Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Y añadió:
– ¿No quiere esperarme en aquel café, Bey? Yo sólo voy a estar en el despacho de Palmira unos veinte minutos. ¿O tiene que ir al periódico?
– No, todavía no. Hoy me toca turno de noche.
– La noche era la última amiga que les quedaba a los periodistas -sentenció Méndez-. Ahora ni eso tienen.
Estaban en la parte alta de la calle Urgel, cerca de la plaza de Francesc Maciá, cerca de la calle Buenos Aires, cerca de las pizzerías y otros lugares de comidas no a precio fijo, pero sí a tiempo fijo.
– La ciudad está perdida -gruñó Méndez-, fíjese en que la mayoría de los hombres salen de esos restaurantes mirando el reloj.
Le señaló a Carlos Bey un café que estaba más lleno que el metro y se alejó, pero no tuvo al periodista esperando más allá de veinte minutos. Cuando volvieron a encontrarse, Méndez masculló:
– Maldita sea.
– ¿Qué le pasa, Méndez? ¿No va a escribir el libro?
– Claro que voy a escribirlo. Lo que ya no está tan claro es que lo cobre. Pero lo que me fastidia es que Palmira Rossell ya no tiene el cachorrillo.
– ¿No? ¿Qué pasa? ¿Se lo han tenido que comer los de la editorial a final de mes?
– El chaval que lo encontró es conocido de Palmira, y vino a buscarlo. La verdad es que el cachorro no hacía más que llorar porque echaba en falta a su madre. O sea que Palmira Rossell se ha quedado ahora mucho más descansada, pero teme que el chaval acabe abandonando al perro. Por eso he tomado una decisión: como ya había pensado quedarme con él, iré a buscarlo.
– Joder, Méndez. Me ha demostrado que está en forma viniendo a pata hasta aquí, pero a estas horas yo no voy al Cementerio Nuevo. Ni loco, vamos. Ni loco.
– No voy a ir a pie, ni tampoco al Cementerio Nuevo. Sólo hasta la avenida de Icaria, que está cerca de las tumbas. Pero no se preocupe, lomaremos un taxi. Al fin y al cabo aún no estamos en mi límite de supervivencia, que suele caer sobre el día veinte.
El taxi les condujo, en una larga carrera poblada de atascos, por la Vía Layetana, los muelles y la avenida de Icaria, calle evocadora de un país amable y utópico, donde todo el mundo estaba invitado a cenar. Les dejó casi en las puertas del cementerio, pero no hizo falta buscar a los chiquillos. Éstos estaban persiguiendo a los gatos que corrían por los bordes de las tapias.
– Ese cementerio está siempre lleno de gatos -gruñó Méndez-. A ver, voy a proceder a la brillantísima detención de uno de esos chicos. Eh, tú, chaval…, ¿conoces a Pedrito Cuenca?
– Es aquél.
Pedrito Cuenca tampoco trató de huir, pese a tener la oscura sensación de que Méndez acababa de salir de alguna especie de domicilio fijo que tenía en el cementerio. Cuando le preguntaron por el cachorro, señaló hacia una especie de almacén ruinoso que había al otro lado de la calle.
– Se ha escapado -dijo-. Se ha metido por allí. Pero no se preocupe, lo encontraré. Siempre se escapa allí porque aún huele a su madre. Oiga, ¿usted lo quiere de verdad?
– Su madre se sacrificó mucho por él, y me parece que vosotros lo acabaréis perdiendo.
– No crea, tío. Todo esto está lleno de perros, y los encontramos siempre. ¿Quiere que vayamos a buscarlo?
– Hombre, me gustaría. Te daré dos euros.
– Se va usted a arruinar, tío.
– Pues en mis tiempos, por algo parecido, tenías a una… Bueno, ya no sé lo que se tenía. En fin, chaval, que serán diez euros. ¿Hace?
– Hace. Y es que si se mete usted solo por ahí se mata, ¿sabe? Todo está lleno de cascotes y agujeros. Hay montones de mierda. De día aún, pero lo que es de noche… Hala, venga, vamos. ¿Vosotros qué? ¿Venís, cagaos ?
Toda la tropa, formando una especie de guardia mora en torno a Méndez, se metió entre los cascotes, donde a aquella hora ya no se veía prácticamente nada. Sólo unas luces lejanas y macilentas marcaban un poco los relieves del viejo edificio y sus paredes a punto de hundirse para siempre. Los gatos maullaban en la penumbra, buscándose entre las ruinas, y de vez en cuando se oía en éstas el ladrido angustioso de algún perro perdido. Méndez cayó una vez, tropezó dos, renegó tres y acabó mencionando los diez euros, al chaval y a la madre que lo parió. La verdad era que los de la guardia mora se estaban riendo de ellos, al
notar que ni Carlos ni aquella especie de resucitado eran lo bastante ágiles para saltar entre los cascotes. Dieron un largo rodeo, metiéndose en lugares más difíciles cada vez, guiados por los gemidos intermitentes del cachorrillo. Uno de los chavales murmuró:
– Ése se ha perdido de verdad. O ha encontrado algo. Ahí no es donde lo tenía su madre.
– Ahí no podían tener ni a la cocinera del obispo -se volvió a quejar Méndez-. Menudo sitio, leches.
Tropezó de lleno con los restos de un muro, volvió a caer, alzó los brazos al cielo, se apoyó en Bey, evitando dar así una vuelta de campana, y al fin resbaló sentado por una pila de cascotes, hasta quedar espatarrado sin dignidad alguna en una especie de hoyo. Méndez tuvo tres sensaciones desagradables e inmediatas: la sensación de su propia indignidad en primer lugar; la de estar tocando algo maloliente y blando, seguramente un animal muerto, y la de la angustia del cachorro que estaba allí mismo, gimiendo, buscando meter el hocico entre sus piernas.
Méndez pudo decir solamente:
– Hostia. Y todo por una historia de perros.
La sensación primera, la de su indignidad, desapareció enseguida, tragada por otra más grave, más excluyente que era la de estar tocando una especie de animal muerto. Con gestos precipitados Méndez sacó su mechero, ahogó una nueva maldición y logró que entre sus dedos brotara una llamita. La claridad rosada se diluyó por el fondo del hoyo, donde en efecto brillaban dos cosas: una especie de pulsera de metal y los ojos asustados del cachorrillo.
Méndez barbotó:
– Ya lo tengo.
Pero lo que tenía era otra cosa. Tenía el sitio donde brillaba la pulsera de metal, o sea la muñeca de un ser humano espantosamente inmóvil. Tenía -según le mostró la vacilante llamita de su mechero- un rostro femenino de ojos opacos y vacíos en los que parecía hundirse la soledad del cielo. Tenía a su lado una muerta.
Tenía el cadáver de una niña.
2 UNA HISTORIA DE NIÑOS
– Yo, señor, aquí donde me ve, tengo una de las especialidades culturales más serias que existen. Yo, señor, soy un especialista en culos. No se ría, no piense que cualquiera puede llegar a hablar con un cierto sentido de la verdad, o sea con un cierto sentido de la eternidad, de esa forma redondeada y multiuso que define la personalidad tan bien como la cara, los movimientos de las manos o las finísimas insinuaciones de la lengua. Yo, señor, he llegado a ser un especialista en culos por afición, por observación directa. Es decir, por querencia y afición al bicho. Pero al margen de eso, he necesitado grandes dotes de observación y estudio, de paciencia y, por supuesto, una no desdeñable intuición para el análisis de resultados y el cubicaje de volúmenes. Una adecuada definición del culo, señor, del culo ajeno, usted me entiende, requiere todo eso cuando está inmóvil como en una academia de dibujo, pero cuando se mueve exige además al observador conocimientos sobre equilibrio de masas, y al margen de eso, una puesta a punto muy exacta de las leyes de la gravedad y, sobre todo, de las leyes del péndulo. Un culo en movimiento, es decir, ambulante, dotado del necesario balanceo, constituye uno de los fenómenos más dignos de observación que hay en la naturaleza. Usted habrá adivinado, señor, que me refiero exclusivamente al culo femenino, claro, porque el masculino se oculta detrás de geometrías carentes de imaginación y estímulo, y por lo tanto faltas de lodo interés público. No soy tan tonto, sin embargo, para no darme cuenta de que el culo masculino se está introduciendo en la estética, la política y la banca, y que en el terreno comercial tiene, o va a tener, una eficacia demoledora.
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