1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 Los nórdicos avanzaron cautelosos hacia el monstruo. Mientras que este, con un trozo de carne colgando de sus fauces, los observaba con dos gigantescos ojos amarillos.
Finalmente, Vricio soltó un grito de guerra y se abalanzó sobre la bestia. Sedian y Buxo hicieron lo propio.
La criatura, que estaba acostumbrada a destruir sin esfuerzo todo lo que en su camino se cruzaba, no tardó en descubrir que estos hombres no se asemejaban a sus anteriores contrincantes. Los enemigos que ahora enfrentaba eran de una mayor envergadura. Se movían seguros y con impecable sincronía, como si la guerra fuese un reflejo primigenio, como respirar o caminar.
Sedian danzaba entre las tenazas, desplegando una eficiencia mecánica sin igual mientras diseñaba un tramado de ausencias perfectas. Ante cada apertura enterraba sus espadas sin misericordia entre los pliegues del exoesqueleto. Se desplazaba como si tuviese un tercer ojo, secreto y mágico, que alcanzaba a vaticinar lo que aún no había sido escrito. Vricio era más estacionario, con los pies firmes sobre la tierra, revoleaba su mandoble generando estocadas extraordinariamente dañinas. A pesar de ser sustancialmente más voluminoso que sus compañeros, lejos estaba de ser lento o torpe. La suya era una musculatura funcional. No tenía la coordinación manual de Sedian –nadie la tenía– pero, para un hombre de sus dimensiones, se movía con suma fluidez. Por último, Buxo, a pesar de no contar con las aptitudes de sus compañeros, aportaba a la causa con una secuencia prolija de ataques y retrocesos. La batalla se prolongó a favor de los nórdicos. No había nada que el insecto pudiese hacer para librarse de sus enemigos.
—¡Adelante! –gritó Vricio–. La bestia está vencida. No le den respiro. ¡Ataquen su corazón!
Cuando todo parecía estar dicho, y las fuerzas del monstruo ya habían comenzado a flaquear, algo terrible ocurrió. Fruto de la inexperiencia y la arrogancia, Buxo se dispuso llevar a cabo una maniobra arriesgada. Se adelantó más de lo debido e intentó golpear al insecto con un giro invertido de su espada. Técnica osada, más valiosa por su función estética que por su capacidad de producir daño. El encuentro entre el acero y la armadura orgánica se consumó de forma imprecisa. En consecuencia, el arma salió disparada de sus manos, dejando al guerrero a completa merced de la bestia, la cual lo atacó sus filosas extremidades. La única razón por la que Buxo no murió aquel día fue porque Vricio, exponiendo su propia integridad, saltó sobre su amigo y lo protegió. El corpulento guerrero consiguió, con un movimiento defensivo de su espada, asegurar la supervivencia de su compañero. Pero no sin que una de las tenazas le atravesase el bajo vientre. Haciendo caso omiso al punzante dolor, y demostrando una fortaleza metahumana, Vricio se reincorporó y enarboló su mandoble claymore. Con un primer golpe amputó el brazo que lo había alcanzado, con un segundo cercenó los cuernos de la insectívora cabeza, y por último, enterró la hoja de su arma en la caja torácica de la criatura. La antropomórfica bestia chilló de dolor y se desplomó. El berserker, no sin antes haber sujetado a Buxo, dio un salto hacia atrás. Ni bien estuvo fuera del alcance del enemigo, arrancó de su cuerpo los filos que lo habían penetrado. La bestia, con un supremo esfuerzo, se puso de pie nuevamente. Estaba mortalmente herida, pero sabía que la única oportunidad de victoria yacía en poder eliminar a Buxo y Vricio en aquel momento de vulnerabilidad. Por lo que intentó ir tras ellos. Pero no le fue posible. Sedian dio un salto y posicionó su humanidad entre el insecto y sus compañeros, proveyéndoles una vía de escape. Luego, flexionó las piernas y preparó su ofensiva. Pero cuando alzó la vista descubrió que la bestia se había desplomado nuevamente, sin siquiera él la hubiese tocado. El golpe de gracia había sido la desesperanza de darse cuenta de que, al escapar Vricio y Buxo, su única oportunidad de victoria se había esfumado. La batalla había concluido.
—¡Amigo! –exclamó Buxo preocupado–. ¿Te encuentras bien? ¡Lo siento mucho!
Vricio permaneció contraído algunos instantes. Luego se reincorporó sin acusar daño alguno. Apenas un ligero temblor de sus labios evidenciaba que la estocada lo había afectado.
—¡No lo puedo creer! –continuó diciendo el joven eiriano mientras palpaba a su amigo–. Esa estocada hubiese partido en dos a un hombre ordinario.
—Hace falta más que un buen golpe para tumbarme –replicó Vricio con frialdad. Luego, irguió la espalda y miró a su amigo directo a los ojos–. Termina el trabajo, Buxo.
—¿Qué termine el trabajo?
—Exacto.
—¿Quieres que mate a la bestia?
—Así es.
Tras asentir con la mirada, Buxo se puso de pie, empuño su mandoble y se volteó hacia la criatura. Esta seguía de rodillas e inmóvil. Con un paso un tanto nervioso se le acercó y alzó su espada dispuesto a darle el golpe final. Pero no lo hizo, ya que un hecho completamente inesperado congeló su brazo. La criatura habló.
—Piedad –rogó una voz aguda y mecánica.
Buxo quedó petrificado, nunca hubiese imaginado que un ser de aquella naturaleza pudiese recurrir al lenguaje.
—Piedad –volvió a decir el insecto–. Pido que se me muestre piedad.
El joven guerrero se volteó y miró a Vricio. Este, con una inclinación de la cabeza, le ordenó que siguiera adelante con la ejecución. Las palabras del monstruo no lo habían conmovido. Las órdenes debían cumplirse.
—¡No he hecho ningún mal, no merezco la muerte! –gritó el monstruo con un supremo esfuerzo.
—¡Vricio! –exclamó Buxo, irresoluto, mientras la espada temblaba en sus manos–. ¿Qué debo hacer?
—¡Prosigue con la ejecución! –replicó el berserker. Su semblante duro demostraba que no sentía altruismo alguno–. ¡Mátalo!
—¿Por qué? –preguntó el insecto al entender que su destino no dependía de quien empuñaba la espada sino de quien daba las órdenes–. ¿De qué crimen se me acusa?
—Has estado atormentando a los campesinos –sentenció Vricio con rigidez–. ¡Mereces la muerte que obtendrás!
—Me he alimentado solo de animales. No le hecho daño a ningún ser humano –rectificó el insecto con voz decidida.
—Calla de una vez, bestia infernal –replicó Vricio con rabia–. Las leyes druidas dictan que cualquier criatura extranjera que invada el bosque debe morir. ¡Y hoy no habrá excepciones! ¡Buxo, mátalo de una vez! Intenta manipularte. ¡No lo permitas!
Buxo alzó nuevamente la espada. Pero luego la hizo descender lentamente. A diferencia de su amigo, las palabras de la bestia sí habían calado profundo en él, y alcanzado su inocente corazón.
—Lo siento, Vricio –dijo–, no creo que sea justo matarlo. Él lleva razón, no ha lastimado a nadie y fuimos nosotros quienes atacamos primero. Lo correcto sería que lo dejemos marcharse.
Vricio gruñó, caminó hacia su amigo con pasos largos y le arrebató la espada de la mano.
—Hazte a un lado –le ordenó–. Lo haré yo mismo.
—No es sencilla la vida bajo esta coraza –dijo el monstruo mientras inclinaba levemente la cabeza. Su voz se oía desesperanzada–. Hoy me violentaron sin que yo los haya siquiera ofendido. No es mi pecado ser quien soy. Si pudiese forjarme a mí mismo les aseguro que me diseñaría como un hombre gallardo, hermoso a la vista de todos. Pero esta es la encarnación que habito –la criatura hizo una pausa, alzó nuevamente la cabeza y miró a Vricio directo a los ojos–. Ya he recibido un inmerecido escarmiento, ruego que al menos se me permita vivir. No he cometido crimen alguno. No merezco ser ejecutado.
Les resultaba incongruente a los guerreros escuchar a tan grotesco ser expresarse de esa manera. Pero sus palabras se sentían sinceras y su semblante insectívoro, si bien duro, reflejaba de forma extraña pero nítida la desolación que se transmitía en su decir.
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