No mucho espacio ocupa el texto relativo a la religión, en el que Sebastián Mora incide en los valores solidarios y el apoyo a los más débiles. Descansaría todo esto en un trasfondo intrahistórico en sentido unamuniano, aunque ahora transmutado en el «humanismo de base cristiana que sustenta nuestra visión de la persona con dignidad inviolable... (y que) es parte esencial de nuestro acervo cultural». No en vano, lo que nos uniría por este lado sería la «solidaridad con los más débiles y (las) creencias compartidas».
El que parece llevarse la palma –nunca mejor dicho– en eso de «hacer patria» es el deporte. Así lo acreditaría el recuadro con siete deportistas españoles de «la edad de oro», o el hecho de que la gran ilustración del monográfico corresponda a imágenes de la celebración de la victoria en el mundial de Sudáfrica. Quien no tiene ninguna duda al respecto es, desde luego, el presidente del Comité Olímpico Español. No solo afirma este que el deporte «une, integra, hace patria y educa en valores», o que sus éxitos sirven para «unir a millones de españoles y normalizar nuestra convivencia», sino que considera, además, que el deporte es hoy por hoy poco menos que el principal factor nacionalizador:
Nada hay en la sociedad tan integrador y aglutinador del sentimiento nacional que el deporte. Lo hemos visto en España recientemente. Cuando se han multiplicado las voces desintegradoras, cuando parecía que nuestra identidad y nuestros símbolos se ponían en duda o abiertamente se despreciaban, el deporte ha sido capaz de unir a millones de españoles en un mismo objetivo.
No es de extrañar, pues, dadas tales premisas, que este sea el artículo en el que –de nuevo, nunca mejor dicho– se puedan lanzar todas las banderas, nacionales, al viento: en todas las ciudades y pueblos de España con motivo de la Eurocopa, el Mundial, o en aquel Camp Nou «convertido en un mar de banderas españolas» en apoyo a la selección que conquistó el oro olímpico. Sin que falte, por supuesto, el recordatorio de la «hermosa sintonía» del «yo soy español, español, español...».
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Si observamos con detenimiento esta larga –porque quería ser fiel– reconstrucción del especial del diario abc , constataremos que laten, tanto en su conjunto como en buena parte de los artículos que lo integran, todos los topos del nacionalismo español, del de derechas, aunque no solo de él. El primero es, sin duda, la negación del propio nacionalismo, concepto que viene absolutamente estigmatizado para endosárselo a los otros, siempre perversos, nacionalismos; sean estos los de la Europa decimonónica, sea la funesta proyección de estos en los actuales nacionalismos periféricos, los que amenazan la cohesión española. Y, el segundo, el habitual rasgo agónico del nacionalismo español enfrentado a una situación en la que la patria está amenazada, casi al borde del abismo y con el riesgo de caer en la «decadencia». Todo muy «noventayocho». Lo que no es una casualidad. Pues se trata, en efecto, de una suerte de vuelta a los orígenes del nacionalismo español reformulado a raíz de la crisis del 98 y proyectado sobre todo el siglo XX. En sus lamentos agónicos y en sus recetas «regeneracionistas».
Más allá de esto, y dejando de lado las obviedades economicistas del tipo, parafraseamos, «un mercado grande es más grande que uno pequeño», la selección de los elementos fuertes de unión entre los españoles es, en sí misma, toda una declaración: la monarquía, la historia, la religión, la lengua, el ejército... y el deporte. Salvo este último, bien anclado en lo que se ha dado en llamar nacionalismo banal, 2 todo apunta a una concepción de la nación española de larga andadura a lo largo del siglo XX. No hay en el conjunto de los textos una sola referencia a la Constitución española de 1978, y si hay alguna a la de 1812 es por aquello de la unidad de mercado o por su empeño en mejorar lo que ya existía. Y lo que ya existía era una España, a veces poco menos que eterna –Altamira–, a veces forjada, parece, desde los Reyes Católicos, con una mención especial a la monarquía católica y universal de los Austrias.
Es difícil no percibir en todo esto ciertos ecos del nacionalcatolisimo. Monarquía y catolicismo constituían, como se sabe, su núcleo y así aparecen en los textos que comentamos. Para el pasado, como acabamos de ver, y para el presente, oportunamente modernizados y democratizados. De una forma no especialmente fuerte en el caso de la religión, aunque no se deje de subrayar lo de la «unidad de creencias»; de un modo más enfático en el caso de la Monarquía, elemento fundamental de cohesión y símbolo de la unidad territorial española, por más que se pase un tanto de puntillas sobre el hecho de que, hoy por hoy, el principal elemento de legitimación de la Monarquía es su carácter democrático; y eso no viene de noviembre de 1975.
Y está, en fin, la lengua, el español. Ya se puede arremeter contra todo, otro, nacionalismo por étnico, lingüístico o cultural que sea, que, al final, el nacionalismo español no parece encontrar asideros más profundos que los culturales y lingüísticos. Se puede reconocer la pluralidad y riqueza de nuestras cocinas, de nuestras gastronomías, pero «nuestra lengua» es solo una, por más que pueda convivir con «otras». La ausencia de toda referencia a la Constitución y, por ende, al «patriotismo constitucional», vendría a revelar que este último no ha pasado de ser, para algunos, un expediente retórico ad hoc, al que se recurre con tanta facilidad como se archiva. Revela también, en última instancia, las dificultades del nacionalismo español, de un cierto nacionalismo español, para reinventarse, y reinventarse en clave democrática.
Tal vez por ello, llama poderosamente la atención, lo que no es nuevo ni novedoso, el carácter sustancialmente reactivo y en buena parte negativo de ese nacionalismo. Reactivo es, claro, frente a los desafíos de los nacionalismos periféricos. Pero negativo, también, cuando se descubre por doquier una profunda carga estigmatizadora respecto de los que no comparten la idea de la España eterna o casi. Y, por otra parte, respecto de los socialistas, reos al parecer de debilitar por motivos partidistas la acción exterior e interior de España. De nuevo, nada nuevo.
No se trata, sin embargo, no al menos en este texto, de quedarnos en estas constataciones, sino de ir un poco más allá para interrogarnos acerca del modo en que se imbrican en todo nacionalismo el proyecto nacionalista-nacionalizador y el proyecto político, de política interior. ¿Quién manda? ¿El proyecto político o el proyecto «nacional»? ¿Es más importante plantearse de verdad, con todas sus consecuencias, el problema de la unidad y cohesión nacional, o reafirmar los valores monárquicos, católicos y esencialistas para estigmatizar de paso al adversario político? Claro que si formulásemos la pregunta en términos del «primado» de la política interior frente al «primado» de la política exterior, tendríamos que admitir que el problema es casi tan viejo en términos historiográficos como la existencia del Estado. Y es cierto, igualmente, que podríamos intentar eludir el problema con la afirmación de que se trata, en última instancia, de las dos caras de la misma moneda. Pero creemos que esto sería por completo insuficiente, porque de lo que se trata, más que de encontrar respuestas definitivas, es de preguntarnos qué cara se «enseña» más y qué cara «pesa» más en los diversos nacionalismos, en distintos momentos y circunstancias, en los enunciados programáticos y en las prácticas políticas.
Para aproximarnos a ello, partiremos de una última constatación que podría parecer casi trivial por obvia: el nacionalismo es política. Sin embargo, esa obviedad se desvanece si tenemos en cuenta que las más de las veces los historiadores tendemos a aislar las dos facetas del problema, o, si se prefiere, los dos problemas. Así, cuando hablamos de España –o de cualquier otro país–, de nación y nacionalismo, de procesos de construcción nacional y proyectos nacionalizadores, tendemos a olvidarnos de las claves políticas, a situar en un segundo plano, a veces ni eso, las culturas políticas, liberales o tradicionalistas, republicanas o socialistas, democráticas o antidemocráticas. Y con ellas las sucesivas experiencias, liberales, democráticas o dictatoriales. No es un secreto para nadie, por ejemplo, que la mayor y más duradera experiencia nacionalista del siglo XX, la dictadura franquista, ha permanecido durante mucho tiempo olímpicamente al margen del gran debate sobre la nacionalización española. Viceversa, las distintas culturas políticas y los diversos regímenes son estudiados con frecuencia como si el grueso de su experiencia poco tuviera que ver con proyectos y efectos nacionalizadores.
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