Lo que Splinter y El enigma… de otro mundo vienen a demostrar es que para comprender la ideología de un filme de terror debemos atender al entramado completo de relaciones narrativas y opciones formales que componen la película. Obviamente, resulta arriesgado atribuir una ideología concreta a una planta andante —¿estaría a favor de los recortes o soñaría con una utopía floral?; sin embargo, resulta igualmente tentador encontrar ciertos paralelismos entre esta criatura irracional y los mercados financieros; al fin y al cabo, la una y los otros utilizan cuerpos ajenos a los que drenan de vida y voluntad, cuerpos que devoran y parasitan para expandirse indefinidamente sobre el orbe, como una maleza invasora, como una red encantada que hubiera escapado del control de los pescadores.
La distancia que media entre los monstruos de uno y otro filme es la distancia entre dos épocas, entre dos ideologías, entre dos maneras de concebir el orden y su caos. Según Ismene Lada-Richards, la idea misma del monstruo cambia con el paso de los eones: «A pesar de su inquietante permanencia, los seres y fenómenos naturales que las gentes de todas las tierras y edades han denominado monstra no poseen unos atributos fijos, seguros o inherentes que puedan atraer o justificar tal denominación. Si buscáramos un solo elemento constante dentro de las fronteras siempre cambiantes de la “monstruosidad”, muy probablemente éste sería la relatividad del monstruo como un concepto construido por el hombre, […]. Y si la norma está culturalmente determinada, los “monstruos” se convierten inevitablemente en productos específicamente culturales» (cit. Joshua Bellin, 129: 6).
La demarcación del orden —incluso la idea misma de orden— es puro producto de la ideología; en consecuencia, toda la ficción de terror se comportará como un tira y afloja imaginario en los límites de lo decible y lo pensable. Numerosos teóricos han intuido que el cine de terror es capaz de decir mucho sobre nuestra sociedad y sus convenciones. Algunos autores, como Joseph Maddrey (2004: 1), incluso dan por sentado que el cine de terror puede interpretarse, directamente, como una metáfora social. Pese a su desinterés por la teoría, la obra de David Skal (2001) es una crónica fascinante del terror como parte de la historia cultural y la cotidianidad estadounidenses. Sin embargo, nosotros no podemos asumir esta relación entre terror y sociedad sin más ni más. Existe una laguna explicativa entre cine y sociedad que a menudo se soslaya entonando un abracadabra teórico. Nuestro objetivo, por el contrario, es tender puentes sobre ella y explicar cómo el cine representa nuestra sociedad. Sin embargo, antes de realizar nuestra propuesta, debemos atender a las distintas teorías sociales del cine de terror a fin de comprender sus limitaciones metodológicas y las maneras de salvar sus diferentes trabas.
La fantasía como subversión
Uno de los problemas de la mayoría de interpretaciones históricas del cine de terror es que resultan incapaces de comprender el concepto de ideología en toda su amplitud. La noción de ideología implícita en Noël Carroll (2005), por ejemplo, se aproxima vagamente a la idea de «falsa consciencia» y parece aludir a la reproducción inconsciente de un programa conservador. El fallo conceptual radica en creer que la ideología puede reducirse a una enumeración cerrada de puntos a los que puede adscribirse cada una de las películas. Concebida así la ideología —como un programa conservador y como una lista de temas estancos—, no ha de extrañarnos que Carroll (2005: 419-420) concluya que la mayoría de películas no son ideológicas —por contener mensajes progresistas— o bien son ideológicamente vagas o triviales.
El problema, como decimos, es puramente conceptual, pues basta una mayor comprensión de la noción de ideología para conseguir integrarla en el paradigma del autor. A menudo, Carroll (2005: 410) rechaza el uso de la terminología ideológica; sin embargo, resulta harto difícil atender a expresiones como «categorías culturales vigentes » —el subrayado es nuestro— y desestimar al mismo tiempo sus implicaciones ideológicas: «Los monstruos han de entenderse como violaciones de categorías culturales vigentes. Desde este punto de vista, el enfrentamiento y la derrota del monstruo en las ficciones de terror podría leerse sistemáticamente como una restauración y defensa de la concepción del mundo establecida que se halla en los esquemas culturales existentes ».
Numerosos autores se han centrado precisamente en este esquema —el orden amenazado por el monstruo— para explicar cómo el cine de terror reflexiona sobre su contexto histórico. Como sabe el propio Carroll (2005), ni éste es el esquema común de todas las ficciones de horror ni tampoco es cierto que todas ellas transmitan una ideología conservadora. Ahora bien, sí parece existir un carácter ideológico en el modo en que se resuelve dicha interrupción de la normalidad. De hecho, tal como afirma Rosemary Jackson (1988: 3), existe algo intrínsecamente subversivo en el gesto mismo de romper lo cotidiano: «la fantasía se caracteriza por tratar de compensar la falta resultante de las constricciones sociales: es una literatura de deseo, que busca aquello que se experimenta como ausencia y como pérdida». La fantasía es una melancolía por un país inventado, una nostalgia de un tiempo que jamás vivimos, el deseo de trascender un mundo tan parco, tan limitado y tan escueto como el nuestro. Así, podemos entender esa ansia de saber prohibido del género de terror como una consciencia de culpa que se suma a ese deseo de transgresión propio de la fantasía. Una culpa que quizá sea más bien dulce, que quizá nos alegre el día cuando nos permita percatarnos de que la realidad que nos oprime también es susceptible de ser destruida, aunque sea sólo en sueños.
Sin embargo, hay algo que debemos saber de todo monstruo y es que si da cuerpo a lo desconocido es porque nuestras categorías conceptuales han acotado antes ese mismo terreno de lo desconocido. Todo aquello que ha sido excluido por el orden y la racionalidad, todo aquello que hemos reprimido de la cotidianidad, queda expulsado a ese territorio de lo incógnito en el que moran los monstruos, a ese territorio del saber prohibido, prohibido precisamente por el orden racional. La muerte, lo sagrado, las pulsiones animales e irracionales que laten en nosotros, todo ello queda afuera porque así lo hemos decidido. Por lo tanto, cuando buscamos a los monstruos de la ficción, ¿perseguimos un país desconocido o más bien pretendemos enfrentarnos con todo cuanto está en nuestro interior pero ha sido reprimido?
El retorno de lo reprimido, la teoría clásica de Freud
Las fantasías victorianas a menudo aluden a un instinto sexual que, al desatarse, se muestra amenazador o repugnante. Los colmillos de Drácula o las viscosidades que empañan los relatos de Arthur Machen —en especial «El Gran Dios Pan» (1894) y «La novela del polvo blanco» (1895)— exploran el légamo siniestro que discurre bajo la moral victoriana. La sexualidad reprimida constituye uno de los pilares sobre los que se ha cimentado la crítica del cine de terror. No es extraño, en consecuencia, que la sombra de Sigmund Freud se proyecte sobre la mayoría de estudios sobre el género. Freud (1974: 2498) definió lo siniestro no como lo radicalmente ajeno, sino como aquello que hemos reprimido y que, inesperadamente, retorna bajo una forma familiar pero, al mismo tiempo, extraña, enajenada:
Si todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, entonces es preciso que entre las formas de lo angustioso exista un grupo en el cual se pueda reconocer que esto, lo angustioso, es algo reprimido que retorna. Esta forma de la angustia sería precisamente lo siniestro [...] lo siniestro no sería nada realmente nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de represión. Y este vínculo con la represión nos ilumina ahora la definición de Schelling según la cual lo siniestro sería algo que, debiendo haber quedado oculto, se ha manifestado.
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