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A Sonia Abrazián, esposa y madre, por su paciencia, aliento, lealtad y amor.
Durante los últimos cuarenta años, ocupé varias posiciones gubernamentales, y –en numerosas oportunidades– tuve que explicar, convencer, justificar o defender mis decisiones u opiniones. Escribí mucho y estuve presente en medios audiovisuales. El propósito de este libro es diferente. En particular, en la última parte, brindo mi percepción de los eventos desde una perspectiva histórica.
Siempre creí en el valor de estudiar y aprender de la historia; así lo hice desde temprana edad. Estudié Economía en la Argentina durante la época de la recuperación posterior a la recesión de 1962-1963, luego del intento modernizador del presidente Frondizi con su Plan de Estabilización y Desarrollo de 1958.
Comencé a trabajar durante los años del Plan de Estabilización y Crecimiento de Krieger Vasena, en 1967, en la época en que se fue gestando el retorno de Perón al poder en 1973, en medio de una trágica confrontación entre los movimientos guerrilleros y el gobierno militar.
En aquellos años, hubo varios intentos de revertir el aislamiento internacional producto de las políticas intervencionistas, heredadas de los dos gobiernos de Perón entre 1945 y 1955. En esa época, las teorías económicas predominantes eran el keynesianismo en América del Norte y el estructuralismo y la “Teoría de la Dependencia” en América Latina. Para describir el pensamiento prevaleciente de aquel entonces, suelo recordar que, cuando yo era un estudiante en Córdoba y leí las primeras novelas de Mario Vargas Llosa, el entonces muy joven escritor peruano admiraba la revolución cubana.
Desilusionado con el curso de los acontecimientos durante la primera mitad de la década del setenta, en particular, cuando se agravó el clima de violencia, desde 1972 a 1974, y sintiendo que mi conocimiento de historia y economía no bastaban para entender la actualidad argentina, decidí tomar distancia de los acontecimientos de mi propio país. Decidí aprovechar la oportunidad para profundizar mis conocimientos de teoría económica y aprender sobre la experiencia económica de otros países de América Latina y el mundo.
Harvard me permitió cumplir con los dos objetivos al mismo tiempo. Mientras escribía la disertación para el doctorado en Economía sobre política económica en contextos estanflacionarios, me beneficié del interés de varios profesores de esa universidad y del MIT sobre la experiencia de la Argentina, tales como Rudiger Dornbusch, Stanley Fisher, Martin Feldstein, Benjamin Friedman, Richard Musgrave y Yair Mundlak.
También me enriquecí intelectualmente interactuando con compañeros de clase y economistas que estaban completando estudios de posgrado o visitando Cambridge por conferencias y seminarios. Pedro Aspe, Sebastián Piñera, Eduardo Aninat, Jorge Dosermeaux, Roberto Dagnino, Larry Kotlikoff, Larry Summers, Jeffrey Sachs, Michael Bruno, Edmar Bacha, Eliana Cardozo, Alejandro Foxley, Álvaro Pachón, Christophe Chamley son personas que conocí en Harvard y con las que continué interactuando como investigador y funcionario. También conocí al profesor Arnold Harberger cuando participé en la Misión Musgrave de Reforma Fiscal para Bolivia y, algunos años más tarde, tuve el privilegio de frecuentar a Jacob Frenkel, Vito Tanzi, Robert Mundell y Rodrigo Botero. Aprendí mucho de todos ellos.
A mi regreso, continué estudiando las particularidades de la Argentina con renovadas herramientas teóricas, así como lo que estaba pasando en el resto de América Latina y el mundo. Así, fundé el Instituto de Estudios Económicos sobre la Realidad Argentina y Latinoamericana (IEERAL), un centro de pensamiento financiado por la Fundación Mediterránea, una organización no gubernamental localizada en Córdoba. IEERAL nucleó a un equipo de investigadores, cuyas producciones, debates y conferencias influenciaron las políticas públicas cuando la Argentina recuperó la democracia.
En 1987 incursioné por primera vez en el mundo de la política. Me había mantenido al margen de los partidos políticos, hasta que el Partido Justicialista de la provincia de Córdoba me invitó a participar en su boleta como candidato independiente a la Cámara de Diputados de la Nación. Desde 1987 hasta 1989 asumí el rol de diputado nacional, y expliqué qué el Plan Austral –inicialmente exitoso– se estaba desmoronando a causa de la indisciplina fiscal generalizada de las provincias y del gobierno federal.
Cuando Menem sucedió a Alfonsín como presidente, integré su gabinete como ministro de Relaciones Exteriores. Convencido de que el aislamiento había frenado el progreso de nuestro país durante buena parte de su historia, decidí que era fundamental reintegrarlo al mundo. El aislamiento se debía, en gran medida, a nuestra relación distante con los Estados Unidos, la interrupción de las relaciones diplomáticas con el Reino Unido después de la Guerra del Atlántico Sur, los problemas limítrofes con Chile y la carrera nuclear con el Brasil. Tras varios meses de negociaciones, logramos progresos en todos esos frentes. La Argentina comenzó a involucrarse en los temas del mundo con una actitud constructiva y recuperó el respeto de las naciones, como en la época de oro entre 1870 y 1914 y durante el corto período de la presidencia de Frondizi entre 1958 y 1962.
La reconexión de la Argentina con el mundo produjo los mismos resultados que en los dos períodos mencionados: el fortalecimiento de las relaciones exteriores facilitó las reformas económicas que expandirían el comercio, atraerían inversiones e introducirían adelantos tecnológicos en la producción de bienes y servicios. Cuando pasé del Ministerio de Relaciones Exteriores al Ministerio de Economía, a comienzos de 1991, tuve la oportunidad de implementar las políticas que había predicado durante una década desde el IEERAL.
Para la Ley de Convertibilidad, me inspiré, ayudado por Horacio Liendo en la experiencia de Carlos Pellegrini en 1890 y en la observación del comportamiento de la sociedad durante los años de hiperinflación. En esas circunstancias, los argentinos decidieron usar el dólar en lugar del austral para proteger sus ahorros, aun cuando el uso del dólar era ilegal. La complementariedad de la caja de conversión con la legalización del uso del dólar como moneda alternativa fue crucial para restablecer la confianza, estabilizar y reiniciar el crecimiento.
Sin embargo, la situación de la deuda pública no difería de la que encontraron tanto el presidente Avellaneda en 1870 como Pellegrini en 1890. Nosotros, como ellos, tuvimos que reestructurar la deuda externa, normalizar la relación financiera con el exterior y, al mismo tiempo, recrear la confianza en los mercados locales.
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