A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaba un montón de largos tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca. Su disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin desarrollar.
Lovecraft desmenuza una prosopografía minuciosa y sistemática. Tanto es así que, para mantenerse en los confines del género, debe subrayar el horror que sienten los personajes ante la abominación; sus protagonistas a menudo se desmayan o, presos de un miedo cerval, acaban con la consciencia desmoronada o transmutados por la revelación. Es aquí donde llegamos al segundo término de nuestra ecuación: la reacción de los personajes, a la que se nos invita a participar como lectores o espectadores, una reacción en la que siempre se subrayan el miedo y el asco. También hay trasgos en los cuentos o habitantes de otros mundos en la ciencia ficción, pero los personajes que se cruzan con ellos sienten más maravilla que asco, más curiosidad que miedo.
Ricitos de Oro entra en casa de los osos, bebe sus sopitas y deshace la cama del osezno. Cuando llegan los osos, se espanta y sale huyendo; pero su situación poco tiene que ver con la de los personajes que, perdidos en el bosque virginiano de Km. 666 ( Wrong Turn , Rob Schmidt, 2003), se internan en una cabaña para descubrir que es habitada por una tribu de endogámicos caníbales. Del mismo modo, es posible que el niño que se enfrenta al dragón en el cuento de aventuras sienta un cierto espeluzno o que se le ericen los pelos de la nuca antes de engañar al ogro con una treta, pero al final lo derrotará haciendo acopio de ingenio y valentía. Bruce Kawin (2004: 5) acotaba el género oscuro justamente a través de su actitud hacia lo desconocido. Para Kawin (2004: 6-8), lo que distingue el terror de la ciencia ficción es que el primero imagina lo desconocido como una fuerza destructiva, mientras que la segunda lo describe como objeto de curiosidad, asombro o incluso redención: «El terror enfatiza la amenaza del conocimiento, el peligro de la curiosidad; mientras que la ciencia ficción enfatiza el peligro y la irresponsabilidad de la cerrazón. La ciencia ficción apela a la consciencia, el terror a la inconsciencia» (Kawin, 2004: 8).
Dos secuencias de Prometheus (Ridley Scott, 2012) ilustran esta dicotomía entre terror y ciencia ficción. Tras la aparición del título del filme, la pantalla queda a oscuras; pero esa negrura seminal va abriéndose a la luz conforme la arqueóloga va arrancando los fragmentos de roca que se interponen entre la cámara y ella. Su rostro expectante y sonriente queda reencuadrado por la brecha abierta y la cámara lo observa desde el espacio de lo desconocido. El asomo de la arqueóloga es una apertura a lo incógnito, una contemplación llena de maravilla y arrobo por la ruta estelar que los trogloditas pintaron en la roca. Pero la película rima este acto de asomarse con otro que sucede más adelante, cuando un biólogo se encara con una cobra extraterrestre que se yergue ante él. También este científico contempla fascinado su descubrimiento, pero esta vez el choque con lo desconocido no supondrá más revelación que la disgregación del cuerpo humano.
Impulsados por la gloria del saber, los científicos de Prometheus viajan años luz a través de la galaxia en busca de la raza celeste de nuestros hacedores y descubren con asombro fascinado las ruinas de lo que parece el templo en el que moraron nuestros prometeos. Pero pronto se revela no sólo que nuestros creadores ofrecen el silencio por toda respuesta a nuestras ansias de entendimiento, sino que habían planeado nuestro Apocalipsis con tanto detalle como nuestro Génesis. El tono del filme vira en redondo, de la ciencia ficción al género de terror: comienza buscando conocer nuestro origen y termina estremeciéndose ante la posibilidad de nuestro fin. El de los dioses es siempre un saber prohibido, un árbol de la ciencia cuyo fruto está vedado, un morder la manzana para abrir los ojos sólo a la desgracia. Frente a los cuerpos apolíneos y bellos de los protagonistas de Prometheus —a imitación y semejanza de nuestros ingenieros— el Apocalipsis de nuestra carne se revela teratológico 49 , una contaminación de lodos y herpes, una penetración de cuerpos vivos y extraños 50 , una degeneración de los tejidos del cuerpo y el alma humanas; nos conquistan la enfermedad, la locura, el contagio: la fascinación deja paso al más absoluto asco.
Noël Carroll (2005: 58) aclara que la emoción que define el género de terror es justamente el asco, una repulsión total del cuerpo y del espíritu: «la reacción afectiva a los monstruos en las historias de terror no es meramente una cuestión de miedo, es decir, de ser asustado por algo que amenaza peligrosamente. Más bien la amenaza va combinada con repulsión, náusea y repugnancia. Y esto se corresponde también con la tendencia […] a describir los monstruos en términos de inmundicia, decaimiento, deterioro, cieno y demás y describirlos asociados a ello. El monstruo en la ficción de terror es, pues, no sólo letal sino —y ese es su significado más destacable— también repugnante».
Tanto en La cosa de Carpenter como en el remake de Matthijs van Heijningen Jr. (2011), encontramos un engendro en el que horror y asco se trenzan en un cuerpo polimorfo, indefinible. Su carne arde en fauces y tentáculos, más que una forma es una carencia de toda forma, un continuo fluir en que florecen los miembros y zarcillos de cuantas criaturas ha ido fagocitando, un cuerpo que no es uno ni cerrado, ni uniforme ni completo. Pero en La cosa existen también otras transgresiones que atañen tanto a la carne —la de una criatura capaz de penetrar el cuerpo masculino, la de un cadáver desmembrado que se reanima— como a la ley humana —la del hombre vuelto contra el hombre— y, finalmente, al espíritu —la de un saber prohibido que los biólogos noruegos han osado arrebatar al hielo. El retablo del horror de La cosa se completa con un fondo igualmente sombrío; el reino en que la cosa vuelve a vida es un paraje ominoso: el frío de la tormenta podría matarnos de un soplido, la noche se eterniza en el Antártico y nos vamos quedando a solas en un lóbrego campamento en medio de un erial helado e infinito. Un destino funesto aguarda a los protagonistas, ¿también acaso a la humanidad?
En La cosa el terror y los signos de su imperio esplenden en toda su gloria. Sin embargo, ¿qué sucede cuando al horror le faltan sus emblemas? Obviamente, si los personajes no sienten horror y asco, no hay género de terror alguno; pero el resto de elementos puede funcionar de manera más aislada. El aspecto más criticado de la tesis de Carroll (2005) ha sido su dependencia de la figura del monstruo. En contraste, La fábrica de las pesadillas (2006) de Thomas Ligotti es una obra aterradora, aunque apenas yerren por ella un par de espectros blanquecinos, algún vampiro, una zarpa deforme, una secta de arlequines que se convierten en sanguijuelas y una silueta con manos demasiado grandes para su pequeña estatura. A excepción de estos cuatro cuentos 51 , el resto de la extensa antología no precisa de criaturas avernales para transcurrir en un mundo de espanto o, más concretamente, en los confines de una serie interminable de ruinas siniestras, arrabales decrépitos, barriadas mugrientas. El horror, para Ligotti, consiste en descubrir un universo en continua putrefacción, un cosmos degradado en el que el ser humano carece de significado, meta o trascendencia.
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