Lo consiguieron en buena parte. Hasta el punto de que España pareció convertirse en el único país que había alcanzado el viejo sueño maurrasiano y de sus pariente políticos. Un sueño coronado muy tarde, en 1969, con la designación de Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey, pero coronado al fin. Significativamente, la culminación del proyecto político reaccionario conllevó el eclipse de la nación, de los discursos de nación. Incluso en el plano simbólico, en el que los grandes referentes nacionalistas –el 2 de Mayo e incluso el día de la Raza/Hispanidad– pasaron a un segundo plano frente a la gran celebración (auto)conmemorativa del régimen, el 18 de Julio. 36
Naturalmente, todo esto no quiere decir que desaparecieran como por arte de magia el nacionalismo y la nación. El eclipse de los discursos de nación permitía reforzar el pretendido alejamiento del régimen de todo nacionalismo, al tiempo que orillar un tema que se había demostrado reiteradamente como un terreno conflictivo entre los aliados-rivales que lo sustentaban. Pero nación y nacionalismo hubo, al mismo tiempo, más que nunca. Era ya una España incuestionable, naturalizada y banalizada hasta la saciedad. Se «españolizaba» continuamente con los goles de Zarra a la «pérfida Albión» o de Marcelino al archienemigo ruso; con Lola Flores, Carmen Sevilla o Manolo Escobar; con Manolete o el Cordobés; con todos los logros económicos, y hasta con la búsqueda de pretendidos orígenes españoles de cualquier estrella mundial (como Walt Disney, por ejemplo). España estaba ahí, en todas partes y en todo momento. Y era, además, intocable. Sobre todo cuando aparecía el desafío externo, fuera este la «falsa» celebración del día de la Hispanidad en Nueva York, Gibraltar o, especialmente, cuando arreciaban las protestas internacionales contra la represión franquista. Y lo era también frente al desafío interno, aquel constituido por los enemigos de siempre, rojos y separatistas, frente a los cuales el nombre de España volvía a sonar, atronador, en la propaganda del régimen.
Al final, el eclipse del discurso de nación, con el correlato del rechazo absoluto del «nacionalismo», terminó por volverse contra el propio régimen, que hubo de reconocer en sus postrimerías que la batalla regional-nacional la estaban perdiendo por no haber sabido articular una respuesta coherente a esta. 37 Sucesivamente, ya en la transición, franquistas y posfranquistas tendrían no pocas dificultades a la hora de rearticular un discurso de nación.
No se trata, ahora, de entrar en el debate acerca de si el régimen franquista «nacionalizó» o «desnacionalizó»; pero sí hay que constatar que dejó su poso en el terreno de la naturalización-banalización de «España» y en el de los discursos. Así, muchos falangistas y exfalangistas se pudieron reivindicar como nunca nacionalistas, como siempre europeístas y universalistas; aunque, eso sí, con la firme idea de que España era algo eterno, un dato de hecho, algo incuestionable, sobre todo cuando se trataba de hacer frente a los múltiples retos de la España plural. Y así, los que venían de la tradición nacionalcatólica pudieron batir también el terreno de su universalismo nonacionalista en nombre de una España eterna e incuestionable, además de felizmente articulada con su Monarquía, su religión, su lengua, sus fuerzas armadas. Para mostrarse, finalmente, tan reactivos como los anteriores ante esos retos de esa España plural tan impíamente aliada con la izquierda, con los socialistas. Otra vez, el proyecto político se superpone al nacional.
REFLEXIONES FINALES
1. ¿Qué tiene que ver lo que analizábamos en la primera parte de este trabajo con el modo en que lo concluimos? Una primera consideración puede formularse al respecto. Esta es que el nacionalismo español de la derecha sigue teniendo serios problemas a la hora de reinventarse en sentido democrático. En primer lugar, porque subsisten, desprovistos ahora de sus componentes antiliberales y antidemocráticos, los viejos fundamentos de los nacionalismos franquistas: Monarquía, religión, lengua, fuerzas armadas... En segundo lugar, porque el elemento «fuerte» de ese nacionalismo sigue radicando en la naturalización-banalización de la nación española, dos aspectos del problema que se refuerzan mutuamente. En tercer lugar, porque la fundamentación democrática de ese nacionalismo queda relegada, si acaso, a un último plano. Tal legitimación podría haber venido constituida por el «patriotismo constitucional», pero esta noción desaparece –como se habrá observado– con frecuencia. Y su habitual formulación parece reducirse a una herramienta ad hoc a la hora de combatir los nacionalismos alternativos. Más aún, la Constitución viene invocada casi siempre no como un proyecto común basado en la libertad, sino como una suerte de código cerrado que marca los límites de lo «intocable». Que las referencias a la Constitución se limiten casi siempre al menos «constitucional» de sus artículos, el segundo, lo dice prácticamente todo al respecto.
2. En otro orden de cosas, se ha podido observar a lo largo de estas páginas cómo fascistas y nacionalistas españoles antepusieron en sucesivos momentos su proyecto político a los contenidos «nacionales» de este. Los primeros, sublimando la nación en un pretendido europeísmo-universalismo de raíz marcadamente fascista. Los segundos, reduciendo su proyecto nacionalista a la mera y simple destrucción de la Anti-España, completada con la coronación de su proyecto político reaccionario. Ambos intentaron apropiarse de la nación mediante el reiterado procedimiento de descalificar al enemigo, identificado siempre como lo menos nacional o simplemente antinacional. Ambos, en fin, se identificaron absolutamente con el régimen franquista, por cuyo control disputaban, por encima de toda preocupación por la suerte de la nación: durante las tres décadas que sucedieron a la derrota mundial del fascismo y el nacionalismo reaccionario antepusieron la supervivencia del régimen a los intereses de una nación postergada y despreciada en el ámbito internacional.
3. Como se ha visto, nada de especialmente peculiar hubo en la experiencia española respecto a las otras europeas. Acción Francesa antepuso la fidelidad a su proyecto político reaccionario, a la defensa misma de la nación frente al ocupante nazi; los nacionalistas italianos se «acordaron» de la nación en el momento de la derrota, para denunciar los «excesos» del proyecto político rival, el de los fascistas. Estos últimos antepusieron su proyecto de Estado-partido y guerra fascista al de guerra nacional hasta que la catástrofe se consumó. Esto es lo que hicieron todos, nacionalistas y fascistas, a «la hora de la verdad», en «el momento de la prueba». Lo específico de la situación española estriba en su condición de «superviviente». Pero esta circunstancia debe ser analizada no como una especie de peculiaridad a la española, sino como un elemento de reflexión que ayuda a comprender, ratificándolas, las derivas de los nacionalismos antiliberales europeos que acabamos de constatar.
4. Tal vez sea ocioso, por irresoluble, forzar la solución del dilema entre proyecto político y proyecto nacional en los distintos nacionalismos europeos. Al fin y al cabo, todos consideraban que lo mejor para la nación era su proyecto de nación y viceversa. Pero no se les puede conceder el beneficio de la duda en su pretensión de ser única y exclusivamente «nacionales». Eso es lo que afirmaban sus propios discursos, pero las cosas fueron siempre mucho más complejas. La forma en que se comportaron en el «momento de la prueba» constituye toda una advertencia para el historiador y su necesidad de deconstruir tales discursos. Constituye también, tal vez, el último legado, en España y en Europa, de los grandes nacionalismos antiliberales del siglo XX, del ultranacionalismo fascista y del nacionalismo reaccionario.
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