AAVV - Nación y nacionalización

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El estudio de los procesos de nacionalización, esto es, de la difusión social de las identidades nacionales, es uno de los aspectos centrales para el campo de investigación dedicado al nacionalismo. Sin embargo, se trata de un ámbito que cuenta todavía con una relativa escasez de trabajos, especialmente cuando se aborda desde una perspectiva comparada. El presente volumen se dedica al estudio de los procesos de nacionalización en los marcos de los Estados-nación europeos. El caso español es objeto de especial atención, aunque desde una perspectiva comparada con los países de su entorno, lo que permite plantear dudas acerca de la supuesta excepcionalidad del proceso de nacionalización español. El volumen se compone de trece estudios escritos por historiadores procedentes de nueve universidades europeas y españolas.

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Lo que nos proponemos en las páginas que siguen es intentar una aproximación al problema, aunque desde una perspectiva limitada: la de los nacionalismos de derechas, de los antiliberales en concreto, en la Europa del siglo XX, esto es, del nacionalismo reaccionario y del ultranacionalismo fascista.

Para ello nos centraremos en España, pero también en Francia e Italia. 3 En el primero de los casos, porque aquí tenemos los dos nacionalismos, además en posiciones de poder y durante casi cuarenta años. Ello hace del caso español una experiencia única. Primero, porque esa experiencia atraviesa distintos momentos históricos, lo que la convierte en un punto de observación imprescindible; y, segundo, porque fue el único país en que se cumplió de modo casi completo, allá por 1969, el sueño que tuvieron un día la Acción Francesa o la Asociación Nacionalista Italiana. La relevancia del caso francés estriba en que, como es sabido, su nacionalismo integral se convirtió en el gran referente para los nacionalismos reaccionarios, europeos o no, al tiempo que hubo de «ir a la prueba» en 1914-1918 y, sobre todo, 1939-1945. El caso italiano, en fin, nos interesa porque allí estuvieron presentes, como en España, pero con una correlación de fuerzas inversa, los dos nacionalismos. Como en Francia, ambos , no solo el fascista, salieron derrotados en 1945. En España, no.

* * *

LA NACIÓN DE LOS FASCISTAS

Aristotle Kallis ha recordado recientemente que la principal ambigüedad del fascismo estribaba en que fue «tanto marcadamente nacional (e hipernacionalista) como, a la vez, un mito universal de renacimiento y redención». 4 Formulado en nuestros propios términos, podríamos decir que la cultura política del fascismo era ultranacionalista, al tiempo que se proyectaba como un proyecto político revolucionario orientado en último término a la transformación radical del Estado, la sociedad y el individuo. 5 Más que de ambigüedad, habría que hablar de la existencia de dos caras del fascismo; dos caras profundamente entrelazadas, esenciales para comprender en toda su complejidad el fenómeno fascista, que se contienen mutuamente, pero que lo hacen al mismo tiempo de un modo complejo, en perpetua tensión y en un proceso de redefinición permanente. En suma, hay un proyecto fascista de nación y un proyecto político, revolucionario, fascista. El uno contiene al otro, y viceversa. Pero la pregunta es: ¿cuál pesó más en los diversos momentos? ¿Terminó por imponerse uno de los dos? Intentaremos analizar el problema a la luz de los casos que enunciábamos.

En España , el ultranacionalismo fascista de Falange contenía un proyecto, antiliberal y antisocialista, de un nuevo Estado, totalitario, una nueva sociedad y un nuevo hombre. Se trataba de un proyecto revolucionario globalmente articulado como una religión política: de la nación, del partido, de sus hombres. Como en todas partes, el fascismo español aspiraba a la apropiación de la nación.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, en el nacionalismo falangista se solapaban dos conceptos de nación. Por una parte, latía por todos sus poros el esencialismo castellanista heredado del 98, la tierra, el cielo, el campesino, el carácter de sus hombres... todo. Pero, por otra, la noción de la «unidad de destino en lo universal», de resonancias orteguianas y, también, d’orsianas, transmutada en la «voluntad de Imperio» apuntaba a una negación de los supuestos fundamentales del nacionalismo que decían rechazar. Por sus bases roussonianas, democráticas, en unos casos; por sus apelaciones a las culturas, a las lenguas, a los usos y costumbres, en otros; por tratarse, en el caso de los «reaccionarios», de un nacionalismo de «puertas adentro». Así el ultranacionalismo falangista, autodefinido como no nacionalista, podía tocar los dos polos: el esencialismo castellanista –es la tierra– y el universalismo imperialista en tanto que un proyecto político totalitario e imperialista que iba más allá de la tierra y que podía incluso terminar por negarla. 6 Por decirlo de otro modo, el ultranacionalismo falangista podía terminar por negar la nación.

Así sucedió, en efecto, en dos de los grandes momentos en los que Falange se enfrentó a la prueba. El primero, cuando apenas iniciada la Guerra Civil el horizonte del fracaso político se dibujaba como una posibilidad no despreciable. El segundo, cuando, al hilo de las grandes victorias alemanas de 1940 y principios de 1941, el horizonte del éxito , el de la Europa totalitaria, cobraba visos de realidad.

Al primero de estos momentos pertenecen las reflexiones del máximo dirigente falangista, José Antonio Primo de Rivera, cuando desde la cárcel de Alicante se preguntaba qué sucedería si ganaba la República. En tal caso, apuntaba, la victoria correspondería a los «bereberes», es decir, a todo lo que de popular, liberal, de izquierda había habido en España prácticamente desde la Reconquista. Ante tal eventualidad, el dirigente falangista podía subrayar su vena aristocratizante e incluso amagar con un cierto distanciamiento del fascismo, pero lo que tenía rotundamente claro es que esa nación resultante ya no le interesaba, ya no era la suya:

La masa que es la que va a triunfar ahora, no es árabe, sino bereber. Lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa. Acaso España se parta en pedazos, desde una frontera que dibuje, dentro de la Península, el verdadero límite de África. Acaso España se africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aun por misteriosa voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo, ¿podremos transmutar nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros antepasados la ganaron para darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro destino familiar? 7

También Hitler y Mussolini abjurarían, en el momento de la derrota final, de sus pueblos, de unos pueblos que no habrían sabido estar a la altura. Pero entre uno y otro momento estaba el del éxito, el del Eje dominando Europa, y entonces los falangistas volvieron a negar la nación.

En efecto, en un proceso inverso al experimentado por su desaparecido líder en agosto de 1936, los falangistas españoles acentuaron a lo largo de 1940 y primeros meses de 1941 los rasgos fascistas, populistas, revolucionarios y totalitarios, para terminar por sublimar la nación. Fue un modo de superar el viejo dilema entre la dimensión puramente nacional y la asociada a su mítico proyecto revolucionario y supranacional. Lo hicieron a través de tres vías. La primera, batiendo con fuerza la original contraposición entre nación e imperio para subrayar que el segundo era superior a la primera. La segunda, acorde con su radicalización populista y revolucionaria, conducía a un desplazamiento de la nación en nombre del pueblo. Como exponía con rotundidad un editorial del periódico del partido, Arriba , en la Europa «revolucionaria» habrían «concluido las naciones». Y con el pueblo como gran protagonista: «al concepto de nación le replica el concepto de “pueblo”, con todo su pleno sentido revolucionario, como sujeto verdadero de otra enunciación falangista que ahora se hace historia viva: “la unidad de destino en lo universal”». 8

La tercera vía era aquella que tendía a resolver todas las nociones, la de nación, patria, pueblo y España, en una sola: Falange; la que culminaba el proceso de apropiación de la nación convirtiendo al instrumento nacido para servirla en la nación misma. Lo diría Ridruejo, cuando reivindicaba para Falange la capacidad para decidir quién podía integrarse y quién no en el Estado falangista y en la Patria. 9 Lo había dicho Laín Entralgo: «No se puede ser nacional en España sin el adjetivo sindicalista, a través del cual adquiere lo nacional concreción, actualidad y real sentido histórico». 10 Y desarrollaría el argumento hasta sus últimas consecuencias Salvador Lissarrague:

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