Enrique Obrero - Los niños de los árboles

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Los niños de los árboles: краткое содержание, описание и аннотация

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En la primavera de 1974, en los estertores del franquismo, a raíz de la desaparición de un niño, un grupo de escolares se rebela contra la tiranía de los maestros y los continuos castigos que ocurren intramuros de una institución pública de enseñanza de la época, el Colegio Nacional Amanecer, en el humilde barrio de Usera, al sur de Madrid. Tan insólito suceso y la extracción de un cadáver carbonizado del fondo del río Manzanares, agitan ese microcosmos languideciente que había girado en torno a una vida rutinaria y gris, donde casi nuca pasaba nada.

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Julián aguantó la mirada de su madre cuando sus ojos se clavaron en él, como el preso que se detiene en su huida cuando el enorme foco del vigilante recorre en la noche cada rincón de la cárcel iluminando cualquier vestigio de alarma. Y solo cuando Lucía movió su cabeza explorando a otro posible sospechoso, un océano de rubor inundó su cara.

Era él quien guardaba como el tesoro más preciado, en el lugar más remoto y secreto de su compartida estancia, una baldosa despegada en un rincón de la habitación, las etiquetas del Coral Vajillas, en las que como una prenda de amor, veía impreso, en grande y a color el nombre de la chica que protagonizaba sus mejores sueños: Coral, la rubia de piel blanca como la fina arena de una playa de anuncio y ojos de mar cristalino, que invitaban a lanzarse a ellos de cabeza y no emerger jamás. Despegaba las etiquetas con sumo cuidado, remojando antes el recipiente con agua caliente para facilitar la operación. Coleccionaba ya más de una veintena de ellas —de Coral Vajillas Verde y del nuevo Coral Vajillas Limón, con mayor poder desengrasante—, arropando cada una a la siguiente en el interior de una caja de puros de su Primera Comunión, como en una pila de epístolas de un amante correspondido. Pero la última, la que acababa de reclamar su madre, se había convertido en la más íntima y preciada, y también en la causa de su reciente sonrojo y turbación. Era un tríptico. A la izquierda, con los caracteres más grandes del diseño, sobresalía el vale por 3 pesetas. Eso le satisfacía porque el dibujo simulaba un billete y creía que tal cuantía podía sumarse al balance contable de su escasa liquidez, pues la paga paternal, el duro dominical, parecía haberse detenido en los tiempos de diez caramelos SACI a peseta.

En el pie del cupón descuento podía leerse:

Sr. comerciante le rogamos que descuente 3 pesetas en la venta de una botella de Coral Vajillas. S.A. CAMP le abonará 3 pesetas por este vale. Gracias por su interés.

A la derecha, un eslogan del producto:

Nuevo Coral Vajillas. Y... ¡deje de ser la víctima de sus platos!

Pero era la fotografía que ocupaba el centro del sello comercial la que había llamado su atención. En ella aparecía una mano tocando la etiqueta de la botella del lavavajillas, de la que sobresalía medio limón, sobre cuya piel se deslizaba un dedo índice y cuyo extremo puntiagudo rozaba, sutil, casi imperceptiblemente, la yema de un dedo corazón. Julián sentía que aquella instantánea había sido disparada desde su propio ser, compuesta a partes iguales entre la fascinación del primer pecho desnudo realmente revelado y las fantasías que empezaban a aflorar en su interior por saber qué se sentiría al ascender, su mano o su boca, por el medio limón de Coral hasta coronar y reposar largamente en su cúspide.

Capítulo 11

Aquella mañana del segundo viernes de mayo, al quinto b del Colegio Nacional Amanecer le envolvía una atmósfera aún más tensa que de costumbre. Los alumnos, ya sentados, y en un silencio casi sepulcral, no habían aún abierto sus carteras y las exponían sobre los pupitres con una mano agarrada al asa, como si en cualquier momento fueran a salir disparados.

—Buenos días, señores, ¿preparados para escuchar las calificaciones? —preguntó don Pedro mientras toda el aula se ponía de pie reverenciando su entrada.

Había llegado el día de las notas de las últimas pruebas quincenales de sus tres asignaturas: Ciencias Sociales, Ciencias Naturales y Religión. Esos resultados, sumados al acumulado del año, quizá supondrían un vuelco en el orden de disposición de los alumnos en función de sus aptitudes, pudiendo cambiar de ocupante desde el distinguido primer puesto de la clase hasta la vergonzante última posición. Tal ceremoniosa lectura de la puntuación de los exámenes disparaba los egos y hundía aún más las ya devaluadas autoestimas. Don Pedro, que consumía casi al completo la hora de una materia en tal actualización, siempre empezaba por el líder de la clasificación, cuyo puesto situaba a los pies mismos de su escritorio, pegado a la ventana:

—Vallespín Abásolo, Félix: Ciencias Naturales, 10; Ciencias Sociales, 10; Religión, 10. Total, 30. Acumulado, 439. Puesto en clase, primero. Enhorabuena, don Félix, conserva usted el lugar más aventajado —dijo el profesor al relevante alumno, un chico corpulento, de faz ancha y mofletuda y mirada ausente, al que algunos llamaban don Pedrito por compartir rasgos y maneras del maestro—. 439 puntos en lo que va de curso sobre una nota máxima de 450. Déjeme ver, ¡qué barbaridad, saca más de 300 puntos al más zoquete del aula!

El tal Félix respondió al maestro con una cortés sonrisa, desvanecida en el mismo instante en que giró su cabeza buscando al resto de los compañeros, sin ocultar su evidente manto de rubor, un claro halo de arrogancia.

Y mientras le agasajaba con unos golpecitos en la espalda, don Pedro depositaba sobre el escritorio de Félix Vallespín un cubo hexaedro construido con cartulina roja, destacando en cada cara el grabado, minuciosamente por él mismo acabado, de una reluciente medalla de oro, rodeada por una victoriosa corona de laurel.

—Ramírez Panadero, Julián: Ciencias Naturales, 10; Ciencias Sociales, 10; Religión, 9. Total, 29. Acumulado, 431. Puesto en clase, segundo. Gana un puesto. Coja sus cosas y sitúese a la derecha de don Félix, a quien sigue teniendo a tiro —instó el maestro a Julián, que estrechó la mano del estudiante al que acababa de desbancar y la del recién condecorado.

—Alonso Cámara, Adrián: Ciencias Naturales, 10...

Mientras terminaban de acomodarse a sus nuevos emplazamientos y, en su caso a las nuevas caras vecinas, previendo que agonizaba ya la audición clasificatoria, la mayoría de los estudiantes, ávidos de mofa, dirigieron sus ojos hacia el sempiterno último puesto de Francisco Sevilla, al que llamaban el Caracráter porque convivía con todo el rostro salpicado de granos. A Sevilla, siempre en actitud silente y con ojos medio dormidos, ni en lo más mínimo parecía afectarle aquella generalizada predisposición a la burla contra su persona, bien porque respondía con el arma de la indiferencia, bien porque a fuerza de la costumbre ya había cicatrizado en él tal estigma o porque, siempre ensimismado, parecía preocuparle más otro mundo, el habitado por las musarañas.

Aunque la mente de Sevilla pareció regresar a clase de repente, al levantar los brazos y pegar un brinco como si hubiera marcado el gol de su vida, cuando en el 41 y penúltimo lugar y no en el 42 y último, don Pedro citó su nombre. Desolado, desde su posición, Julián agachó la cabeza. No quería ni mirar a Manuel.

—Ramírez Ramos, Manuel: Ciencias Naturales, 0; Ciencias Sociales, 0; Religión, 7. Total, 7. Acumulado 136. Puesto en clase: 42 y último. Y esto es todo —concluyó don Pedro, soltando sobre el escritorio el listado mecanografiado de alumnos que acababa de hacer público.

El maestro asió del receptáculo más grande de su cajonera una enorme figura piramidal fabricada por él mismo en cartulina blanca. Sus cuatro caras triangulares mostraban, para que fuera visible desde cualquier ángulo del aula, el mismo dibujo: dos puntiagudas, grisáceas y peludas orejas de burro, casi en tamaño real. El jolgorio, al contemplar aquellos grandes apéndices auditivos de pollino, se fue extendiendo desde los primeros pupitres como una encrestada ola a lo largo de toda el aula. La colectiva zumba iba in crescendo a medida que don Pedro avanzaba hacia el último puesto arreando un golpe seco con su vara en cada escritorio por el que pasaba. Cuando llegó a la altura de Manuel dio media vuelta, situándose de cara al encerado y, ante todo el carcajeante auditorio, plantó las descomunales orejas, a modo de capirote, en la cabeza del más rezagado alumno.

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