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Cyrano De Bergerac: Historia Cómica O Viaje A La Luna

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Cyrano De Bergerac Historia Cómica O Viaje A La Luna

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Savinien de CYRANO DE BERGERAC (1619-1655), inmortalizado por la tragicomedia de Edmond Rostand, fue un personaje real, un escritor barroco francés que en su juventud ingresó en el ejército, donde dejó fama de fanfarrón, espadachín y pendenciero. Una grave herida le animó a abandonar el servicio de las armas. Se dedicó después a la literatura. Su fantasía desbordada y su viva inteligencia se plasmaron en obras como este VIAJE A LA LUNA, considerado por algunos como un precedente de los relatos de ciencia ficción, aunque ante todo constituye una audaz exposición de teorías personales sobre muy diversas materias, aderezada con abundantes toques de humor y crítica social.

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Cyrano De Bergerac Historia Cómica O Viaje A La Luna A MONSEÑOR TANNEGUI - фото 1

Cyrano De Bergerac

Historia Cómica O Viaje A La Luna

A MONSEÑOR TANNEGUI, REGNAULT DES BOIS-CLAIRS

CABALLERO, SECRETARIO DE LOS REALES CONSEJOS Y GRAN PREBOSTE DE BORGOÑA Y BRESSE

Señor:

Cumplo ahora la última voluntad de un muerto que vos obligasteis en su vida con un señalado desprendimiento. Como era conocido por una infinidad de gente de espíritu por el fuego potente que ardía en el suyo, fue absolutamente imposible el que muchas gentes ignorasen la desgracia que una peligrosa herida, seguida de fiebre violenta, le produjo algunos meses antes de su muerte. Muchos han ignorado qué buen demonio velaba por él; pero ha creído él que el hombre no debía ser tan público como fue provechoso el lance. Vos fuisteis su amigo, vos le socorristeis con frecuencia y aun le habíais testimoniado muchas veces cuán bien sabréis vos cuánta necesidad tenía él de vuestro socorro; pero ¿qué se ha de hacer, si otros hombres no hicieron como vos? ¿Y qué menos que os mostraseis así ante nuestro amigo, vos que también parecíais magnánimo con cien más que no eran de su temple? Era, pues, necesario imprimirlo, y que vuestra generosidad, distinguiéndole por encima de todos aquellos a quienes tiene obligados, hiciese ver, no solamente, como dice Aristóteles, que no había degenerado, sino que se había superado a sí misma en obsequio de tan gran personaje; así que, cuando durante su enfermedad vos tuvisteis la bondad de darle tantas pruebas de vuestra protección y amistad, deteniendo con vuestros cuidados y con las generosas asistencias que le prestasteis el curso de su mal, ya en términos tan violentos, le prestasteis una tan poderosa protección, que le dio a él esperanzas de lograr la que poco antes de su muerte me encargó pediros para esta obra; por esta gran confianza y por estos últimos sentimientos juzgaréis, señor, los que por vos sentía, pues en este trance de la muerte es cuando la lengua habla como el corazón:

Nam verae voces tum demum pectore ab imo iliciumtur.

Yo me he hecho intérprete del suyo, y tan de buen grado como solía participar igualmente en sus desgracias y en el bien que se le hacía. Por esta razón y por mi natural sentimiento yo soy en verdad, señor, vuestro muy humilde y devoto servidor.

LE BRET.

PRÓLOGO

Lector, te doy la obra de un muerto que me ha encargado este cuidado, para demostrarte que no es un muerto cualquiera,

Puesto que no está envuelto en los tristes harapos

que desolada sombra al sepulcro arrebata;

que no se divierte haciendo vanos ruegos, tirando los muebles de una habitación o arrastrando cadenas por los graneros; que no apaga las velas de los sótanos, que no golpea a nadie, que no hace el coco ni causa pesadillas, ni, en fin, ninguna de esas extravagancias que, según dicen, hacen los muertos para espanto de necios; y que, al contrario de todo eso, está de mejor humor que nunca. Creo que esta manera de comportarse, tan extraordinaria y agradable en un muerto, no dejará espacio al disgusto de los más críticos y solicitará su favor para esta obra, porque más bien habría doble cobardía en insultar a manes tan llenos de virtud y cortesía y tan cuidados de la diversión y halago de los vivos. Pero sea de esto lo que sea, y aunque el crítico le reverencie o le muerda, creo que se ocupará de su buen humor, que ha sido lo único de este mundo que se ha llevado al otro. Porque así, estando impasible ante todo lo demás, aunque le golpee mucho la común maledicencia, no ha de tenerlo en nada. No es que quiera (hablando ya sin burla) imponer a todos la obligación de juzgar como mis ojos lo hacen: sé yo muy bien que nadie lee a gusto cuando se lee sin trabas de juicio. Por esto me parece bien que cada cual juzgue como le dieran a entender la flaqueza o la sabiduría de su ingenio; pero a los más generosos de éstos les pido que se dejen influir por mi pensamiento generoso. Piensen ellos que no ha tenido más fin que el de divertirles, y que por esto ha descuidado algunas partes, para las cuales, por eso mismo, debe tenerse una atención muy despierta, pues así se le disculpará más fácilmente su circunspección, lo que él por su parte desearía y yo por la mía y la de los impresores.

Quid ergo

at scriptor si peccat, idem librarius usque

quamvis est monitus, venia caret.

Yo te confieso, a pesar de todo, que si yo hubiese tenido tiempo y no hubiese previsto muy grandes dificultades, hubiera examinado la cosa de muy buen grado, de modo que te pareciera más completa; pero he temido poner confusión o diferencias si pretendía cambiar el orden o suplir la deficiencia de algunas lagunas, mezclando mi estilo con el suyo, porque mi melancolía no me permite imitar su buen humor ni seguir los hermosos arrebatos de su imaginación, siendo como es mi alma tan estéril a causa de su frialdad. Es ésta una desgracia que ha ocurrido a casi todas las obras póstumas, cuando los que han querido ponerlas al día han tropezado con lagunas semejantes, con el temor (si hubiesen querido suplirlas) de no acoplar bien sus pensamientos con el del autor. Así ha ocurrido con las obras de Petronio; pues a pesar de eso no dejamos de admirar sus hermosos fragmentos, como admiramos todos los restos de la Roma antigua.

Es posible, sin embargo, que sin tomar en consideración todos estos reparos, el crítico, que nunca deja de herir soslayando el reproche que podría hacérsele si atacase a un muerto, cambiará solamente los objetos de sus recriminaciones y pretenderá censurarme los elogios de este libro, con el pretexto de que yo he tomado a mi cargo el cuidado de su impresión; pero de esa apreciación suya yo apelo desde ahora ante los sabios, que siempre me excusarán la responsabilidad de los hechos ajenos, y me relevarán de la obligación de dar explicaciones de un puro capricho de la imaginación de mi amigo, puesto que él mismo no se hubiese cuidado de darlas más cumplidas de lo que ordinariamente las exigen las fábulas y las novelas.

Tan sólo diré, como argumento en su favor, que su quimera no está tan absolutamente desprovista de razón, ya que entre muchos hombres antepasados y modernos ha habido algunos que pensaron que la Luna era una tierra habitable y otros que realmente estaba habitada. Otros, menos osados en su juicio, que así parecía estar. Entre los primeros y los segundos, Heráclito ha sostenido que era una tierra envuelta en brumas; Jenofonte, que era habitable; Anaxágoras, que tenía colinas, valles, selvas, casas, ríos y mares, y Luciano, que había visto hombres con los cuales había conversado y que habían hecho la guerra a los habitantes del Sol; y cuenta esto con menos verosimilitud y con menos gracia que monseñor Bergerac. En éstas seguramente los modernos aventajan a los antiguos, puesto que los gansos que condujeron a la Luna al español, cuyo libro apareció hace algunos años [1], las botellas llenas de rocío, los cohetes voladores y el chirrión de acero de monseñor Bergerac son máquinas inventadas con más graciosa imaginación que el buque de que se servía Luciano para subir. Finalmente, entre los últimos, el padre Mersenne, en el que todo el mundo que le conoció adivinó igualmente la ciencia profunda y la gran piedad que tuvo, ha dudado si la Luna sería o no una Tierra a causa de las aguas que en ella veía, y pensó que las que rodean a la Tierra en que vivimos podrían hacer conjeturar las mismas cosas a los que están de nosotros a una distancia de sesenta radios terrestres, como nosotros lo estamos de la Luna. Lo que puede tomarse como una especie de afirmación, porque la duda en un hombre tan sabio se funda siempre sobre una buena razón, o, por lo menos, sobre numerosas apariencias que equivalgan a esa buena razón. Gilbert se decide más concretamente en esta misma cuestión, pues pretende que la Luna sea una Tierra más pequeña que la nuestra, y se esfuerza en demostrarlo por las conveniencias que existen entre aquélla y ésta. Enrique Leroy y Francisco Patricio son de esta opinión, y explican muy prolijamente sobre qué apariencias se fundan, sosteniendo, en fin, que nuestra Tierra y la Luna, a su vez, se sirven de lunas recíprocamente.

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