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Francisco Ledesma: Historia de Dios en una esquina

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Francisco Ledesma Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Francisco González Ledesma Historia de Dios en una esquina Inspector Méndez 5 - фото 1

Francisco González Ledesma

Historia de Dios en una esquina

Inspector Méndez 5

1 UNA HISTORIA DE PERROS

– Yo no sé si usted ha oído hablar alguna vez de Palmira Rossell -le dijo Méndez al periodista Carlos Bey.

Carlos Bey le ayudó solícitamente a cruzar la calle, que estaba resbaladiza a causa de las primeras lluvias del otoño, y comprobó con admiración que Méndez estaba en forma, pues no había vacilado ante la amenaza de los coches, no había tropezado con ninguno de ellos y no había perdido un zapato al subir al bordillo velozmente. Cuando estuvieron a salvo, el periodista encendió un cigarrillo y murmuró:

– No, no he oído hablar de ella, pero le confesaré que en principio tampoco me interesa. Usted, Méndez, sólo tiene amistad con mujeres llenitas y pervertidas que usan combinaciones color malva, tienen discos de canto gregoriano para acompañar los pecados y, desde luego, tratan de corromper a un sobrino inocente y pobre. Si Palmira Rossell es de ésas, más vale que hablemos de otra cosa.

Acababan de atravesar la calle Urgel y ascendieron por ella en lugar de descender, dejando así a su espalda el mercado de San Antonio y las viejas Rondas. Era aquél un mundo estricto, cerrado y meticuloso donde cada movimiento de las mujeres, cada mirada de los hombres tenían cien años de antigüedad. Un mundo amado por Méndez, que conocía los portales, los rótulos de los establecimientos, la vida sencilla y a la vez secreta de sus gentes. Quizá por eso, porque aquél era un mundo que Méndez amaba, Carlos Bey se sorprendió de que se alejaran de él.

– Yo creí que íbamos hacia el Paralelo -dijo.

– No, hoy no.

– Es que aquellos son sus barrios, Méndez.

– Bueno, pero es que hoy voy a ver a Palmira Rossell. Por eso le he hablado de ella. Palmira Rossell no es lo que usted cree, Bey, es decir una mujer viciosa y perfumada que tiene un sobrino virgen. Es justamente todo lo contrario: una intelectual moderna y audaz que tiene una editorial pequeña. Lo más fácil es que muera joven y con la cama sitiada por los acreedores, pero ella no lo sabe. En fin, voy a verla porque me ha encargado un libro.

– ¿Un libro? ¿Un libro a usted , Méndez?

– ¿Por qué le extraña? Yo escribo bien, Bey. Cuando era joven, hacía a máquina unos atestados brillantísimos, donde además el declarante siempre se confesaba culpable de alguna cosa. Pero, en fin, no se trata de un libro de mi especialidad, o sea un libro sobre rameras que fracasaron en el oficio. Lo que quieren encargarme es una historia de animales, concretamente una historia de perros.

Pasaron frente al Cine Urgel, cine de Rocky Primero, Rocky Segundo, Rocky Tercero, donde hasta los ideólogos de izquierda se olvidaban de sus crisis. Méndez explicó:

– No le extrañe que Palmira Rossell confíe en mí. Yo he vivido siempre en lugares sórdidos y poco recomendables, pero que al menos tienen una virtud: bullen de humanidad. Y sin embargo siempre he dicho que la verdadera humanidad, aunque parezca un contrasentido, palpita en las historias de animales, especialmente en las historias de perros. Yo conozco muchas, ¿sabe, Bey? Una barbaridad de historias. Perros callejeros, perros ratoneros, perros de salón y hasta misteriosos perritos de alcoba. Pero siempre perros de ciudad: los del campo son otra cosa. ¿Quiere que le explique una que encima es auténtica, Bey? La lástima es que se trata de una de esas historias que nunca publicarán en su periódico.

– No publicamos historias de animales, pero en cambio publicamos bastantes animaladas -se defendió Bey.

– Este caso es distinto. Tiene auténtica calidad humana, se lo aseguro. Verá: un día, los cabrones de los laceros ven por ahí una perrita suelta y se la llevan. La depositan en el Tibidabo, en ese refugio espantoso donde los pobres perros pagan por los pecados que cometemos los hombres. ¿Qué hace el animal? Bueno, pues desde el primer día acepta la comida, cosa que sus aterrorizados compañeros no suelen hacer.

¿Y qué más? Pues inverosímilmente logra hacer un agujero en la jaula y escaparse. Eso lo hace por la noche, para que no la vea nadie. Pero lo más inverosímil ocurre más tarde: a la mañana siguiente, la perra vuelve. Y por la noche escapa de nuevo. Y a la mañana siguiente regresa. Durante varios días, la perra es una presa modelo, que come y descansa durante el día y aparentemente duerme por la noche. Pero en realidad, apenas cae la oscuridad, se fuga. Hasta que en cumplimiento de las ordenanzas municipales y todas esas cosas con olor a pedo de secretario, los celosos guardianes de la paz pública ven que a la perra no la ha reclamado nadie, la cogen y la matan, ni siquiera han llegado a sospechar su aventura. Y ocurre que en el Cementerio Nuevo, que por supuesto, como su mismo nombre indica, es el viejo, en el otro lado de la ciudad…, ¡ en el otro lado de la ciudad, Bey …!, unos chicos oyen durante toda la noche los llantos de unos cachorrillos. A la mañana siguiente van a buscarlos, pero ya es demasiado tarde. Toda la carnada ha muerto por desnutrición. Bueno, queda vivo un cachorrillo, que es el que sigue llorando.

Carlos Bey se detuvo un momento.

El cigarrillo que tenía en los labios resbaló hasta el suelo, pero él no se dio ni cuenta.

– No me diga que es cierto lo que estoy pensando, Méndez -susurró.

– Pues claro que es cierto lo que está pensando, Bey. Me cago en la leche si no es cierto. A la perra la capturaron cuando amamantaba a sus crías, y el pobre animal enseguida comprendió que los cachorros morirían de hambre. Por eso logró abrir un orificio en la jaula y huir. ¿Pero por qué volvió a primera hora de la mañana siguiente, después de darles de mamar? Porque en el refugio tenía una cosa que en otro sitio no podía encontrar: comida segura. Sabía que era el único sitio donde podía encontrar la fuerza que le permitiría seguir amamantando a sus crías. Es asombroso. Y más asombroso aún que la perra tuviera fuerzas para atravesar la ciudad entera dos veces cada noche. Y el colmo de lo asombroso es que no se perdiera. Piense que la habían llevado al Tibidabo en un vehículo y había sido encerrada en una jaula hermética, Bey. No conocía el camino.

Bey se pasó un momento la mano derecha por los ojos.

– Es una historia triste -dijo.

– Todas las historias de animales son, en el fondo, muy tristes.

– Sí.

– Pero nos enseñan una cosa, Bey: que las grandes verdades de la vida son muy sencillas, y ellos las conocen mucho mejor que nosotros.

– ¿Sabe usted muchas historias de animales, Méndez?

– Muchas, ya se lo he dicho. Para escribir un libro. Y es lógico, porque los perros me han acompañado por los viejos barrios todas las noches. Cuando hago servicios de esquina, porque yo, a mi edad, todavía hago servicios de esquina, y con un poco de suerte acabaré cobrando a tanto la chapa, encuentro sus miradas que me buscan. No crea, son miradas que preguntan cosas. Creo que le diré que sí a Palmira Rossell y acabaré escribiendo el libro.

Carlos Bey metió las manos en los bolsillos y echó a andar de nuevo. Llegaba un viento racheado, un viento de otoño que estaba limpiando la ciudad, y a su rostro saltaron unas gotitas de lluvia.

Se volvió de pronto hacia Méndez.

– Ya sé que no va a poder contestarme -musitó-, pero ¿qué fue del cachorrillo?

– Pues claro que puedo contestarle, Bey. La historia que le he contado es muy reciente, y Palmira Rossell la supo por uno de aquellos chiquillos que jugaban junto al cementerio. Conocían a la perra, sabían que se la habían llevado al Tibidabo y les sorprendió muchísimo verla alguna noche pasar como un rayo por allí. Fue Palmira la que siguió la pista y acabó descubriendo la verdad. De ahí viene su idea de publicar un libro que contenga historias de perros, una de las cuales, y sin duda la más brillante, será la historia de mi vida. Pero usted me estaba preguntando por el cachorrillo. Bueno, pues Palmira lo tiene. Sólo de conocer su historia le he tomado cariño, y creo que me lo voy a quedar. Abrigo la esperanza de que se aclimatará al ambiente de mi pensión antes de pensar en arrojarse por la ventana. Y es que el ambiente de mi pensión ha mejorado mucho, Bey, no crea. Ya sé que está en pleno Barrio Chino y que la mayoría de los huéspedes son moritos en edad de merecer, pero yo pienso que el perro acabará encontrándose a gusto allí. El coñac es bueno.

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