Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Y para eso me ha utilizado a mí.
– Hombre, Reus, usted y yo nos conocemos hace un montón de años. Hasta un tipo como yo puede invitar a cenar a un amigo.
– Maldita sea, Méndez, cuando yo, hace años, invitaba a cenar a alguien, pagando el periódico, era para sacarle información. Si lo que quiere es eso, dígalo de una puñetera vez. Pero tendrá que ser con la condición de que pida otra botella de vino.
Méndez pidió un Viña Esmeralda fresco, que se bebía solo, aunque supuso que se le indigestaría a la hora de pagar. Luego confesó:
– Quiero hablar con su hija, Reus.
– ¿De qué?
– Quiero que vulnere el secreto profesional. Ya sé que en este caso el secreto profesional no existe tal vez. O quizá no sea importante. Pero de todos modos quiero que se cisque en él.
– ¿A qué asunto se refiere?
Méndez dijo rápidamente:
– Eva hizo la autopsia de una niña a la que yo encontré muerta ayer.
– Y a pesar de eso a usted no le quieren informar del caso, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque el asunto ha pasado a Homicidios, y yo no soy más que el último inspector de la última comisaría de barrio de Barcelona. Yo soy el hombre de las pensiones baratas, de las tiendas de gomas, de los portales con jeringuillas oliendo a orines, de las esquinas con gata en celo. Nunca me explicarán nada. Redacté un informe sobre el hallazgo y ya está. Ni siquiera un «Gracias, Méndez». Y yo no estoy dispuesto a que me dejen al margen. Por eso quiero saber todo lo que hay. Por eso quiero seguir.
– Seguir, ¿hasta dónde?
– Hasta donde sea.
– ¿Por qué, Méndez?
– Por los ojos de la niña.
La mano derecha del viejo Reus estaba sosteniendo la botella de vino. De pronto aquella mano tembló. Depositó la botella sobre la mesa mientras musitaba:
– Los tenía abiertos, ¿verdad?
– Sí. Y el cielo se había metido en ellos.
– ¿Qué está diciendo, Méndez?
– No sé explicarlo. Sólo tuve la sensación de que el cielo se había metido en ellos. Y eso fue como un mensaje para mí.
– Sólo los niños tienen ese privilegio -bisbiseó Reus-: recoger un pedacito de cielo en sus ojos.
– Quiero hablar con su hija, Reus. Necesito hablar con ella .
– No hará falta.
– ¿Por qué no?
– Porque me lo ha contado todo. Me ha enseñado el informe que ha entregado a la policía, ese mismo informe que a usted no le quieren enseñar. Ya supondrá que, siendo padre e hija y además habiendo vivido siempre juntos, nos contamos nuestras cosas. Bueno, pues ella me ha dado todos los detalles. Y hasta si usted quiere, Méndez, y sin necesidad de que pague otra botella de vino, le puedo facilitar una copia del informe.
– Amigo Reus, me emociona usted. Y conste que no me emociono desde que Franco dijo en 1945 que España era una democracia orgánica.
Reus vació su vaso, produjo un chask con la lengua y murmuró:
– Pregunte lo que quiera.
– Edad.
– Doce años.
– Hijo de puta.
– Usted es partidario de la pena de muerte, ¿verdad, Méndez?
– Claro que soy partidario de la pena de muerte. Y ejecutada en garrote, un viernes de cuaresma y a manos de un verdugo de Albacete. Pero vaya usted a buscarlo. Me han dicho que profesionales tan buenos como ésos ya no quedan.
– Lo que no queda es ley. Siga, Méndez.
– Nombre.
– No se sabe aún.
– ¿Cómo que no se sabe aún?
– Es lógico. A mi hija le entregaron el cadáver tal como estaba, y ella sabe que no llevaba ningún documento encima. Normal, ¿no? ¿Qué coño de documentos va a llevar una niña de doce años? Y en el cuerpo no había tatuajes, claro. Ni señales especiales. Supongo que la policía ya sabe lo que tiene que hacer en esos casos.
– Sí -dijo Méndez con voz incierta-: investigar a partir de las huellas dactilares, aunque dificultará el trabajo el hecho de que esa niña no tuviera Documento Nacional de Identidad. Y husmear en las denuncias de Desaparecidos. Por cierto, si no saben quién es la niña, ¿cómo ha sabido Eva que tenía doce años?
– Por el desarrollo general del cuerpo y porque aún no se había producido ovulación. De todos modos, ese dato de la edad es sólo aproximado, claro.
La mirada de Méndez se hizo más dura, más penetrante. Pareció rebotar como algo metálico en los árboles de las Ramblas, antes de volver al rostro del viejo Reus.
– ¿La violaron? -preguntó de pronto.
– No.
– ¿Ningún abuso sexual? -Ninguno.
– ¿Seguro?
– Mi hija no se equivocaría en una cosa así, Méndez. Y además fue lo primero que buscó.
Méndez suspiró ruidosamente.
– Me tranquiliza -susurró.
– ¿Y qué más le da? Ella está muerta.
– Leches, no es lo mismo. Y hasta puede que le ahorrara al asesino lo del verdugo de Albacete. Me conformaría con uno de Sevilla, que tenían fama de simpáticos y terminaban la faena mientras contaban un chiste.
– Bueno, pues si eso le tranquiliza de alguna manera, le diré que no cometieron con ella ningún abuso sexual, Méndez. Sólo la mataron, si es que eso le parece a usted poco.
– ¿Cómo la mataron?
– Usted lo sabe mejor que yo, Méndez.
– Me pareció una cuchillada en el cuello -dijo el viejo policía.
– Cierto. Un navajazo certero, sin vacilaciones, tan limpio como el de un profesional. Eva dice que se utilizó la mano derecha, que el arma fue una navaja barbera, el corte iba del lado derecho del cuello de la chica al izquierdo, el asesino era más alto que la víctima, cosa natural, y para mantenerle el cuello tenso la levantó sujetándola por el pelo.
– Levantarla por el pelo… ¡Qué curioso…!
– Mi hija da este último dato como seguro, y lo ha recalcado en el informe a la policía porque sin duda el asesino se llevaría pelos de la víctima. Otros detalles anotados: a la pequeña no la mataron allí, sino que la trasladaron desde otro sitio. El cuerpo fue abandonado entre las ruinas la noche anterior probablemente. Y ahora sé que me va usted a hacer una pregunta, Méndez. Mi hija también lo pensó mientras trabajaba.
– Exacto. ¿Cómo era el sitio en que mataron a la niña?
Reus vació otra copa de vino.
– Usted sabe, Méndez, que el sitio donde ha estado un cadáver puede identificarse a través de sus ropas y de su piel -dijo-. Por lo tanto Eva, que no quería dejar ningún cabo suelto, realizó el análisis más meticuloso de su vida. ¿Qué encontró? Bueno, pues encontró las manchas producidas por los cascotes de la casa en ruinas, pero ninguna más, lo cual significa que la víctima había estado probablemente en un sitio limpio. No había tampoco suciedad en sus uñas ni en su pelo. Ni en las suelas de los zapatos, que parecían haber estado pisando alfombras. De todo eso deduce Eva que la niña pasó sus últimas horas en una habitación bastante bien instalada, donde probablemente fue muerta. Luego un coche también limpio, y al fin aquel paisaje de cascotes y de ruinas, como si fuese un animal lanzado al vertedero.
Méndez carraspeó.
Sus ojos tenían una fijeza hipnótica.
Deslizó nuevamente la mirada por las Ramblas, como si en la luz de los quioscos, la nostalgia de las farolas, la tristeza de las ventanas y el deambular de las putas hubiese de hallar alguna respuesta.
– ¿Qué más? -preguntó-. ¿Sólo ha podido saberse que estuvo en una habitación limpia y fue transportada en un coche confortable?
– No -musitó el viejo Reus-. Mi hija Eva cree haber averiguado algo más, pero ésa es una impresión puramente personal, de modo que no la ha puesto aún en el informe. Ella cree que detrás de la muerte de esa chiquilla hay una historia de niños, algo que de momento se le hace inexplicable, pero que está fundado en unos cuantos detalles concretos. Por ejemplo, en las yemas de los dedos de la víctima había unos restos microscópicos de polvo, que según mi hija es polvo dejado por una barra de tiza. Por ejemplo, entre sus dientes había partículas insignificantes de goma de borrar; usted sabe que algunos pequeños las mastican. Por ejemplo, tenía en el lóbulo derecho, quiero decir en la oreja derecha, una manchita casi insignificante de color verde, que podía haber sido causada por la punta de un lápiz de dibujo. En fin, que son detalles que Eva aún no se ha atrevido a poner, porque teme que a la policía le parezcan ridículos. Pero antes de que yo saliese a cenar con usted, Méndez, poniendo en peligro mi vida, ella dijo que redactaría con todos esos detalles un complemento de informe. ¿Conclusión? Detrás de esa niña tiene que haber una historia de otros niños, Méndez. Mi hija cree que la víctima pudo ser asesinada en un sitio donde se reunían otras personas de su edad, ¿comprende? Podía haber sido un colegio. Y es que los colegios son, en mi opinión, lugares peligrosísimos y crueles. Lo primero que piensan los niños es que su madre los ha abandonado. Lo segundo que piensan -cosa mucho más útil- es lo buena que está la maestra.
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