A fin de cuentas, como escribe en La conspiración contra la raza humana , los seres humanos cargamos con la condena de la conciencia, esa aberración que nos escinde del mundo natural y nos aliena del resto de la existencia: «Somos aberraciones: seres que nacen como muertos vivientes, ni una cosa ni la otra, o ambas cosas a la vez… cosas siniestras que no tienen nada que ver con el resto de la creación, horrores que envenenan el mundo sembrando nuestra locura por dondequiera que vamos» (Ligotti, 2015: 272). Partiendo de filosofía semejante, nada habrá de extraño que, en el relato «La escuela nocturna», un grupo de niños alucinados atienda a las clases de un profesor febril del que aprenden
las lecciones de medición de las aguas cloacales, el tiempo como una corriente de aguas residuales, el excremento del espacio, la escatología de la creación, el vacío de uno mismo, la mugrienta integración completa de las cosas y el producto nocturno, como él lo llama, que cubre los estanques de la noche […], las doctrinas de un programa realmente séptico, la ciencia de una patología espectral, filosofía de una enfermedad absoluta, la metafísica de cosas que caen en una desintegración común o se elevan, confluyen en su oscura putrefacción. (Ligotti, 2006: 191,193)
Podría decirse de Thomas Ligotti que es un Piranesi literario, un Kafka de los infiernos, pero, por encima de todo, Ligotti es un Lovecraft sin Cthulhu ni dioses ni criaturas primigenias; sin embargo, tal carencia de criaturas sobrenaturales no le impide pintar los más lóbregos ambientes o elaborar una filosofía del horror. Pese a ello, la teoría de Carroll (2005) no permite incluir a Ligotti en el género al que, sin duda, pertenece. En cierto momento de su argumentación, Carroll (2005: 102-103) se refiere a una categoría distinta que parece ofrecer una respuesta más precisa para aquellas ficciones que, aun careciendo de criaturas sobrenaturales, se encuadran en nuestro ámbito de estudio:
El acontecimiento siniestro que corona esas historias causa una sensación de desasosiego y temor, tal vez de momentánea ansiedad y amenaza. Estos hechos están construidos para afectar al público retóricamente hasta el punto de que esa fuerza inconfesada, desconocida y tal vez oculta gobierne el universo [ sic ]. Si el terror-arte [ horror-art ] implica la repugnancia como característica central, lo que se podría llamar miedo-arte [ art-dread ] no lo implica. El miedo-arte probablemente precise una teoría propia, aunque no tengo ninguna a mano.
Será Cynthia Freeland (2004: 189-205) quien se lance a completar la tarea de definir ese peregrino concepto del miedo-arte que oculta el presentimiento de un mal indefinido y apenas comprendido, la premonición de un desastre inminente, oculto tras la niebla o la negrura 52 . De todos los trabajos del miedo, éste es, sin duda, el que más se aproxima a lo sublime, pues nos acerca no al objeto monstruoso —pese a todo, limitado y, hasta cierto punto, concreto— sino a lo desconocido, a lo incomprensible, a lo inconmensurable, «una amenaza que no es sólo desconocida y poderosa, sino también inquietante porque resulta profundamente aborrecible a la razón. La sensación de riesgo ante algo peligroso y tremendamente maligno evoca un enorme miedo, un temor [ dread ]» (Freeland, 2004: 191).
Con esta amenaza vaga, con este temor a un algo sagrado y terrible, regresamos desde lo grotesco hasta lo sublime. Sin embargo, lo cierto es que apenas es posible hallar ejemplos para este concepto tan teórico como brumoso —tan incierto como lo fantástico todoroviano—, pues a menudo el ambiente siniestro no es sino el preludio del encuentro con el monstruo o el fantasma. En literatura podríamos citar a Robert Aickmann, Thomas Ligotti y algunos cuentos de Algernon Blackwood, pero en el cine apenas encontramos en su pureza esta elusiva noción estética descrita por Freeland. A excepción de Picnic en Hanging Rock y La última ola ( The Last Wave , Peter Weir, 1977), lo común es que la atmósfera ominosa se materialice en figuras grotescas 53 .
Para su teoría, Freeland aporta los ejemplos de El proyecto de la bruja de Blair ( The Blair Witch Project , Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), Señales ( Signs , M. Night Shyamalan, 2002) y El sexto sentido , pero en todos ellos acabamos encontrándonos con fantasmas, alienígenas o presencias sobrenaturales. Es posible que, tal como sucede en El proyecto de la bruja de Blair , éstos se agiten sólo en el fuera de campo, en el espacio excluido de la visión, pero no por ello dejan de manifestarse a través de sombras, gemidos y rastros. El monstruo habita un espacio ciego, pero sigue existiendo en el universo de la ficción. En este sentido, es posible que Freeland haya soslayado la necesidad dramática de crear el suspense a través de una voluntaria dilación de los infiernos. La sinfonía del miedo se compone a base de acordes sostenidos y violines que de pronto irrumpen con una cuchillada, de panorámicas a lo largo de una catacumba y planos repentinos de los colmillos del vampiro. Tal como expone Russell (1998: 62):
El suspense implica necesariamente primeros planos y un campo visual denso y constreñido. Podríamos decir que el suspense atrapa al espectador en pasajes de la ansiedad, en túneles del plano cinematográfico de los que no es fácil salir […]. Sabemos del distanciamiento levemente irónico que experimenta el espectador “avisado” cuando se enfrenta a la llamada impresión de realidad. Este “atisbo de lo real” (la “ lueur du réel ” de Barthes) es el advenimiento de un mal encuentro: en Hitchcock, la madre disecada de Psicosis [ Psycho , 1960], el hombre sin ojos de Los pájaros [ The Birds , 1963]. Tales encuentros son siempre mostrados a modo de vagabundeos dentro de los confines de una casa vacía. Los ojos arrancados, las cuencas vacías, son también la manera de concretar el punto ciego del sujeto.
Pero este salto del plano sostenido al plano inserto no es sólo una figura retórica, sino toda una dinámica estética y estructural que define el propio género: un perpetuo movimiento entre una ansiosa ignorancia y una insoportable revelación, entre el misterio de lo sublime y la desazón de lo grotesco 54 . Más que navegar entre los polos estéticos de lo sublime y lo grotesco, el género de terror es la concatenación de ambos conceptos. En Lake Mungo (Joel Anderson, 2008), las horas van pasando sobre las estancias vacías de una casa, el tiempo y algo más, un secreto repugnante y un misterio sagrado y terrible. Los padres y el hermano de la chica ahogada investigan en su pasado y descubren tanto el asco de la carne mancillada como los profundos temores del alma: en su propia casa, los familiares encuentran un vídeo doméstico en el que la menor fornicaba con un vecino cuarentón; sin embargo, en el Lago Mungo, descubren también que la chica tuvo un encuentro con su doble fantasmal días antes de su ahogamiento 55 . Muerte y transfiguración, transgresión y revelación, sublime y grotesco, asco y trascendencia quedan indisolublemente trabados en el género de terror.
Tal vez los matices del concepto de «arte-miedo» no sean tan relevantes como para hablar de otra categoría; sin embargo, la argumentación de Freeland nos permite seguir completando nuestra taxonomía del género: así, junto a la transgresión de un saber prohibido y el monstruo que viola las categorías del universo racional, hemos de añadir la descripción de un ambiente ominoso, maligno, malsano, amenazante. Al fin y al cabo, tal como advertimos, nuestro enfoque del terror no es esencialista, sino taxonómico, de ahí que para nosotros lo relevante no sea establecer un corpus excluyente, sino elementos genéricos comunes. De este modo, nuestra argumentación no desdeña la inclusión de películas épicas —como Beowulf (Robert Zemeckis, 2007), Furia de titanes ( Clash of the Titans , 2010) o 300 (Zack Snyder, 2006)— o de ciencia ficción, no porque las consideremos películas de terror, sino porque incluyen elementos genéricos secundarios que sí forman parte de nuestro objeto de investigación: lo monstruoso, la transgresión, la confusión de las categorías racionales.
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