Años más tarde, cuando unos asesinos atentaron contra Juan Marco Arnau, que fue el oficial que me desvió del destino, pude hablar con él, además de insistir ante el ministro Narcís Serra para que le impusieran el fajín de general. Lo que se cumplió.
Mantuve el trabajo como pude. Aliviado en Alicante, en las escapadas de Cartagena, por J. J. Pérez Benlloch y más tarde J. M.ª Perea, ambos embarcados en sendas aventuras periodísticas, Primera Página , el primero, y La Verdad , de la Editorial Católica, el segundo.
A la vuelta, en marzo de 1970, Júlia y yo decidimos casarnos, única forma de compartir vida. Lo hicimos el 30 de abril.
Unos meses después constituimos el Gabinete Sigma de Economía y Marketing los antiguos Pérez Montiel, José Granell y yo mismo como socios «industriales». Mis acciones las adquirí con el cincuenta por ciento del salario que nos fijamos, inamovible hasta la conclusión de mi colaboración: 20.000 ptas. mensuales, y a casa 10.000.
La iniciativa fue de Vicent Ventura y arrastró al bueno de Joaquín Maldonado Chiarri y a Fernando Vicente Arche Domingo, catedrático de Derecho.
Sigma hacía lo que ya hicimos los «industriales» y mucho más que aportaban los socios y sus relaciones. Y además constituía un referente de connotaciones indudablemente políticas. Uno tras otro, los socios desertamos del trabajo. Primero Granell, que encontró acomodo empresarial. Luego Pérez Montiel, a quien sedujo el urbanismo tanto que concluyó como profesor en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura y al cabo como catedrático.
Al final yo mismo, cuando la entrada de nuevos socios desvirtuó el proyecto. En efecto, Ernest Lluch, desplazado a València, obtuvo gratuitamente un paquete accionarial. Y ya en el Consejo propuso una reducción salarial que en mi caso era del cincuenta por ciento: él partía de las veinte mil pesetas, es decir, que me quedaba a cero. La andadura de Sigma merecerá una atención singular en un posible recorrido más detallado por aquellos años, en especial con relación a la fundación del PSPV, que no es objeto de este texto. La consecuencia personal fue que me dejaron en la calle, y con cierta amargura por los lazos afectivos que me unían de modo singular a Vicent Ventura. Y de nuevo por libre, me proporcionó un estudio Juan Omeñaca, uno de los viajeros a Estados Unidos en 1965, en las visitas programadas para estudiantes por el Departamento de Estado. Con la fortuna desde entonces permanente de conocer y trabajar con Josep A. Ybarra, Jaime Santapau y alguno más.
Un primer trabajo y retomar la dedicación urbanística con mis amigos arquitectos e ingenieros. Hasta que mi amigo José M.ª Perea, de la mano del empresario Juan Bta. Torregrossa, pensó que era posible una Sigma en Alicante, al que llamamos NAU S.A., con sede en la calle de San Fernando. Urbanismo, estudios económicos, empresas. Y el trajín València-Alicante. De nuevo la política y el PCE, al que ya pertenecía Perea. Duró de 1974 a 1976, porque los vientos ya soplaban para todos hacia otros derroteros.
Decidí concluir algún estudio superior, con la atenta dirección y consejo de Jordi Nadal: «Necesita una patente. Por libre a Ud. le costará poco hacerse con el título de Ciencias Políticas». Lo conseguí y con buen expediente académico en 1976, en menos de tres años.
Pasé del entorno del PCE/Junta Democrática, presidida por Manuel Broseta Pont, siempre afable conmigo, a una propuesta de Manuel Girona de integrarme en un PSPV liderado por Ernest Lluch, y que ya tenía como objetivo su integración en el PSOE.
Me encaminé al original, es decir, al PSOE de la mano de Emilio Menéndez del Valle, cuñado de mi amigo Vicente González Móstoles. De ambos se habla en estas páginas en diversas ocasiones. En Majadahonda, un día de otoño y con Domingo Ferreiro Picazo de anfitrión, decidí el sí. Y a partir de aquí comienza el relato que el lector encontrará en el cuerpo central de este libro.
Si tiempo y ganas me lo permiten, aplicaré la memoria a reconstruir un periodo fecundo como pocos en la historia reciente del País Valenciano que viene a coincidir con bastante precisión cronológica con mi incorporación a las agitaciones culturales y políticas que eclosionaron en los años sesenta del pasado siglo.
Sin embargo, como de antecedentes e intermedios se trata aquí, hay que seguir el consejo de mis atentos prelectores. Porque desde enero de 1989 hasta ahora hubo nuevos intermedios.
El primero se inició ese mismo enero de 1989. La primera consecuencia: fui dado de baja de la Seguridad Social el mismo día de mi dimisión como alcalde. La segunda, que con Fernando Puente, que dimitió conmigo, y Vicente Blasco nos propusimos constituir y constituimos una sociedad con objeto social recurrente: estudios, asesoramiento y urbanismo, esto es, INIASA, que duró tres meses, cuando vimos que cada uno tenía que retomar su propio camino.
Alguna vez, cuando contemplo lo sucedido en los últimos años, me pregunto qué habría pasado de quedarnos las actas de concejal Fernando Puente y yo. O más complejo hubiera sido todo si Fernando se hubiera quedado. No lo sé, claro está. Pero después de tanta insidia estúpida la cuestión me hace gracia, tanta como poca debió de hacerles a quienes se obstinan en seguir ensuciando un acto de responsabilidad política y honorabilidad personal que no he dejado de agradecer; me refiero, por supuesto, a Fernando Puente.
Decidí pues instalarme por mi cuenta, consciente de mi condición de apestado para quienes tenían a la sazón todos los resortes para que alguien como yo encontrara trabajo: tuve información precisa de que los compañeros habían decretado que «a ese, ni agua», una frase cortijera que mi relator atribuyó a mi sucesora y a un secretario comarcal del partido tras mi dimisión y la de Fernando Puente Roig. Muy en este tono siguió la especie de mi enriquecimiento o la no menos fabulosa de que «los despachos profesionales son el nido del tráfico de influencias» (¿y por qué no los despachos oficiales desde donde todo parece resultar más cómodo, como se ha visto?) y otras por el estilo que no me sorprendieron. Desde luego, los infundios tuvieron su repercusión sobre una subsistencia precaria una vez más, la mía, y al ser prodigados por quienes estuvieron siempre a resguardo de las contingencias por fortuna, apellidos o puesto vitalicio. En algún caso la difusión de estas noticias alcanzó el grado de esperpento, como cuando se me atribuyó la propiedad de un chalet, fotografía incluida con un perro: casa y can que nunca poseí.
La fortuna quiso una vez más que un antiguo cliente de Sigma, y más tarde mío, José Ignacio Criado García, de profundas convicciones religiosas y conservador, me hiciera un encargo insólito: ayudarle en una transformación agraria en Extremadura. La lentitud de los viajes en tren me devolvió a una infancia remota, con el transbordo en la entrañable estación de Alcázar de San Juan. Nunca he sabido si fue un acto de solidaridad desde su perspectiva moral, pero me apliqué y obtuve nuevos conocimientos, lo que siempre es útil.
Y de nuevo la suerte salió a mi encuentro. Amparo Álvarez Rubio, profesora de Historia, me convenció de retomar estudios, ahora el doctorado en Historia. El encuentro no fue difícil, pues alquilé un modesto despacho en la calle Periodista Badía, 10, aledaña a la facultad. El consejo fue y ha sido para mí impagable, como en otras ocasiones en mi vida.
Estos dos casos vienen a desmentir lo que era y ha sido con frecuencia mi sentencia clásica preferida: donec eris felix multos numerabis amicos sed si tempora fuerint nivula solus eris , tan aplicable a la vida política y a las amistades que fluyen cuando uno se encumbra y de las que, en virtud de este aforismo, siempre desconfié.
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