Más interesante, en cambio, es la interpretación que ofrece Wood a propósito del monstruo, pues, en la medida en que éste es el producto de cuanto el orden reprime y destierra, podemos considerarlo amenaza y víctima. ¿Quién no ha sentido alguna vez simpatía por el monstruo de Frankenstein? ¿No nos invita acaso Wolf Girl (Thom Fitzgerald, 2001) a identificarnos con las atribulaciones de la adolescente peluda que se exhibe en una barraca de feria? ¿No es cierto que la mayoría de los monstruos ha sido antes víctima del hombre? La ficción de horror parece convertirse, por momentos, en una procesión de espectros vengativos, bestias desterradas por el progreso y engendros que desean sólo amor. A menudo, somos invitados formalmente a apiadarnos del dolor que sufre la bestia. El alienígena de Super 8 (J. J. Abrams, 2011) sin duda puede matar, pero es más lo que sufre a manos de los militares que investigan sobre su carne y lo acosan sin descanso. Y ¿qué decir de los artrópodos de Distrito 9 ( District 9 , Neill Blomkamp, 2009)? Hacinados en guetos, trasladados a campos de concentración, torturados en laboratorios, despojados de todo, contemplan con añoranza el firmamento desde los escombros de un vertedero.
Como suele suceder en la ciencia ficción, el reto que los alienígenas de Super8, Distrito 9 y Monsters (Gareth Edwards, 2010) plantean a los personajes —y al espectador— es el de la comprensión, el de la necesidad de superar las barreras ideológicas que nublan nuestro entendimiento y nos impiden abrirnos a las posibilidades infinitas de un universo aún por conocer. En cambio, aunque el terror condena más que celebra este deseo de saber, no por ello deja de contarnos los motivos por los que sus monstruos han llegado a serlo. La fantasma de Silencio desde el mal ( Dead Silence , James Wan, 2007) se nos antoja una medusa embalsamada, una lamia de terrible mirada, y, pese a todo, la trama se encargará de constatar que en el pasado fue mutilada y asesinada por sus conciudadanos. La voluptuosa silueta de Jennifer’s Body (Karyn Kusama, 2009) esconde un voraz demontre; pero este mismo cuerpo había sido ofrecido antes en sacrificio por un grupo de roqueros aspirantes a satánicos. Incluso los titanes que acechan en La niebla ( The Mist , Frank Darabont, 2007) no son más que bestezuelas que se han extraviado en nuestro mundo y que habrán de ser exterminadas por los mismos militares que las sacaron de su ambiente natural.
Pero no todos los monstruos despiertan en nosotros ni siquiera un ápice de simpatía. La familia de Los extraños ( The Strangers , Bryan Bertino, 2008) no tiene motivo alguno para atar y asesinar a la joven pareja de novios. De los matarifes vemos sólo máscaras que odiar o temer, sus rostros permanecen invisibles, sin una mirada o mueca que nos permita reconocerlos como humanos. Del mismo modo, ¿qué comprensión o piedad podríamos sentir por el demonio de Paranormal Activity o los alienígenas de La guerra de los mundos (2005)? No hay ataque u ofensa que legitime la agresión del primero y, en el caso de los marcianos, ni siquiera sentimos un atisbo de empatía cuando salen de la nave y curiosean entre los trastos de un sótano en ruinas. Cada uno de sus pasos nos resulta extraño, su morfología nos es ajena, avanzan entre sombras. Más que fascinación, viendo esta secuencia, sentimos inquietud por los supervivientes que se ocultan en la penumbra 63 .
Pero si sólo sentimos odio o pavor por ellos, ¿cuál es la ambivalencia de los monstruos? Robin Wood (1986: 80) ofrece una inteligente respuesta a la pregunta: «La ambivalencia se extiende a nuestra actitud hacia la normalidad. Un aspecto central del efecto y la fascinación del cine de terror es su cumplimiento de nuestro pesadillesco deseo de destruir las normas que nos oprimen y que nuestros condicionamientos sociales nos obligan a reverenciar». Rick Carter, Anne Kuljian, Doug Chiang y el resto del equipo artístico de La guerra de los mundos (2005) concibieron y plasmaron de manera minuciosa el cataclismo que se cierne sobre el planeta. El pavimento de la calle se abomba y se derrumba, los aviones caen del cielo, los ferrys naufragan y los campos se llenan de sangre y fuego. Hay un placer no sólo visual en la catástrofe, en el hundimiento, un deseo de que este mundo termine a manos de alienígenas, plagas o calamidades de todo tipo. Para que el terror nos satisfaga no es preciso que la debacle se cierna sobre toda la tierra. De hecho, el objeto amenazado en el cine de terror suele ser más íntimo, más inmediato; como Wood recalca una y otra vez, el objeto amenazado en el cine de terror es la familia americana, a la vez fuente y víctima de todas las amenazas.
En gran medida, el poder subversivo que puede llegar a tener el género reside en su capacidad de mostrar la ambivalencia de la normalidad o, en otras palabras, en su capacidad de producir un efecto de extrañamiento en nuestro entorno cotidiano y hacernos percibir las fisuras que lo surcan y el mal que se retuerce en ellas. Una mañana cualquiera, el protagonista de Cuernos —novela de Joe Hill— despierta y descubre con pasmo que dos pequeños cuernecillos despuntan en sus sienes. A partir de este momento, cuantos se crucen con él le confesarán alegremente sus deseos más inicuos, sus más repugnantes perversiones y, para más inri, descubrirá que todos en el pueblo piensan que fue él quien violó y asesinó a su propia novia. Cuernos contempla la sociedad americana como vista a través de unas gafas mágicas 64 que desvelan su verdad más oculta y vil, unas gafas que muestran implacables el rostro del cadáver social que se oculta bajo la máscara de la sociedad estadounidense 65 . Cuernos nos presenta a ciudadanos ejemplares que por dentro son contrahechos.
La ambivalencia del terror consiste en advertirnos de que la normalidad puede ser monstruosa. Por más que porte cornamenta, el protagonista de Cuernos no es más que un pobre diablo; las auténticas tropas demoníacas son las de sus honorables conciudadanos, parientes y amigos. David Skal (2001: 18) nos cuenta que La parada de los monstruos ( Freaks , Tod Browning, 1932) supuso una revelación para la fotógrafa Diane Arbus. A partir de su aproximación al mundo de las barracas de feria, la fotógrafa «vio que los “monstruos” estaban por todas partes, que la vida moderna al completo podía ser vista como un circo hortera, impulsado por los sueños y terrores de la alienación, la mutilación, la muerte real y sus variantes cotidianas». Como los diablos de Francisco de Quevedo o Luis Vélez de Guevara, el objetivo último del demonio de Joe Hill no es descubrirnos que hay réprobos entre nosotros, sino demostrarnos la dualidad moral de nuestro mundo, el envés necesario de la castidad, la pureza y la virtud o, más bien, su auténtica realidad.
De hecho, el nexo con el que Robin Wood anuda al monstruo con la normalidad es precisamente el de esta relación especular: el monstruo es nuestro reflejo oscuro, nuestro doppelgänger . Bajo esta luz, la película Los extraños cobra un especial interés. La primera vez que vemos a Kristin (Liv Tyler) y a James (Scott Speedman), la pareja está en silencio, ella llora y las luces rojas del semáforo y de los frenos nos señalan que su historia de amor se ha detenido. Aún así, la pareja prosigue hasta un apartado chalet. En ella descubrimos que James había preparado cada detalle para que Kristin aceptara su petición de matrimonio: el champán, la música romántica, el lecho cubierto de rosas, la cabaña repleta de velas… Pero ella rechaza su propuesta. Entonces, a medianoche, alguien toca a la puerta: un grupo de enmascarados se adueña de la casa y ejecuta a la pareja: «“¿Por qué nos hacéis esto?”. “Porque estabais en casa”».
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