Ningún nacionalismo subrayó tanto el primado de la política exterior como la Associazione Nazionalista Italiana. Y a no otra cosa parecería remitir la conocida noción de Corradini de las naciones proletarias en términos de transposición de la lucha de clases a la lucha entre las naciones. Pero, como ha constatado un sector de la historiografía, el argumento es perfectamente reversible: podría ser la voluntad de alejar la lucha de clases del interior y reafirmar un proyecto político propio la que «condujese» a reafirmar la centralidad de la lucha por la proyección internacional, agresiva y de conquista, de la nación. 25 Ambas cosas iban, una vez más, de la mano. Por otra parte, se ha subrayado insistentemente que una de las mayores diferencias entre la ani y la af radicaría en el decadentismo de la segunda, consecuente con la percepción de una gran potencia en la que podrían apreciarse todos los síntomas de la decadencia, en contraste con el afán expansivo de una nación joven. 26 Y, sin embargo, el mito de la decadencia está muy presente también en el nacionalismo italiano. Aunque aquí aparezca como un horizonte posible al que estarían conduciendo el parlamentarismo, la democracia y el socialismo, la «democracia giolittiana», en suma. La propia agitación nacionalista para la entrada de Italia en la Gran Guerra presenta como alternativa negativa, precisamente, la decadencia. 27 También el nacionalismo italiano tenía, aunque no se les llamase así, sus enemigos «confederados»; eran los ya mencionados, además de la masonería. Si había una anti-Francia, como una anti-España, Italia tenía también su anti-nación.
En la práctica, ambas caras de la moneda se habían puesto de manifiesto ya en torno a la Gran Guerra, a lo largo de la cual, e inmediatamente después, pusieron tanto empeño en las dimensiones exteriores del conflicto como en reafirmar la voluntad de hacer de este la clave del arco para imponer su propio proyecto político. 28 No era fácil deslindar, por ejemplo, en la figura de la estrella emergente del nacionalismo, Alfredo Rocco, lo que había de una y otra cosa. 29 Con la llegada al poder del fascismo, los nacionalistas pudieron fusionar su organización con la de los nuevos detentadores del poder con la ilusión –recogida después en la historiografía– de que en realidad eran ellos los que habían «capturado» ideológicamente al fascismo. 30 Después de todo, una serie de elementos parecían confirmar a los nacionalistas que las cosas iban por buen camino: la destrucción de la democracia, el respeto a la Monarquía, la puesta a un lado del anticlericalismo fascista, la represión de la masonería, la codificación del Estado autoritario a cargo de Rocco, la Conciliazione y hasta el desarrollo de una política exterior agresiva pero que no terminaba de romper con las pautas tradicionales.
Pero el fascismo no era solamente todo esto ni en política interior ni, como veíamos más arriba, en política exterior. Algo que algunas de las principales figuras nacionalistas no tardaron en apreciar. Tal era, por ejemplo, el caso de Corradini, quien, tan pronto como en 1927, anotaba algunas de sus preocupaciones: «Si parla troppo di Fascismo e troppo poco d’Italia (...) Meno Fascismo e più Italia, meno Partito e più Nazione, meno Rivoluzione e più Costituzione». 31 Demasiado pronto tal vez, por cuanto muchos nacionalistas podían sentirse todavía por esas fechas razonablemente satisfechos con la evolución del régimen. Pero no es casualidad que esa misma línea la retomara Federzoni cuando la Segunda Guerra Mundial y el modo, que veíamos más arriba, en el que el fascismo la había combatido condujeron al desastre. Se ha llevado, decía, al pueblo al «cimento parlandogli di rivoluzione anzichè di Patria, di partito anzichè di Stato, di Fascismo anzichè d’Italia». 32
Demasiado tarde, tal vez. Pero no le faltaba seguramente razón a Federzoni cuando relacionaba la deriva hacia la guerra fascista y de partido con la aceleración totalitaria asumida por el régimen en la segunda mitad de los años treinta. Desde este punto de vista, podría suponerse que, aquí sí, los nacionalistas italianos anteponían finalmente, dentro de los esquemas del más puro patriotismo, los intereses de la nación a los del propio proyecto político. Pero, nótese, lo hacían en el momento del fracaso y para denunciar las consecuencias de la imposición del otro proyecto político, el fascista. Porque, frente a este, sin «revolución», sin «guerra fascista», con menos partido, con menos fascismo y con Monarquía se podía soñar, y durante un tiempo ilusionarse, con el régimen reaccionario perfecto.
Un régimen reaccionario casi perfecto lo podían soñar en España los nacionalistas de Acción Española a la altura de 1939. A condición, claro, de que desaparecieran, o fueran aún más subordinados, los falangistas, con sus revolucionarismos y universalismos europeístas de signo filonazi. Y a la espera, por supuesto, de que se avanzase hacia la restauración de la Monarquía. No necesitaban ya que España abrazase ninguna aventura exterior. Entre otras cosas, porque sabían, como lo sabían sus rivales falangistas, que la guerra europea se convertía a marchas forzadas en una guerra fascista y que esta iba de la mano con los proyectos revolucionarios de los falangistas. 33 El fracaso de la ofensiva falangista de mayo de 1941 y el progresivo alejamiento de toda perspectiva de entrada de España en el conflicto mundial, podían constituir, para los nacionalcatólicos, avances en la dirección correcta. Y desde 1943 buscaron la culminación de su proyecto político en dirección a una Monarquía, «tradicional», reaccionaria, sin «totalitarismo», sin partido y sin Franco. No lo consiguieron del todo –todavía–, pero su patriotismo se reducía ya básicamente a esto. Salvada la nación con la destrucción del liberalismo y la democracia, de la «conspiración judeo-masónica», de marxistas, anarquistas y separatistas, de la «Anti-España», en suma, solo quedaba la apuesta por la realización plena de su programa.
DESPUÉS DE 1945
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial los fascistas y los nacionalistas españoles se quedaron solos, ya que los derrotados en el conflicto habían sido tanto el fascismo como el nacionalismo reaccionario. Oficialmente, tampoco habría ya en España ni fascistas ni nacionalistas. Y sin embargo, seguía habiéndolos; eran los falangistas y los hombres de Acción Española y sus epígonos. Eran los mismos aliados-enemigos y seguirían siéndolo a lo largo del régimen. Pero ¿dónde quedaba la nación con todo esto?
Para los falangistas ya no había horizonte de Imperio, pero sí el de la revolución nacional y social. Una revolución nacional que se plantearía ahora como desarrollaba Laín Entralgo en España como problema , como un intento de síntesis entre las dos Españas que venían del XIX, la progresista y la tradicionalista. De la primera habría que retener lo que habría tenido de «actual», de acorde con los tiempos, y de la segunda su profunda españolidad. Toda una triquiñuela que servía para seguir postulando que la única España posible era la de Falange. La superadora de las viejas divisiones, por más que, eso sí, dentro del régimen franquista y sin horizonte democrático alguno. En suma, la síntesis fascista reactualizada. 34
Para los nacionalcatólicos la nación estaba salvada. Derrotados, se suponía que para siempre, sus enemigos, España ya no era problema. Ni precisaba de síntesis o revolución alguna. Se trataba simplemente de avanzar en el terreno de la economía y en el de la restauración de la Monarquía. A no otra cosa apuntaba el feliz enunciado de Florentino Pérez Embid de la «europeización en los medios y la españolización en los fines». Es decir, modernización económica y reacción pura y dura en el terreno político y en el cultural. 35
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