Franco Santoro - Historia de dos partículas subatómicas

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Vicente Vargas González, un pintor con sinestesia, callejero y conocido por ser un bueno para nada; Felipe Aliaga, un cantante de metro; y Ana Belén, miembro de una estricta congregación religiosa y apasionada por la mecánica cuántica, cohesionan en un mismo destino, donde la pobreza y las desventuras son parte de su día a día. Las ansias de libertad, la aspiración por un mejor futuro, la amistad y el amor conllevan al enfrentamiento y la toma de difíciles decisiones cuando un grupo de narcotraficantes llega a ofrecerles un trato muy tentador. ¿Será la solución a sus problemas? ¿Podrán lidiar con ello?

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HISTORIA DE DOS PARTÍCULAS SUBATÓMICAS

Franco Santoro

Para Felipe Aliaga el muerto más lúcido de la historia de la humanidad Para - фото 1
Para Felipe Aliaga el muerto más lúcido de la historia de la humanidad Para - фото 2

Para Felipe Aliaga, el muerto más lúcido

de la historia de la humanidad.

Para Abigail Ortiz, primera lectora

y partícula subatómica.

PRÓLOGO

A Ana Belén la despierta un balazo. Abre los ojos y mira con rapidez a su pololo.

―¿Sentiste el balazo? ―le pregunta sin obtener respuesta.

El silencio de la habitación, interrumpido solo por el ladrido de los perros callejeros y el sonido del tubo que conecta el desagüe de los blocks, le entrega una empantanada vulnerabilidad que hormiguea en su cerebro.

―Oye, ¿sentiste el balazo?

Ante la falta de respuesta, Ana Belén se levanta de la cama y coge su libreta. Hoy se cumplen cuatro meses de su renuncia a la carrera de Administración de Empresas. Jamás le gustó. Entró por mandato paterno y materno, y estuvo yendo un año completo con diarias ganas de vomitar, a una facultad ubicada en la comuna de La Florida.

Ana Belén, de nuevo acostada en la cama, hojea su libreta y mira de vez en cuando a su pololo dormir. Lo mueve de forma brusca para despertarlo.

―¿Sentiste el balazo?

―¿Qué balazo? ―contesta él, ronco y perdido.

―El que sonó hace unos minutos.

―Anita, en esta población hay balaceras todos los días. Ya estoy acostumbrado a los putos balazos y no despierto con ellos.

―Aún no me acostumbro. Odiaría hacerlo alguna vez. ―Continúa hojeando su libreta.

―¿Qué estás leyendo?

―La historia del electromagnetismo. Está muy interesante. Antes la electricidad y el magnetismo se estudiaban de forma separada. El magnetismo se descubrió porque Dios nos dejó pistas para descubrirlo, tal como si quisiera que progresáramos como especie.

―¿De qué estás hablando? ―se burla el pololo.

―Hablo de que Dios dejó imanes en la naturaleza, pedazos de metales con los electrones alineados que generan magnetismo, atracción. Los pedazos de metales se descubrieron hace más de dos mil años en Grecia, en un lugar llamado Magnesia. Aquello fue el primer paso para tener el mundo de comunicaciones instantáneas que ahora tenemos.

El pololo no responde, solo se acerca a Ana Belén y la besa en la frente.

―Tienes la cara mojada.

La mujer se la toca y siente que su mano se empapa.

―Es agua, no transpiración.

―Tal vez sí es transpiración. Quizás tienes calor y necesitas que abra la ventana ―responde el pololo mientras se para de la cama para abrirla.

La sirena de una urgente ambulancia entre los pasajes de la población, invade la pequeña habitación de la pareja.

―El balazo debió llegarle a alguien ―comenta la mujer.

―¿Qué balazo?

―¡El balazo que te dije que escuché hace un rato!

Ana Belén se levanta de la cama y se pone una polera. Es el tercer día consecutivo que se pone la misma, holgada y celeste, y que solo entra al baño para lavarse los dientes, el culo, y cambiarse calzones. Antes de desayunar, le dice a su pololo:

―Quiero mostrarte algo que he descubierto.

―¿Qué me quieres mostrar?

―El método que tengo para volar.

―¿Para volar? ―grita él, sorprendido.

―Sí, para volar. Haberme salido de la carrera me ha entregado el tiempo necesario para investigar todo sobre la mecánica cuántica. Nuevamente tengo ganas de vivir. ―Suspira relajada. Acto seguido, explica su método para volar:

―En toda la historia de la humanidad, nadie nunca ha tocado nada. Yo no te he tocado a ti y tú no me has tocado a mí. Lo que sentimos al tocar algo o a alguien, es simplemente la fuerza electromagnética de los electrones que se repelen entre sí. En palabras simples, los átomos de tu piel se repelen con los átomos de mi piel; ese rechazo es lo que se siente al tacto. Y, tal como tú y yo jamás nos hemos tocado, tampoco nadie lo ha hecho con el suelo. La gente, de todo el mundo, en todos los países, está flotando.

El pololo la mira con cierta decepción en sus ojos y le dice:

―Es interesante, muy interesante lo que me acabas de contar, pero ¿esa es la forma que tienes para volar? ¿Flotar microscópicamente?

Ana Belén arroja su libreta hacia la cama y le ordena al pololo que se agache y mire sus pies.

Él obedece lanzándose al suelo. Existen al menos un par de centímetros de distancia entre la alfombra y la planta de los pies de su novia.

―¿Cómo haces eso? ―le pregunta con una voz que oscila entre la sorpresa y el susto.

―Es un secreto que me llevaré a la tumba.

Ana Belén, con los ojos semicerrados, se eleva un poco más del suelo e intenta caminar por la pieza.

―¿Qué se siente flotar?

―No seas chaquetero, no digas flotar, di volar.

―¿Qué se siente volar?

―Como si flotaras. ―Ríe a carcajadas.

Luego de pasearse por toda la habitación, Ana Belén se lanza a la cama, exhausta. El hombre se arroja sobre ella y le besa la boca y luego la frente.

―Sigues muy transpirada.

―Y eso que solo estoy con calzones y una polera delgadita. No tengo calor.

La pareja quiere tener sexo, pero no puede.

―¡El ruido de esa maldita ambulancia! ―reclama ella―. ¡Llévense al muerto luego!

El pololo se levanta y cierra la ventana. Antes de hacerlo saca la cabeza hacia el exterior para mirar la ambulancia, pero no hay ninguna.

―Se ve todo tranquilo ―le dice a Ana Belén―. La botillería está cerrada y solo andan perros en la calle.

―Entonces ven y acuéstate conmigo ―contesta en un tono placentero.

El pololo se tiende a su lado y la mira fijo. Ana Belén observa el cielo y grita:

―¿Por qué todo el cielo está morado?

***

PRIMERA PARTE

DIEZ CUADERNOS Y SIETE LEGUAS

<

y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás,

juro por lo que fui que me iría de aquí.

Pero los muertos están en cautiverio

y no nos dejan salir del cementerio.>>

Joan Manuel Serrat, “Pueblo Blanco”

CAPÍTULO I

Mi Pueblo Blanco es la comuna de Puente Alto. Allí tengo un muerto en el cementerio, un amigo, un pintor mundialmente famoso. Cuando lo conocí era casi un mendigo, harapiento y ensimismado, amante de los italianos ―pan con vienesa y aderezos―, pintaba en la Plaza de Armas de la comuna y jugaba pool en Los Docman, un local de la Avenida Arturo Prat.

Nuestra amistad no fue extensa en el tiempo, pero sí, dilatada en experiencias. Me acompañaba a cantar al Club del Algodón y yo a pintar paisajes, inventar colores y hacer nada en el cuarto donde vivía. “No mires en menos el hacer nada —me decía a menudo―. Recuerda que de la nada apareció todo hace miles de millones de años”.

Siempre lo consideré un genio y un inútil. El día de su muerte murió como inútil, y en los meses venideros el mundo entero conoció su genio. Me enteré de a poco del revuelo que causaron sus pinturas, ochocientas telas halladas en el suelo de su cuarto en la población Maipo. En aquel entonces yo permanecía en la cárcel, cumpliendo una extensa condena que no estaba en mis planes. Fui engañado por un narcotraficante del sector sur de Santiago. Me prometió que nadie saldría dañado y nos haríamos ricos. En todos mis años encerrado no pensé otra cosa más que en matarlo, pero finalmente le perdoné la vida. “Te cambio mi vida por un favor”, me suplicó de rodillas. Sabía que yo necesitaba un favor, que necesitaba sacar a Valentina del Sename e irme del país. Acepté el trato y le quité el arma de la cabeza.

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