Enrique Obrero - Los niños de los árboles

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Los niños de los árboles: краткое содержание, описание и аннотация

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En la primavera de 1974, en los estertores del franquismo, a raíz de la desaparición de un niño, un grupo de escolares se rebela contra la tiranía de los maestros y los continuos castigos que ocurren intramuros de una institución pública de enseñanza de la época, el Colegio Nacional Amanecer, en el humilde barrio de Usera, al sur de Madrid. Tan insólito suceso y la extracción de un cadáver carbonizado del fondo del río Manzanares, agitan ese microcosmos languideciente que había girado en torno a una vida rutinaria y gris, donde casi nuca pasaba nada.

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—Bastante hemos sufrido ya perdiendo los dos puntos. ¿Para qué seguir martirizándonos más? —decía cabalmente la vecina.

Pero sobre todo era su ángel de la guarda. Su hogar era su casa de socorro si ante cualquier urgencia faltaba su madre. Con once años, la altura del timbre, un botón descascarillado de pintura por el uso, ya no era un obstáculo insalvable para él. Años atrás solo de puntillas podía tocarlo con el dedo corazón o rozarlo a saltitos. Si lo hacía sonar sabía que estaba salvado al abrigo de Dolores, en caso contrario, quizá se desangraría en el descansillo, un torrente sanguíneo se precipitaría en cascada por las escaleras hacia el bajo y seguiría su curso hasta teñir la acera y los zapatos de algún viandante de la calle que, quizá demasiado tarde, se percataría de que estaba en peligro. Mientras oía sus pasos acercándose se imaginaba cuál sería esta vez el color de sus vistosas batas de andar por casa —rojo intenso, azul cielo, rosa chicle...— que al tacto le recordaban al algodón dulce de las ferias. Cuando Dolores asomaba su cara blanca, salpicada de alguna venita azulada, y le miraba con sus chispeantes ojos negros que parecían sonreír sin el amparo de su boca, se derrumbaba sobre ella acurrucando su cara en su cuerpo para sentir la suavidad de la ropa que le envolvía, y llorando, como hablando a su vientre, le decía:

—Me he caído, señora Dolores.

Ella le quitaba importancia a su herida abierta, a la sangre que tanto le asustaba, soplaba sin parar para mitigar el escozor y limpiaba con alcohol el reseco surco rojo que caía de sus rodillas. Sin rastro de dolor le acostaba como a un rey en el sofá aterciopelado antes de surtirle de deliciosas rosquillas de anís, amasadas quizá ese mismo día con las mismas manos que después le sanarían. Solo interrumpía el frenético festín de las rosquillas en la contemplación absorta, como tantas otras veces, de la cabeza del romano: una escultura de bronce que iluminaba el oscuro mueble imitación de caoba del salón y al que Dolores llamaba el Julio César. Tenía aire de hombre valeroso, altivo y conquistador y de adalid de invencibles centurias. Solo el Once, Rubén Ayala, con sus regates y velocidad de gacela y su larga melena al viento, que parecía hacerle volar sobre la hierba y servirle de timón para dejar atrás a un rival tras otro, competía con el romano por el liderato entre sus héroes. De repente, Dolores rodeó su cuello con la bufanda más grande que jamás había visto, parecía más bien una manta que cubría casi al completo su menudo y frágil cuerpo; pura lana, suave como la piel de su madre, con olor a pompas de jabón y bicolor: roja y blanca.

—Es para ti, Julianín, no me queda mucho para acabarla, cuando ganemos la Copa de Europa la podrás lucir. Pero tendrás que seguir siendo bueno, ya sabes que lo más valioso que tenemos siempre está en nuestro interior.

Capítulo 4

Julián contaba los días para la gran final del miércoles 15 de mayo. Era tal su excitación que contagiaba al grupo con el que a diario acudía a la escuela, siempre pastoreado por Fernando, un hombrecito de séptimo curso, cabal y fortachón, a quien confiaban las madres el rebaño. De repente, los cuatro amigos giraron sus cabezas al percibir que alguien gritaba a sus espaldas.

—¡Julián, mira cómo va! —dijo Dolores desde el ventanal de su primer piso, ondeando la enorme bufanda.

—¡Bien, ya casi está! ¡Qué bonita! —respondió Julián, emocionado, al percatarse de que había crecido al menos un par de palmos.

—¡Qué grande!, ¡qué bufandón , Julianín, debe pesar más que tú! —añadió el mayor de la pandilla con los ojos como platos.

Al contemplar la flamante bufanda, en aquel día tan soleado de mayo, colgar de las manos de Emilia, a Julián se le hinchó el pecho y con toda su alma, acentuando y alargando la segunda sílaba hasta dejarle sin aliento, exclamó:

—¡Atleeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeti!

—¡Bien! —respondieron los tres amigos, formando una minúscula e improvisada peña.

—¡Atleeeeeeeeeeeeeeeeeeeti!

—¡Bien, coño, bien!

Se dejaron ver por la ventana la señora Teresa —la del bajo derecha y madre de Fernando—, simulando que pedían agua sus geranios y la señora Lucía —la del primero izquierda y madre de Julián—, a quien le urgía dar un buen repaso a los cristales con unas gotas de Cristasol. La intención de ambas no era si no amonestar públicamente por la palabrota brotada de aquellas infantiles bocas que incluían las de sus hijos. Querían manifestar en román paladino a las curiosas cabezas que por doquier se iban asomando por las fachadas —teatralizando todas visiblemente las causas de sus repentinas apariciones—, que de sus casas no había salido tal grosería y amenazaban con plantar al grupo una guindilla que abrasaría sus sonrosadas lenguas si osaban volver a pronunciarla.

Y al instante, todo el coro, remató el estribillo final:

—¡Ala bim; ala bam; ala bim, bom, bam; Atleti, Atleti, y nadie más!

Por entonces, no había más canción de ánimo que la compuesta por tan extraña pero tan pegadiza letra, que debía haberse transmitido generación tras generación. Servía para apoyar a cualquier equipo, simplemente sustituyendo el nombre del club. En su versión primigenia, en una fecha imprecisa de la dominación árabe de la península ibérica, debió ser un canto de agradecimiento del pueblo a su Dios, Alá.

Mientras retomaban el camino al colegio se toparon con un chico de octavo curso al que llamaban en la colonia el Cuco, porque siempre salía por el balconcillo de su casa agitando los brazos hacia arriba y chillando como un loco cada vez que marcaba un gol el Real Madrid. Aunque intentaron evitarle, sin contemplación alguna el Cuco les amargó el espontáneo jolgorio que traían. Les restregó en la cara que ellos ya tenían no una, sino seis Copas de Europa y que precisaba de ambas manos para poder contarlas. Y procedió a enumerárselas levantando un dedo tras otro a un palmo de sus narices, con burlona y sonora voz, pero a un ritmo lento para dilatar la ofensa.

Si fuera del colegio imperaba la ley del más fuerte para salir airoso de cualquier eventualidad, de poco servía la razón, en clase la memoria era la más afilada espada para vencer ante cualquier lance que se presentara. A base de años, amenazas y castigos, fechas como la del 12 de octubre de 1492, el Descubrimiento de América por los españoles, habían quedado marcadas a fuego en la mente de toda el aula de Julián, desde el primero al último de los 42 de la lista, desde Agüero a Zamora. Pero en solo unos días y sin machacona insistencia, tras la victoria en semifinales ante el Celtic en el Manzanares —después de superar el cero a cero en Glasgow, con medio equipo sancionado, entre ellos su ídolo Ayala—, otra fecha, el 15 de mayo de 1974, ya se había grabado para siempre en su corazón: el día en el que el Atlético de Madrid, el equipo de su aún corta vida, iba a conquistar su primera Copa de Europa.

En la escuela, Julián ya recitaba hacía tiempo sin esfuerzo los Diez Mandamientos, pero apenas representaban otra retahíla teórica, memorizada y disfuncional, sin conexión práctica con su existencia, una tabla sagrada que apenas significaba más que la de multiplicar. En la cúspide de sus mandamientos de la vida real se había instalado con todos los honores una regla única: amarás al Atleti sobre todas las cosas. Si el equipo de rayas rojas y blancas ganaba, la dicha se apoderaba de él hasta el siguiente partido. En cambio, la derrota de los colchoneros le sumergía en un estado de zozobra y pesadumbre y solo se liberaba en parte de tan honda aflicción, lanzando mil veces las maldiciones y exabruptos de su ya amplio repertorio labrado en la calle, que se iban apagando a medida que se acercaba un nuevo encuentro capaz de redimir el dolor.

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