Enrique Obrero - Los niños de los árboles

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Los niños de los árboles: краткое содержание, описание и аннотация

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En la primavera de 1974, en los estertores del franquismo, a raíz de la desaparición de un niño, un grupo de escolares se rebela contra la tiranía de los maestros y los continuos castigos que ocurren intramuros de una institución pública de enseñanza de la época, el Colegio Nacional Amanecer, en el humilde barrio de Usera, al sur de Madrid. Tan insólito suceso y la extracción de un cadáver carbonizado del fondo del río Manzanares, agitan ese microcosmos languideciente que había girado en torno a una vida rutinaria y gris, donde casi nuca pasaba nada.

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—Peque, dile a mi hermano que se tome el cuartillo del recreo. No había leche en casa.

Y deseó que don Alberto, que en ese momento iniciaba la ejecución de la condena, cinco reglazos sobre las puntas unidas de los dedos de cada mano, llegara hasta él que era el último en el orden del martirio y les dejará en libertad. Pues por nada en el mundo quería defraudar a Coral, más si cabe tras descubrir el íntimo tesoro que escondía bajo la blusa, que tan automáticamente irradió el gozoso cosquilleo que recorrió su tripa. Tenía que asegurarse de que su hermano se bebiera la leche.

A la espera de su inminente penitencia escudriñó entre un bosque de caras y bocas que succionaban los cuartillos por el pequeño agujero que solían perforar con un boli o un palito en el tapón plateado: así se alargaba la deliciosa ingesta, especialmente cuando ya apretaba el calor. El hallazgo de Manuel, alejado de la demanda de leche, como dudando en si trepar o no el tronco de una acacia para alcanzar un brote bajo de pan y quesillo, fue rudamente interrumpido.

—Usted en qué demonios está pensando, deje de mirar por la ventana y exponga sus dedos o le doblaré el castigo.

Y mientras sentía los latigazos del impacto de la madera en las coronillas de sus yemas y el calor de la sangre corriendo en su interior en auxilio de los dedos recién traumatizados, sus ojos, ya llorosos por el dolor del castigo, buscaron de nuevo a Manuel y le encontraron junto al conserje que en ese momento le ofrecía un cuartillo de leche.

—¡Sí, cógelo, tómatelo Manuel, venga! —hablaba para sí Julián, con tal intensidad mental que estaba seguro de que de esa manera le empujaba en la distancia a cumplir su promesa—. ¿Cómo que no quieres? ¡Pero si no has tomado en casa…!

Julián profirió sus últimas palabras en involuntaria viva voz, ante la estupefacción del director y del resto de víctimas allí presentes, al comprobar que Manuel rechazaba la invitación láctea del conserje, que se despedía tiernamente removiendo con sus dedazos la rubia melena del hermano de la chica a la que acababa de decepcionar.

Cabizbajos y en absoluto silencio el grupo de escarmentados aguardaba el permiso para abandonar el despacho del director. Con la quemazón latiendo aún en las manos, Julián observó cómo se iniciaba en el patio la formación de vuelta al aula. Los dos profesores encargados de la custodia del recreo, armados con sus varas, se hallaban en esta ocasión algo alejados del quinto b y eso representaba un peligro inminente para Manuel y el Bombilla, los que siempre solían cobrar en las filas. Recibían porque eran diferentes. Manuel hacía tiempo que era Manoli para la mayoría por su carita de niña y melena rubia y rizada. Su mal era ser demasiado guapo. Del Bombilla pocos recordaban su verdadero nombre, sufría una alopecia infantil severa que dibujaba en su cabeza sin orden ni concierto decenas de desiguales isletas carentes de pelo. Su pecado, que resultaba demasiado extraño, feo. Todos los días, a la mínima oportunidad, la Manoli y el Bombilla recibían golpes en la nuca a mano de no pocos compañeros, que aprovechaban el barullo en la formación para ensañarse con ellos evitando la vigilancia de los maestros. Si las collejas eran más sonoras, más carcajadas provocaban en la columna de alumnos, lo que animaba a atizar con más contundencia. Alguno hasta se permitía el lujo de pegar a distancia.

—Dale a la Manoli por mí, que no llego.

Solo en las alineaciones la Manoli y el Bombilla podían recibir no menos de una docena de collejas en un día, sesenta a la semana, varios centenares en un mes. Rara vez conseguían detener los golpes con sus brazos, los encajaban sin mostrar ni siquiera el más leve ademán de devolverlos. Con sus cabezas gachas y aún dolientes, y el ánimo y sus miradas por los suelos, enfilaban con el resto del grupo el camino a clase para escuchar quizá esa mañana, en boca de don Rafael, que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma del cuadrado de los catetos.

Solo Gómez seguía retenido por el director. En presencia de todos y con diabólica sonrisa, don Alberto le había ordenado que permaneciera en sus dependencias, pues le tenía reservado un premio muy especial. Al resto les permitió marchar no sin antes recordarles que en su institución la reincidencia se sancionaba de un modo ejemplar. Que midieran su conducta e impidieran a toda costa que tuviera que volver a ver de nuevo sus caras.

El grupo liberado atravesaba en fila ordenada el pasillo en dirección al aula, hasta que al doblar una esquina rompieron filas maldiciendo a su verdugo con toda clase de improperios.

—¡Qué asco! ¡Olía fatal su pañuelo! ¡Ugghhhhh! —exclamó uno de ellos.

—Pobre Gómez, le va a plantar el pañuelo de mocos en la cara para sacarle la pintura —intervino Julián antes de abrir la puerta y pedir permiso para entrar en clase.

Con acompasados golpecitos con la regla sobre la palma de una mano, el director empezó a hablar girando alrededor del alumno, que permanecía en posición de firme y en silencio en el despacho.

—Como habrá visto, señor Gómez, usted es el único que se ha librado de los golpes de mi Generala —dijo con exaltada emoción don Alberto, mientras levantaba como una espada la vara de madera maciza empleada en sus medidas correctivas, que por su fiel dedicación debía haberse merecido tan alto rango en el escalafón—. ¿Dígame qué más puedo hacer por usted? Sabe que su padre y yo somos paisanos, que nacimos en la misma fértil tierra de Villaconejos, donde crecen los melones más dulces de España. Su padre no quiere que nos salga usted un pepino amargo y ha depositado en mí toda su confianza para labrarle un buen porvenir. Me ha dado carta blanca en disciplina para pulir su educación. Por ello debe ser un ejemplo de responsabilidad ante sus compañeros. Y como quiero que no lo olvide jamás…

En un arrebato de ira, don Alberto estampó con ímpetu su mano extendida sobre la cara del alumno, que aguantó el escarmiento en silencio hasta notar que la sangre le emanaba a chorros por la nariz. El director inclinó hacia atrás la frente de Gómez con la misma mano que le había golpeado y le condujo hacia su aseo personal para procurarle auxilio. En el camino con la mano libre asió de un bolsillo el moquero usado y presionó fuertemente el tabique nasal del estudiante herido tratando de detener la hemorragia.

—Tranquilícese. Ahora voy a limpiarle toda esa sangre, que se ha puesto usted como un Cristo.

De vuelta al colegio, después de comer, Javier Gómez vino acompañado de su padre. Uno marchó a clase, el otro fue a saludar al de su pueblo a su despacho. Entró sin llamar y sin dar las buenas tardes. Fue de inmediato al director y con un brazo lo levantó a pulso cogiéndole de la pechera. Que darle un buen palo con la regla, valía; que si el zagal merecía un guantazo, pues también; pero que qué era eso de dejar a su vástago en cueros y lavarle. Que eso era cosa de maricones y que ya ni le bañaba su propia madre porque el muchacho se ponía rojo como un tomate. Y que tuviera cuidado de no volver a ponerle una mano encima a su zagal si no quería que le rajara las tripas como a un melón para cebar con ellas a sus gorrinos de Villaconejos.

Capítulo 10

—¿Quién ha arrancado la etiqueta del Coral Vajillas? ¡Esta vez llevaba puntos con tres pesetas de ahorro!

—Yo no, mamá.

—Ni yo.

—Yo tampoco. —Y uno tras otro fueron negando cada uno de los hermanos, incluido Julián.

—¡Pues alguien habrá sido! ¿O acaso tenía patas la etiqueta? —expresó Lucía con los brazos en jarra y las manos aún rebozadas con la harina de las croquetas que estaba preparando para la cena, en un tono alto y de enfado, fijando sus pupilas en el rostro de cada hijo por si asomaba en ellos cualquier indicio de engaño.

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