Ya en el primer artículo, el de presentación a cargo del director del diario, el problema venía expuesto, como decíamos, con gran claridad en sus tintes tanto positivos como negativos. Entre los primeros, bien resumidos en el titular, la idea no especialmente brillante, la verdad, de que «Juntos somos más y mejores que separados»; y, junto a ello, el más prometedor enunciado de España presentada como una «gran aventura». Pero nos interesan más aquí, por el momento, los elementos que conforman la diagnosis del problema. Porque aquí encontraremos una conjunción de todos los tópicos agónicos del nacionalismo español. Así, se estaría reproduciendo en España, por la situación económica y por el «desquiciado desafío de los nacionalismos», un cuadro semejante al de 1898, al de aquella «depresión colectiva» respecto de la que tan bien habrían sabido responder los intelectuales del 98. Porque de eso se trataría, de hacer frente a la nueva situación de la «patria amenazada», casi al borde del abismo, con un compromiso por la «regeneración profunda de la sociedad española». Gran tarea sin duda si se tiene en cuenta –otro topicazo– que nuestra ciudadanía es «endeble» y nuestra sociedad «débil»; o, sobre todo, que, frente a tan monumental reto, haya que constatar, lamentablemente, que una izquierda «irresponsable» se haya abandonado a la «demagogia», convirtiéndose, incluso en contra de su propio ideario, en «cómplice» de quienes amenazan la cohesión del país. Habría, en fin, con todo, razones para la esperanza en un gran país, rico y diverso, vario y complejo, pero capaz de hacer de todo ello un factor de unidad, de buscar el común denominador, de reafirmar los valores propios de la dignidad humana y de defender lo «que es y significa España». Y habrá que confiar, decimos nosotros, en que así será, toda vez que la biografía de esa «gran aventura que es España» habría nacido, «hace tantos miles de años», en Altamira.
Bien marcada la pauta, los sucesivos artículos abordaban los diversos aspectos del problema. Del económico, en primer lugar, para que Velarde Fuentes nos recuerde que «sin unidad, no hay prosperidad»; que «un mercado necesita ser grande para ser eficaz» so pena de caer en la «decadencia», o que «cualquier escisión de una sola economía sería un daño definitivo para ella y para todas las demás». Todo ello históricamente argumentado merced a un rápido periplo a través de la España decimonónica, Estados Unidos o el Zollverein que anticipa la unidad alemana. Se trataría, en suma, de un problema aduanero y de tamaño de los mercados. Aunque, casualidad o no, no deja de llamar la atención que aquí solo aparezcan Estados-nación, sin mención alguna a Europa, a la, muy actual, Unión Europea. Un gran mercado en el que, por lo demás, ningún secesionista aspira a levantar fronteras y aduanas.
Ya en el terreno de la política exterior, Luis Ayllón encarece la necesidad de hacer un elemento de fuerza de la «marca España», con todos sus activos –«empresas, deportistas, gastrónomos, artistas, militares, cooperantes, etcétera»– y en la forma que tan acertadamente lo estaría haciendo el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno del Partido Popular. Claro que esto exigiría unidad de acción, de los partidos y de las distintas administraciones. Y es por ahí por donde, de nuevo, se encuentra la feliz ocasión para estigmatizar a los socialistas, en el presente y en el pasado. En el presente, porque dejándose llevar por intereses partidistas dificultan la acción del Gobierno. En el pasado, porque, al parecer, el anterior Gobierno socialista minó la credibilidad de España ante EE. UU., de donde la necesidad y los esfuerzos del ministro popular para convencer a sus interlocutores norteamericanos de que España «vuelve a ser un aliado fiable». Podría parecer a un lector mínimamente informado que fiabilidad no es subordinación y que esto queda muy poco «nacionalista». Tal vez por ello, para compensar, se termina por recordar a los países que tienen contenciosos tradicionales con España. Nótese: Reino Unido, Marruecos, Cuba y Venezuela. Y si por ahí anda el adversario exterior, más cerca está el otro: esas comunidades autónomas que tan «alegremente» se empeñaron en abrir oficinas en el exterior.
Para gran activo de la política exterior e interior, ahí está la corona, el Rey, como se encarga de demostrar Almudena Martínez-Fornés. Porque el Rey no solo sería el «mejor embajador en el mundo», sino que, además, arrastraría un cúmulo de virtudes incuestionable en el plano interior: primer jefe de Estado de la historia de España que, tan pronto como el 22 de noviembre de 1975, habla para todos los españoles, superando la divisoria histórica entre las dos Españas. El Rey que habla con todos, se preocupa por todos y se emociona con las victorias deportivas. El Rey, en fin, como clave del arco de la unidad española. Porque es el elemento de cohesión entre todos los españoles, «cualesquiera sean sus ideas», y porque es «el símbolo de la unidad territorial de una España plural y diversa».
Con orgullo de nación se expresa el general Fulgencio Coll para recordar el peso de España en el mundo, la imagen positiva de la Transición, la universalización de «nuestro idioma común», la riqueza de «nuestros sabores» o nuestra forma de ver y entender la vida. Pero trasciende igualmente en este artículo una clara voluntad de situar las misiones internacionales del ejército español en el marco de los compromisos internacionales, el sentido de la solidaridad y la defensa de unos valores con los que los españoles se sienten identificados. No existe aquí ningún tipo de voluntad de apropiación o de desaprobación de ningún segmento político y sí, en cambio, un especial interés en situar las intervenciones del ejército en un plano de colaboración con otras proyecciones como las de los «cocineros, artistas, cooperantes, grandes políticos o profesionales de la acción exterior».
Más problemático resulta el retorno de la historia con un Manuel Lucena muy preocupado por arremeter contra el nacionalismo decimonónico «con sus arrebatos de egoísmo etnicista, lingüístico, cultural, religioso y fiscal». Claro que habría que entender que España, en tanto que una de las escasas naciones del mundo anteriores a tal plaga nacionalista, habría quedado a salvo de ella. Más aún, España habría sido la creadora del primer imperio global de la historia de la humanidad, de la globalización. Y lo habría hecho desde valores universales, involucrando además, en el interior, a vascos, aragoneses, catalanes o gallegos, a «todas las Españas». Lo que ya no está tan claro es cuándo aparece España, en singular. No parece, ahora, que en la cueva de Altamira, aunque, desde luego, tampoco en la Constitución de 1812, como pretenderían los que no conocen la historia de España. Tal vez, «de los Reyes Católicos a Carlos IV». Y desde luego, no donde la quieren ver los que desprecian como antigualla «la monarquía compuesta y católica (es decir, universal) de los Austrias españoles». La cosa estaría, pues, entre los Reyes Católicos y el nacimiento de una «comunidad política» que ya habrían vivido «Lope de Vega, Cervantes, la monja Catalina de Erauso, Jovellanos o Antonio de Capmany». Sería, en fin, esa comunidad política, que habría articulado «en una matriz cultural común los reinos peninsulares», la que no quiere reconocer a los «escritores de ficción a sueldo autonómico». Y, desde luego, tampoco a aquellos, presos de «hilarante» localismo, que imaginan una patria que, «cual pobre doncella oprimida, habita en el mítico valle de la bartola, a mano izquierda o derecha de los Pirineos».
Queda claro, pues, que el (no)nacionalismo español aparecía inmaculado respecto de todos los arrebatos, incluido el lingüístico. Algo que queda meridianamente claro en el artículo de José Manuel Blecua, quien afirma rotundamente que la «lengua es vehículo de comunicación y también vínculo de unión entre los miembros de una comunidad». Lo que sería claramente aplicable al caso de «nuestra lengua», hasta el punto de que razones diacrónicas harían que «términos históricos como nación española correspondan a un amplio dominio en su territorio y en sus características lingüísticas». Se trataría, eso sí, de un español rico en usos, matices y diversidades, como se podría constatar en América. Un español que viviría en contacto con otras lenguas, en América y en España, para conformar hermosas realidades plurilingüísticas que podrían, eso sí, generar unos problemas de normalización que, afortunadamente, ya no existirían en España.
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