos montones amorfos de ropa sobrante, separados por unos metros mal contados. Si la manga de alguna cazadora, a causa del viento o de la mala fe de un guardameta, se movía hacia adentro y era rozada por el esférico, se convertía en poste o palo y no en gol, aunque atravesara todo el centro del arco imaginario.

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