A pesar de que Martínez Lucena insiste en que la metáfora es algo distinto a la alegoría, lo cierto es que sus reflexiones se aproximan al campo de lo que podríamos llamar «teorías alegóricas». Uno de los principales problemas de la teoría alegórica, según señala Kendall Phillips (2005: 6), radica en que la alegoría supone una fuerte intencionalidad por parte del autor y una interpretación más consciente por parte del espectador 73 . La alegoría es un sistema de metáforas que busca transmitir una idea abstracta o transcribir como fábula una situación reconocible para el receptor. Puede decirse de El bosque ( The Village , M. Night Shyamalan, 2004) que es una alegoría de los Estados Unidos aislados y sometidos por el miedo posteriores al 11 de septiembre; pero para que El bosque sea considerado una alegoría es preciso que confluyan una intención autoral, un mensaje cifrado con un código claro y unas condiciones de recepción que propicien la correcta traducción de este mensaje. Mulberry Street (Jim Mickle, 2006), por ejemplo, fue desarrollada como una alegoría del Nueva York posterior al 11 de septiembre; pero sólo puede ser interpretada como tal si el espectador es capaz de descifrar las referencias concretas: la omisión de la imagen de las víctimas en televisión, la gentrificación del Lower Manhattan y la expulsión de sus ciudadanos más humildes 74 . En realidad, la dimensión social del horror no es un asunto de intencionalidad: ni Shallow Ground (Sheldon Wilson, 2004) ni Los extraños , por ejemplo, fueron concebidas como alegorías, pero ello no impide que podamos conectarlas a su momento histórico.
Frente a la relación unívoca y causal que sugiere el concepto de alegoría, Phillips (2005: 6-7) toma de Stephen Greenblatt el término «resonancia», una metáfora física 75 que haría referencia a la capacidad de las películas de vibrar en sintonía con su entorno cultural, como si aquellas no fueran sino copas de cristal en el mismo salón en el que toca una gran orquesta. El problema del concepto de «resonancia» es precisamente el opuesto al de alegoría: si aquel era demasiado literal e intencionado, éste es demasiado vago e inconsciente, incapaz de explicar el proceso a través del que el cine nos habla de su tiempo. Phillips intenta sortear el despeñadero apoyándose solamente en aquellos filmes que han tenido un enorme éxito de público y que han entrado en la cultura popular de manera fulgurante, películas que han creado sus propios subgéneros o que han abierto nuevas fronteras en las convenciones del terror. Phillips parece confiar en que la trascendencia pública y artística de las películas ha de conectarlas con su época, pero nada argumenta o justifica la validez de tal razonamiento.
La psicología de las masas de Siegfried Kracauer
En el fondo, tanto en el caso de Kendall Phillips como en los de David Skal, Joseph Maddrey o John Kenneth Muir (2002: 1; 2007: 5), nos encontramos con una tendencia a dar por válida la dimensión social del cine terrorífico. De algún modo, a menudo los críticos intuyen que el cine es capaz de penetrar más hondo en nuestro mundo y vislumbrar las inclinaciones políticas y psicológicas que acaban dominando su contexto. La idea aparece ya en uno de los estudios pioneros en el análisis social del cine fantástico: De Caligari a Hitler: Una historia psicológica del cine alemán , de Siegfried Kracauer. Publicada en 1947, la obra de Kracauer intuía que el cine alemán producido entre 1918 y 1933 reflejaba las tendencias colectivas que condujeron al nazismo y a la Segunda Guerra Mundial.
Aunque su argumentación se nos antoje hoy un tanto rudimentaria, Kracauer trató de explicar por qué el cine permite ahondar en el inconsciente de su tiempo. Según Kracauer (1985: 14), el cine es más apto que otras artes para reflejar la realidad no sólo por su capacidad de reproducir mecánicamente el mundo visible —como argumentaba André Bazin 76 —, sino también porque indaga en los más pequeños detalles de la superficie 77 , convirtiéndose en un microscopio del alma social:
Las películas parecen cumplir la misión de escarbar en la minucia. La vida interior se manifiesta en diversos elementos y conglomerados de la vida externa, especialmente en aquellos datos superficiales casi imperceptibles que alimentan una parte esencial del tratamiento cinematográfico. Al registrar el mundo visible —trátese de la realidad cotidiana o de universos imaginarios— las películas proporcionan claves de procesos mentales ocultos. […] Las películas son particularmente expresivas porque sus “jeroglíficos visibles” completan el testimonio de sus anécdotas propiamente dichas. E invadiendo tanto éstas como sus visualizaciones, “la dinámica invisible de las relaciones humanas” es más o menos reveladora de la vida interior de que provienen las películas. (Kracauer, 1985: 15)
Siegfried Kracauer (1985: 13-14) argumentaba que —a diferencia del arte y la literatura— las películas son obras de factura colectiva que se dirigen a un público de masas. Las particularidades e inquietudes del artista confluyen junto a las del resto del equipo y son los sueños de la masa los que acaban proyectándose sobre la pantalla plateada. Podemos tildarla de ingenua, pero la teoría de Kracauer revela un temprano intento de racionalizar esa intuición que nos alerta de que incluso las películas históricas nos hablan no de un tiempo remoto sino del nuestro, no de vidas fantaseadas sino de las nuestras o, más bien, del modo en que ensoñamos cada uno de nuestros días. Pero hay algo más que, sin duda, debemos recuperar de la teoría de Kracauer: su implicación en un proyecto político, su deseo de que el análisis teórico pueda ayudar a la comprensión de las masas y resultar de provecho en la era poshitleriana.
La referencia al proyecto teórico de Kracauer está implícita en el título del ensayo que Charles Derry publicó en 1977: Dark Dreams: a Psychological History of the Modern Horror Film . Sin embargo, habrá que esperar a la reedición ampliada y revisada de 2009 — Dark Dreams 2.0 — para que el autor explicite su relación con el teórico alemán y para que aplique, de manera más consciente, algunos de los puntos más interesantes de Kracauer al cine actual. En De Caligari a Hitler , Kracauer señalaba que el cine germano había soltado amarras de la realidad y derivaba hacia la fabricación de «la seudorrealidad del sistema totalitario» (Kracauer, 1985: 281), que cristalizó en la propaganda nazi. Si el alemán observaba un «triunfo total de lo ornamental sobre lo humano» (Kracauer, 1985: 94) en películas como Los nibelungos ( Die Nibelungen , Fritz Lang, 1924), Charles Derry analiza el cine estadounidense posterior a La guerra de las galaxias ( Star Wars , George Lucas, 1974) y denuncia una zambullida en el espectáculo, un énfasis abrumador en los efectos especiales: «Con el formalismo que domina la actual cultura popular, nos arriesgamos a crear una generación de espectadores despojados de empatía, incapaces de responder al sufrimiento o la violencia con nada parecido a un nivel aceptable de compasión. Y una vez que las películas de terror han erradicado la compasión, se convierten efectivamente en propaganda al servicio de las fuerzas reaccionarias» (Derry, 2009: 5).
Como Kracauer, Derry se interroga por el efecto del cine en las masas y llega a una conclusión pesimista. Más que un cine de entretenimiento, Derry (2009: 4) plantea que nos hallamos ante un «cine de distracción », un cine que rehúye el compromiso político y social, que cierra los ojos a las miserias de la vida y las reemplaza por padecimientos inventados, torturas artísticas, dolores estéticos: una vacuna contra el sufrimiento de la vida real. A Derry le preocupa el efecto anestésico que este cine podría producir en una audiencia cada vez más insensible a la violencia y más incapaz para la empatía o la piedad. Aunque quizá éste no sea tanto un efecto de las películas, como de la moral instaurada por el neoliberalismo. Así, por más que abunden las nuevas versiones de películas de terror de los setenta, apreciamos en ellas un desalojo sistemático del espíritu crítico y una ausencia del discurso atrabiliario de aquellas. Existen críticas dispersas, sarcasmos aislados, pero el cine de terror actual carece, en su conjunto, de la potente aspiración subversiva de los setenta. La postura de Derry es la de alguien que mira con nostalgia una forma de concebir el cine de terror en vías de extinción. Ahora bien, aun si asumiéramos las aseveraciones de Charles Derry, hemos de reconocer que el cine de terror escenifica las contradicciones del discurso dominante. Las películas nos distraen, pero lo hacen reincidiendo en la forma artística, estetizada, de los mismos miedos de los que quisiéramos escapar.
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