Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Reus, el viejo periodista, hizo una pausa y miró las Ramblas desde la ventana que estaba junto a la mesa, aquella ventana del Círculo del Liceo casi acariciada por las ramas de los árboles, las alas de los pájaros y las manos de la noche, que le habían dado carácter año tras año. Chocó su copa con la de Méndez y ambos bebieron en silencio, sabiendo que estaban en un mundo, el del Liceo, donde nada les pertenecía. Méndez se atrevió a decir:
– Curiosa disciplina la del culo humano considerado como un arte, amigo mío. Pienso que alguien debería escribir sobre eso una tesis doctoral de lo más profunda. Tengo la sensación de que, dada la evolución de las costumbres, el culo masculino está expuesto a peligros innumerables y a asechanzas delicadísimas. ¿Qué le impide, por lo tanto, cuando es virgen, considerarlo como un objeto ético? Pero si usted me habla de estética, le diré que siempre me ha parecido, como simple observador callejero, claro, que el culo de los hombres está mejor construido que el de las mujeres. Porque es más firme, más ajustado y sobre todo más alto. El trasero femenino, incluido el de Venus, está sometido a unas leyes muy curiosas que son las leyes de la languidez. Habrá observado que tiende a caerse, y en consecuencia no ofrece ninguna garantía de buen uso.
– El culo femenino, eso es verdad, tiene enormes defectos estructurales -decretó Reus, el viejo periodista, interlocutor de Méndez-, pero es una obra de arte. Tiene el defecto de la languidez, claro, pero en cambio tiene las virtudes de la generosidad, la morbidez, la amplitud y la abundancia, sobre todo la abundancia. Todas esas virtudes lo hacen enormemente sugestivo, lo convierten en el refugio más acogedor que pueden encontrar los distintos atributos viriles, entre los que no desdeño una dentadura sana. Pero permítame insistir en la virtud de la abundancia, amigo Méndez, en su generosidad visual -le brillaron los ojillos-, en su amplitud esférica y su tan probada eficacia neumática. Yo no sé por qué las mujeres se avergüenzan de sus culos y los someten a privaciones y a bandos de guerra para que no crezcan. Es un error histórico que tendrá gravísimas consecuencias para la Humanidad, porque acabará matando la afición, cosa que ya empieza a suceder, y no nacerá gente.
Méndez dijo que sí y volvió a mirar desde su ventana las Ramblas sector semicanalla -el canalla lo situaba él un poco más abajo, en las cercanías del monumento a Pitarra, quien en horario de cinco de la tarde a cinco de la madrugada perdonaba desde su asiento los pecados de la ciudad- y contempló sus edenes conocidos: El Café de la Ópera, el Llano de la Boquería, la entrada a Cardenal Casañas, aledaño de la calle Roca, donde en otro tiempo hubo mujeres dispuestas a todo, excepto a no cobrar. Méndez recordaba a algunas: la Chus, que siempre llevaba la misma bata; la Nieves, que rezaba antes de entrar en la habitación, y la Mae, que pretendía taparse con dos medallas un enorme lunar con pelo. Luego su mirada se deslizó sobre las cabezas de los chorizos más habituales, los drogatas, los moros, las mujeres que iban a hacer esquina en San Pablo y los macarras que las guiaban amorosamente hacia la tierra prometida. Extasiado ante aquel panorama de paz, Méndez se reconcilió con su espíritu.
– Yo, señor, también soy un especialista en noches -dijo el periodista Reus-. Yo he conocido diarios gloriosos y fétidos, como Las Noticias y La Publicitat , que se hacían en estas calles y en horas honorables, o sea después de las dos de la madrugada. En épocas mucho más recientes, como quien dice ayer, he conocido El Correo Catalán de la calle Baños Nuevos, con cucarachas en las lámparas, y el de las Ramblas, con redactores muertos de sueño que al amanecer pedían la extremaunción o la paga. Ahora se hace un periodismo de pura mañana, coincidiendo más o menos con el horario de las barberías, y eso ha significado mi muerte. Yo he conocido a un redactor histórico, Ángel Marsá, que cuando trasladaron El Correo desde las Ramblas al Ensanche entró en una especie de coma profundísimo y dejó de trabajar. Qué diría hoy, cuando se sabe que todos los periódicos acabarán haciéndose en la Zona Franca, junto a pilas de neumáticos y depósitos de pasta italiana. Pero no quiero cansarle, señor Méndez. Son cosas mías. Aquí me tiene usted, en el Círculo del Liceo, dispuesto a encontrar gente entendida que ponga a mi funeral música de Mozart.
– Usted no pertenece al Círculo del Liceo -dijo Méndez, que distinguía al primer golpe de vista la miseria urbana.
– Claro que no -contestó el viejo Reus-, y menos habiendo trabajado siempre como periodista de calle, o sea habiendo llevado una vida de lo más indigna. Nunca hubiera podido pagar ni el diez por ciento de la cuota. Pero estoy seguro de que usted tampoco pertenece al Círculo, Méndez, aunque me haya invitado a cenar en él.
– Por supuesto que no pertenezco a este centro de los aficionados a la perpetua memoria. Lo que ocurre es que hay almas bondadosas que me permiten entrar aquí como un socio más, husmear entre los cuadros de Ramón Casas que tienen en el salón, sentarme a esta mesa e invitar a un amigo a una cena. La cena la pago yo, amigo Reus, aunque estoy dispuesto a confesarle que a precio especial. Es el primer exceso que cometo desde que en mi madurez me lié con dos mujeres a un tiempo sin probar antes la resistencia de la cama.
Reus musitó:
– Gracias por la cena. Supongo que usted piensa, Méndez, que es aconsejable no morir sin haber practicado alguna obra de misericordia.
– No se preocupe: es una misericordia de fin de temporada.
– ¿Por qué me ha invitado usted, Méndez? Los dos tenemos la misma edad, el mismo desencanto, la misma pobreza y la misma necesidad de que nos la levanten con una grúa. Pero ¿es ése el motivo? ¿Una conversación junto a los árboles de la Rambla? ¿No tiene que decirme nada más?
Méndez achicó los ojos.
Aquellos ojos brillantes y quietos volvieron a ser durante unos segundos los de la serpiente vieja.
– Usted, Reus, conoce profundamente la anatomía del culo -dijo con voz sibilina.
– Ya se lo he explicado: pura afición al bicho. Pero en realidad conozco la anatomía de todo el cuerpo humano. Quizá demasiado. A veces incluso estoy harto.
– Tiene usted que aguantar a su hija, ¿verdad?
– Llevo siglos aguantándola y oyéndola. Siglos enteros encontrando sus librotes en la mesa del comedor.
– ¿Aún vive con usted?
– ¿Y con quién quiere que viva? Una mujer que es médico forense no se casa así como así, aunque sea guapa. En primer lugar, tiene dinero y hace lo que le da la gana, o sea que se ha vuelto algo egoísta. Y es lógico, ¿no? ¿Para qué va a renunciar a su nivel de vida? En segundo lugar, Eva Reus, pese a la indignidad de su ascendencia paterna, no puede casarse con cualquiera. Necesita un hombre superior, ¿comprende?, y los hombres superiores tampoco abundan. ¿Por qué se lo decía? Ah, sí, porque se ha vuelto exigente. Y también me parece lógico, no crea. En fin, que me he ido acostumbrando a la idea de que Eva no se casará y no me dará nietos, lo cual, según se mire, es un alivio de lo más considerable. Imagínelo usted, Méndez: dentro de unos años tendría que esconderme a toda prisa, para que no me vieran, cada vez que ellos entraran en una casa de putas.
Fue a vaciar su copa de vino, pero de pronto la volvió a depositar sobre la mesa, casi con brusquedad, mientras sus ojos se hacían tan duros y penetrantes como los de Méndez.
– No me diga… -barbotó.
– ¿Decirle qué…?
– Que me ha invitado usted a cenar a causa de mi hija.
– No creerá que pienso pedirle su mano -se defendió Méndez-. Debe de ser complicadísimo eso de casarse, y a un tiempo tratar de funcionar con una médico forense. Cuando uno, después de arduos trabajos, esté en lo mejor, ella es capaz de decir: «Ahora empezarán a funcionar los conductos deferentes». Mire, amigo Reus, lo único honrado que le queda al sexo es la fantasía, es decir la mentira. Si a uno le van contando la batalla, está perdido. Por eso es verdad que no me interesa en absoluto su hija como mujer, pero también es verdad que quiero hablar con ella.
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