Enrique Obrero - Los niños de los árboles

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Los niños de los árboles: краткое содержание, описание и аннотация

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En la primavera de 1974, en los estertores del franquismo, a raíz de la desaparición de un niño, un grupo de escolares se rebela contra la tiranía de los maestros y los continuos castigos que ocurren intramuros de una institución pública de enseñanza de la época, el Colegio Nacional Amanecer, en el humilde barrio de Usera, al sur de Madrid. Tan insólito suceso y la extracción de un cadáver carbonizado del fondo del río Manzanares, agitan ese microcosmos languideciente que había girado en torno a una vida rutinaria y gris, donde casi nuca pasaba nada.

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—¿Estás lelo o qué? ¡Dile a Manuel que se beba la leche! ¡Y lávate esa cara!

Capítulo 9

Con una pelota amarilla en una mano y otra más liviana y celeste en la otra, incautadas ambas en el recreo, don Pedro explicaba el movimiento de la Tierra —la bola azul— alrededor del Sol —la bola más grande—. Decía que el Planeta estaba en órbita de la Estrella, y no al revés, porque esta era 300000 veces más pesada que la Tierra, que era atraída por su gravedad. Con los brazos extendidos en cruz y sus manos soportando la carga de una pila de libros, Julián padecía dolorosos calambres en sus frágiles muñecas. Dispuesto en línea junto a sus cinco compañeros de rostros pintarrajeados, por la batalla dirimida tras el encuentro con los pollos, penaba el público castigo en un lateral del aula, luchando denodadamente por no ceder al enorme peso que los volúmenes ejercían sobre sus temblorosas manos. Quería evitar la brusca interrupción del magisterio de don Pedro —a modo de irrefutable prueba práctica de la gravedad terrícola— dejando caer los ejemplares de su tormento que a buen seguro impactarían con estruendo sobre el suelo.

Tras comprobar que Manuel, cuyo rastro había perdido en la puerta del conserje, ocupaba despreocupadamente su posición al fondo del aula, dejó volar su mente por el espacio sideral, con la esperanza de ser arrastrado por la fuerza de un astro en forma de montaña puntiaguda, menuda, casi blanca y sonrosada en la cúspide, como el reciente avistamiento detectado bajo la camisa de Coral, alrededor del cual deseaba orbitar eternamente.

Eclipsando al Sol y la Tierra en una caja de cartón del mismo verde pálido tristón de las paredes, que reposaba sobre el anaquel de una aislada estantería metalizada al fondo de la estancia escolar, don Pedro se frotó las manos para sacudirse el polvo de la tiza recién gastada en el trazado sobre la pizarra del elíptico movimiento gravitatorio de los planetas.

—Bien, doy por terminada la clase con antelación, permaneced en silencio hasta escuchar el timbre del recreo. Agüero, vigile el aula y escriba en el encerado el nombre de los agitadores durante mi ausencia. Ustedes seis, los carasucias, vuelvan a dejar los libros en la estantería y síganme. Se las verán con el director.

A Julián le aterraba entrar al despacho de don Alberto. Era la primera vez en cinco años que era conducido por un profesor, cual prisionero en su camino a la celda de las torturas, hacia su departamento, una sala acristalada en el corazón del edificio principal desde la cual se dominaban buena parte de las murallas perimetrales del Colegio Nacional, a modo de torre de vigilancia. Cada lunes, desde su puesto en la formación, intentaba evitar la decrépita figura de don Alberto presidiendo el homenaje a la bandera y si, de vez en vez, se cruzaba con él por los pasillos, nunca acumulaba el suficiente valor para mantener erguida la cabeza. Parecía mentira que ese anciano compitiera en lo más alto del ranking de sus mayores miedos con el sacamantecas, el hombre del saco, que sin haberlo visto jamás, salvo en las peores pesadillas, tanta inquietud y congoja le causaba. Le amedrentaba del director su pelo enmarañado y canoso coronando un rostro huesudo, de profundas cavidades orbitales, pómulos salientes y afilada mandíbula; y su transparente tez que exhibía, como en un escaparate repulsivo de la vida interna del cuerpo, arterias azuladas que empujaban la piel de su cara hacia afuera, como queriendo huir de ella.

Pero sobre todo le daba miedo su inmenso poder, reflejado en las reverencias continuas hacia su persona de toda la plantilla del centro y su voz: pausada, melosa, casi inaudible e invitando al diálogo y, de repente, desbocada y colérica hasta el límite de su potencia tonal en un monólogo de supremacía del que solo cabía esperar la réplica de la reverencia y la sumisión. El pavor se adueñaba de su cuerpo con solo acercarse a aquella puerta de doble hoja de madera parda de la dependencia de don Alberto, que le parecían las tapas de un enorme féretro a cuyo interior estaba a punto de caer.

—Buenos días, señor director. Estos son los seis alumnos en cuestión de mi clase de quinto. ¡Ya puede verlos, como auténticas mujerzuelas se han presentado en el aula! No he permitido que se lavaran sus embadurnados rostros para que usted pudiera comprobar por sus propios ojos el calibre de la indecencia cometida. Es, a todas luces, inmoral tal comportamiento, un oprobio para nuestra respetable escuela. A su buen juicio confío el correctivo pertinente —dijo don Pedro, que tras una señal de respeto cerró la puerta y se marchó.

En una única hilera horizontal, con sus seis cabezas agachadas y manos sometidas unidas por la espalda, la confluencia de sus latidos percutía el silencio como en un preludio turbador a la espera del veredicto de don Alberto, que apoyando ligeramente sus nalgas sobre el escritorio los miraba indiferente sin emitir palabra alguna, como a sabiendas de que así ahondaba en su desasosiego, haciéndoles cumplir ya el castigo sin tan siquiera haberse dictado aún la sentencia.

Aquella estampa tridimensional parecía detenerse en el tiempo cuando el director asió el vértice del pañuelo blanco que asomaba del bolsillo pectoral de su chaqueta. Se lo llevó por un instante a los labios, como acariciándolos, y enseguida a la nariz, arrugándolo al límite en un profundo y ruidoso vaciado de sus fosas nasales. Cuando acabó, desplegó la tela cuadrada sujetando con las manos sus puntas superiores sin perturbarle lo más mínimo mostrar sus mucosas huellas. Julián sentía repelús ante aquella escena y, mientras observaba cómo don Alberto doblaba en cuadraditos el moquero con la pausa y pleitesía de quien pliega una bandera, rodó por su mente la certeza de una repugnante tortura: que la pintura de los pollos incrustada en sus caras les fuera limpiada estampando y haciendo frotar fuertemente en sus rostros el pegajoso pañuelo del director.

—Bien, bien, bien, señores: ¿qué ecuánime castigo he de imponer a su vergonzosa acción, presentarse de esta guisa ante la institución que represento cuya misión es cultivar hombres de provecho? ¿En qué manos pondremos el destino de España cuando ya no estemos, en la de alumnos que acuden de buena mañana al colegio como lastimosos bufones o fulanas en carnaval?

—Verá, señor —se atrevió a pronunciar Julián con un hilo de voz haciendo después una pausa para infundirse valor—. Es que de camino a la escuela nos encontramos a un vendedor de pollos...

—¡Silencio! Usted solo habla cuando yo se lo ordene. ¿Lo ha entendido? —le interrumpió con brusquedad el director, al tiempo que iba estirando hacia arriba una de las patillas de Julián, que luchaba por mitigar el insoportable dolor, como agudos puntazos de agujas cerca de su sien, ganando altura en puntillas con los pies, como una bailarina—. Déjese de excusas. Hasta el más necio reo proclama inocencia con falaces pretextos y evasivas.

De repente uno de los compañeros interrumpió la reprimenda del director con manifiestos gemidos.

—Y usted, deje de llorar como una nenaza o empeorará las cosas. ¿Le presto mi pañuelo?

—Muchas gracias, señor director, pero creo que no será necesario —respondió el estudiante de ipso facto ante tal sugerencia, enjugándose las lágrimas con las manos.

Con los ventanales del despacho de don Alberto abiertos de par en par, Julián advirtió que la hora del recreo se aproximaba al escuchar el familiar tintineo de los cuartillos de leche chocando entre sí en el interior de la jaula metálica. Aquellas botellitas de vidrio de un cuarto de litro, cerradas con una brillante y delgada tapa de hoja de aluminio, que los niños transformaban para colgarse en sus lúdicas competiciones medallas de plata, se fabricaban expresamente para repartir en los colegios en aras de contribuir, con aquel suplemento diario de calcio, al crecimiento sano y fuerte de los huesos de las nuevas generaciones de españoles. La distribución en el patio a los alumnos estaba encomendada, entre otras variadas y amplísimas funciones, al conserje, don Esteban, el hombre para todo. Era de complexión fuerte, manos enormes y dedos como morcillas, cara rolliza y rosada y mirada perdida. Tan reservado que no pocos aún creían que era mudo. Pues la mayoría de las veces se valía de la afirmación o negación gestual del movimiento de la cabeza para comunicarse con sus interlocutores. Siempre andaba sudoroso y envuelto en el ordinario mono azul de trabajo que se cerraba en cremallera desde las partes pudientes y que él dejaba abierto a la altura de los pectorales aun en el más crudo invierno. De repente, Julián recordó el encargo de Coral:

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