Son valientes: si bien comprenden que aún les falta mucho por aprender y son conscientes de sus limitaciones, eso no los frena para lograr sus objetivos. No temen, lo hacen, emprenden, se arriesgan y toman sus errores como parte de su proceso de aprendizaje y evolución profesional y personal.
Transitan el camino de la excelencia: no se comparan con nadie, excepto con las versiones menos evolucionadas de sí mismos. Persiguen un balance entre su vida laboral y personal, tienen un elevado nivel de consciencia; advierten que siempre hay más por conocer, y saben que cuanto más aprendan, más herramientas tendrán para ayudar y mejores instrumentos de cambio serán.
Son guías: un terapeuta se convierte en guía cuando:Puede ayudar a otros –gracias a su idoneidad y experiencia– a tener una perspectiva diferente de sí mismos.Sirve de inspiración para cambiar la vida de otras personas, pues transmite con su propio ejemplo que es posible estar mejor y sentir completo bienestar.Acompaña de cerca el proceso de transformación de cada consultante, haciendo que se sienta valorado, apoyado, orientado y sostenido en su proceso.
Un terapeuta-guía es aquel que conoce el recorrido porque ya lo ha transitado, ya se ha equivocado, ha aprendido y evolucionado, que sabe cuáles son los objetivos hacia donde necesita llegar y por dónde ir para alcanzarlos. Es aquel que irradia luz en los caminos donde otros solo ven tinieblas...
Aquellos terapeutas que se identifiquen con estas características y valores tan particulares –o deseen alcanzarlos–, sean bienvenidos a Psicología para Terapeutas.
1Psyché se traduce del griego como ‘alma’ o ‘mente’ y Logía significa ‘tratado’ o ‘estudio’. La Psicología es, entonces, el estudio de la mente y el alma.
2La Deontología es la rama de la Ética que se centra en los criterios, normas, principios, deberes y valores relativos al desempeño de una determinada actividad profesional.
capítulo 1
El proceso
terapéutico
Transformación real, profunda y duradera
El objetivo principal de un proceso terapéutico efectivo es el de transformar y mejorar la vida de los consultantes, y el terapeuta es el encargado de acompañar ese camino de evolución, crecimiento, autoconsciencia y aprendizaje.
Cuando hablamos de terapia siempre nos referimos a ella como un proceso porque consta de un conjunto de fases sucesivas, que son las que posibilitan la verdadera transformación de los consultantes. Acortar estas fases, desconocerlas o suprimir alguna de ellas implica una disminución notable en la efectividad de nuestra terapia. Sepamos entonces qué es, cómo es, en qué consiste, qué tener en cuenta y cómo abordar un proceso terapéutico del inicio al fin…
El conjunto de fases que componen el proceso psicoterapéutico no deberían ser planteadas en términos estáticos o inmutables, pues si consideramos al consultante como un sujeto único e individual, con una historia, una carga genética y unas circunstancias particulares, tanto el tiempo de duración del proceso terapéutico como hasta dónde será capaz de llegar el consultante con nuestra ayuda no serán posibles de prever o controlar de antemano.
En este sentido, cada tipo de terapia y cada consultante requieren de tiempos propios que no pueden ser previstos de antemano. Si atendemos a los movimientos afectivos, cognitivos y comportamentales que va experimentando el consultante, nos damos cuenta de que estas fases son dinámicas, cambiantes y multidimensionales. Por tanto, podemos afirmar que la velocidad del proceso terapéutico es directamente proporcional a la velocidad de los cambios que va experimentando el consultante.
Tanto la velocidad para realizar los cambios que necesita para sanar, resolver sus motivos de consulta y/o mejorar su calidad de vida (según los objetivos terapéuticos planteados), como la profundidad hasta donde el consultante sea capaz de llegar se encontrarán en función de las siguientes variables:
El nivel de conciencia con el que cuenta el consultante al inicio del proceso, es decir, qué sabe él mismo acerca de lo que le ocurre, es decir, de su motivo de consulta.
Su capacidad o facilidad para reflexionar, hacer introspecciones, tener insights y confrontar con sus propias contradicciones. Esto se relaciona con su desarrollo cognitivo y emocional.
El tipo e intensidad de desequilibrio que presente o la gravedad de la situación que necesite o desee resolver, pero fundamentalmente de los conflictos subyacentes, que muchas veces son percibidos por el terapeuta desde la primera sesión, pero es necesario ser prudentes para que el consultante sea capaz de descubrirlos y reconocerlos (lo que hará con nuestra ayuda), pues no portamos la verdad absoluta, podemos equivocarnos y nuestra imprudencia disfrazada de ayuda puede resultar contraproducente. En tal caso, si una confrontación de este tipo forma parte de nuestra terapia (lo cual como psicóloga desaconsejo), necesitamos asegurarnos previamente que el consultante esté preparado, con apertura y predisposición para escucharnos y entendernos.
La fuerza de las resistencias que se oponen a su avance y su capacidad de ir venciéndolas y profundizando cada vez más.
Su motivación, disposición y deseo profundo de cambiar, modificarse o transformarse a sí mismo, es decir, su grado de compromiso y participación en su propio proceso terapéutico.
El tiempo que hace que busca una solución y sus intentos previos con otras terapias o terapeutas, así como los prejuicios o preconceptos que pueda tener acerca de las terapias en general, de nuestra terapia en particular y de los terapeutas.
Los preconceptos y expectativas que tiene respecto de la terapia que practicamos y de nosotros como terapeutas.
Sus estrategias de afrontamiento: no son las situaciones en sí las que provocan una reacción emocional, sino la interpretación que realizan las personas de tales emociones. Por tanto, cada persona desarrolla esfuerzos cognitivos y conductuales para manejar las demandas externas y/o internas que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo (es decir, estresantes) (Lazarus, R. S. y Folkman, 1984); a estos esfuerzos se les denominan “estrategias de afrontamiento”.
La conexión que se genere entre consultante y terapeuta es fundamental, tanto la rapidez con que se genere la conexión, como la profundización que esa conexión posibilite.
Solo después de evaluar todas estas variables, sumadas al tipo de terapia que practicamos, a nuestra idoneidad y a nuestras experiencias con otros consultantes, podremos estimar y aproximarnos al tiempo que pueda llevar el proceso terapéutico total (velocidad) y hasta dónde podremos llegar con nuestra ayuda con cada consultante en particular (profundidad). De todas formas, ni siquiera dicha estimación es fiable, pues cualquier consultante nos puede sorprender y responder de modos inesperados.
Es por esto necesario que adquiramos una de las habilidades terapéuticas más importantes: la de ser flexibles e ir adaptando y adecuando nuestra terapia a cada consultante, respetando sus propios tiempos. Esto no significa que la terapia sea un laissez faire, es decir, que se vaya dando sola, sin rumbo. Para que el consultante pueda transitar su proceso adecuadamente, es necesaria la dirección y guía de un terapeuta idóneo, comprometido y empático que promueva los cambios y vaya conduciendo estratégicamente el proceso en función del consultante y sus variables particulares.
Por tanto, el proceso terapéutico no es simple ni lineal, sino que presenta una complejidad y variedad de factores, entre ellos debemos atender a:
El proceso, sus fases o momentos y sus variables: diseño de los procesos terapéuticos desde el inicio hasta el fin, con estrategias eficaces de tratamiento y resultados perceptibles por el consultante a corto, mediano y largo plazo, según sus características particulares.
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