Desde arriba, Manuel hacía oídos sordos al discurso de don Alberto, ni siquiera podía ver sus labios, solo percibía la mitad de su cara, apenas sus afilados pómulos y sus ojos hundidos que le daban un aspecto lobuno, el de un depredador insaciable dispuesto a lanzarse a su cuello.
Corría la mañana, ya no había testigos en las ventanas, aparentemente se había ido recuperando el ritmo normal de las clases y solo a veces surgían las fugaces siluetas de algunos profesores. El ocupante de la acacia permanecía imperturbable, con la espalda recostada sobre un recio desdoblamiento del negruzco tronco y su mirada azulada perdida en el cielo. Enfundados en sendos trajes pardos, con los brazos en jarra y de vez en cuando alzando en cómica concordancia sus cabezas, don Pedro y el director se protegían del sol bajo la tupida copa de la robinia, conversando entre ellos en susurros sobre la mejor formar de salir de aquella extraña situación.
—¿Qué hay ahí arriba colgado de ese árbol de la escuela, Sole? —preguntó una señora camino del mercado al pasar junto al enrejado de la puerta posterior del Colegio Amanecer.
—Déjame ver. Será un gato, Pepa.
—¿Un gato, Sole, con esas piernas? ¡Virgen Santa, si es un niño!
—¿Un niño, dices? ¡Dios mío! ¿Pero qué hará ahí?
—Aquel, el del pelo blanco, parece el director. El otro debe ser un maestro.
—¡No sé! ¿Estarán en la clase de gimnasia, Pepa?
—¿Gimnasia? ¿Un niño solo? Y además es muy peligroso. ¡Una mala caída desde ahí arriba, imagínate!
—¡Hijo, bájate de ahí, tesoro, que te puedes matar!
—¡Oigan!, ¿cómo es que está ese niño en la acacia?
Desde lejos, y también en sincrónicos aspavientos, como el de las madres cuando alguien irrumpe en la habitación del bebé recién dormido, maestro y director instaban a las señoras a guardar silencio y marcharse cuanto antes para no empeorar más las cosas.
—No entiendo nada, Sole. Encima parece que se han molestado. ¡Virgen bendita, a este país ya no hay quien lo entienda!
Que la hora del recreo se echara encima atormentaba al director. ¿Qué pensarían el resto de los alumnos? ¡No se fijarían en otra cosa, sería la comidilla del patio! ¿Qué clase de algarabía se montaría con cientos de estudiantes apiñados como indios en torno al árbol tomado? Había que evitar a toda costa esa escena, ese bochornoso espectáculo. Además, a la salida de la escuela todos contarían el incidente en sus casas. El asunto no parecía demasiado grave, un escolar subido a un árbol como reacción a un correctivo disciplinario. Sonaba hasta ridículo. ¡Una niñería! Nada que no se pudiera solucionar intramuros. Pero el ocupante de la acacia no parecía atender a razones, se mantenía allí arriba impertérrito ante sus instancias para que la abandonara y eso empezaba a desesperarle. Había que cortar por lo sano, hasta la idea de talar el tronco llegó a rondarle la cabeza. Había que actuar rápido y ser expeditivos. Contundencia y discreción, sobre todo mucha discreción.
—Don Pedro, vaya clase por clase anunciando que se suspende el recreo en el día de hoy porque vamos retrasados con el programa del trimestre. O mejor, no dé razones. Que hagan la pausa, pero sin salir del aula, con la presencia del maestro. Y a ser posible que mantengan las persianas echadas. Antes busque al conserje para que se repartan la ronda, que apenas quedan quince minutos para que suene el timbre del recreo. Y después, vuelvan aquí inmediatamente.
—Por supuesto, señor director.
Y al instante don Alberto torció el gesto y henchido de furia apremió a Manuel para que pusiera fin a tan ridículo comportamiento o se atendría a las más graves sanciones.
—¡Basta ya de templar gaitas! ¡Ya ha agotado mi paciencia! ¿Pero quién se ha creído? ¿Quiere que llamemos a la policía para que lo baje por la fuerza, como si fuera un vulgar delincuente? Se está jugando usted la expulsión del colegio. ¿Lo sabía? Se lo ordeno, baje ahora mismo. Es usted peor que un burro, es más terco que una mula. ¡Qué baje, mamarracho!
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