Aunque no hubieran sido impresos con intenciones venales, el auto del Consejo de Castilla de 19 de diciembre de 1648 venía a sacar también a los impresos en memorial al rey del grupo de obras que se podían publicar sin solicitar previamente licencia, teniendo en cuenta los «graves inconvenientes» que se temían de su proliferación. De hecho, el cuerpo de textos exentos de licencia era cada vez más reducido y en él todavía encontraban espacio las relaciones de servicios y las alegaciones fiscales o porcones. No obstante, en algunos lugares su impresión también estuvo estancada, es decir se vendieron al mejor postor títulos perpetuos de impresores privilegiados de memoriales o informaciones en derecho. 26
Es importante destacar que la concesión de licencias por parte de Lorenzo Ramírez de Prado quedaba estrechamente limitada a los términos del auto de 1648. De hecho, la mecánica cotidiana general de los expedientes de aprobación de libros en el seno del Consejo no llegó a interrumpirse en modo alguno. Valga como ejemplo un expediente de las escribanías de cámara fechado que nos revela el proceso de aprobación para el San Felipe Neri. Epítome de su vida de Antonio Vázquez, publicado en Madrid en 1651. 27
En el reparto de asuntos entre los consejeros, el memorial con la petición de licencia y privilegio presentado por el Padre Vázquez acabó en las manos del consejero Francisco Ramos del Manzano, quien pasó a actuar como encomendero de la aprobación. 28 Sobre esta base, fue el célebre letrado quien decidió que el manuscrito del provincial de los clérigos menores fuese censurado por José de Pellicer y fue a él a quien el cronista hubo de remitir su aprobación, fechada en Madrid a 27 de marzo de 1651. 29 Por tanto, la mecánica de aprobaciones de imprenta en el seno del Consejo de Castilla continuó de forma ordinaria, compaginándose la superintendencia privativa de Lorenzo Ramírez de Prado con el habitual sistema de consejeros encomenderos, que siguieron ocupándose de hecho de la mayor parte de los expedientes relacionados con la impresión.
La reserva de un espacio jurisdiccional para un consejero de Castilla con atribuciones comisariales para ocuparse en unas suertes específicas de impresos se remontaría a 1627, cuando una orden regia establecía que:
[...] no se impriman ni estampen relaciones ni cartas, ni apologías ni panegíricos, ni gazetas, ni nuevas ni sermones ni discursos o papeles en materias de Estado ni Gobierno, ni arbitrios ni coplas, ni diálogos ni otras cosas, aunque sean muy menudas y de pocos renglones, sin que tengan ni lleven primero examen y aprobación en la Corte de uno de los del Consejo que se nombre por Comisario de esto. 30
Según esto, ya desde 1627 se habría dejado sentir la necesidad de especializar, valga la expresión, a un consejero para que se ocupase en exclusiva de los «papeles» en materias de Estado y gobierno. El mencionado auto de 1648 se debería colocar en esta misma estela, aunque no se conocen que sepamos las acciones de ningún juez privativo o comisario para imprentas en el seno del Consejo con anterioridad a Lorenzo Ramírez de Prado. De hecho, las órdenes que apremiaban a poner en control los impresos a los que ahora cabe atribuir un calado comunitario —«papeles en materias de Estado ni Gobierno», en 1627; que «tocan al Gobierno General, i Político, i a la Causa Pública» en 1648— no cesaron en la segunda mitad del siglo. Así, en 1682, se insistía en que debían examinarse todos los «libros, memoriales y papeles en que se trate o discurra de ella o cosa que toque a su [de estos reinos] constitución universal ni particular por vía de historia, relación, pretensión, representación o advertencia». 31
La relativa ambigüedad de la comisión que recaía en Lorenzo Ramírez de Prado, cuya competencia era sólo parcial en materia de concesión de licencias, supuso que se levantasen algunas contradicciones por parte de otros oficiales de gobierno que parecen haberse preguntado cuál era su ámbito jurisdiccional exacto. Estas contradicciones salieron a relucir en una causa sobre el cargamento de cuarenta y nueve arrobas de libros, encuadernados y en pliegos, que el mercader Manuel Antúnez había comprado en Sevilla y hecho traer a las mismas puertas de la corte en 1650. 32
Una parte principal del contenido de las balas compradas por Antúnez eran ediciones contrahechas y toda la carga se quería introducir en Madrid sin registrar y, por tanto, sin pagar sus derechos preceptivos, habiendo sido aprehendidas por orden del corregidor de Madrid en la casa mesón de Sebastián Salgado sita en el lugar de Carabanchel.
La causa iniciada en 1650 es un enrevesado proceso múltiple. 33 En una de sus partes, lo que se resuelve es una cuestión de competencias jurisdiccionales que se ha abierto entre dos oficiales reales: Lorenzo Ramírez de Prado y Juan Antonio de Tapia. Éste era un fiscal de millones que había requisado el cargamento de libros y papeles de Antúnez, para después pregonarlo en subasta pública y terminar vendiéndolo al impresor madrileño Mateo Fernández. En la segunda parte, una vez que Ramírez de Prado ha avocado a sí el procedimiento con éxito, se produce la condena del mercader Manuel Antúnez. Pero no tarda en abrirse un nuevo episodio procesal cuando éste, una vez satisfecha la multa pecuniaria impuesta, reclama que se le devuelva la carga requisada y que había pasado de manos de Tapia a poder de Mateo Fernández, quien se resiste a entregarla hasta que no se le reintegre el precio que por ella ha pagado al fiscal de millones.
El interés del pleito es, por tanto, doble. De un lado, permite aquilatar el contenido de la comisión de Ramírez de Arellano en materia de libros e imprentas y, de otro, nos ofrece un buen número de noticias sobre impresiones contrahechas en la época. En el conjunto de mercancías de una u otra forma ilegítimas adquiridas en Sevilla, había, como veremos, obras de Góngora, Quevedo, Cervantes, Pérez de Montalbán o Vélez de Guevara, así como, entre otras suertes, cientos de docenas de comedias, coplas, cartillas, catecismos y catones.
En primer lugar, en cuanto a la jurisdicción del consejero Ramírez de Prado, éste insiste en presentarse como «Juez Particular sobre lo tocante a la impresión de libros destos Reynos», o «que se hacen en estos Reynos», así como en general «Comisario de los libros e inpresiones». Según esto, la causa le correspondería plenamente, porque a él «le toca y pertenece el examinar las licencias de los dichos libros y ver la forma cómo se an hecho» o, en otro momento de su argumentación, «la calidad de dichos libros y en dónde están impresos y por qué personas y quién los ha traído a esta corte».
Por el contrario, Juan Antonio de Tapia, el fiscal de millones del corregimiento madrileño, se oponía a que la causa recayese en el consejero de Castilla porque la jurisdicción de éste era «sólo para dar o no licencias para imprimir los libros». Señalaba, asimismo, que Ramírez de Prado tiene comisión «sólo para dar licencia para que se impriman dos o tres pliegos de papel», pero no para «castigar a los que entran en esta corte libros y comedias de mala ympresión y de fuera del Reyno». Lo mismo arguye su superior, el corregidor de Madrid y su tierra, Luis Jerónimo de Contreras, Vizconde de Laguna de Contreras, quien se hizo presente en la causa de competencias alegando que «el conocimiento v castigo de las impresiones falsas tocan a la justicia ordinaria como lo es el dicho corregidor» y no a Ramírez de Prado, «que dize tener comisión para las licencias de las ympressiones [y que] a adbocado a sí la causa».
En suma, el fiscal de millones y el corregidor de Madrid pretenden que la jurisdicción de Ramírez de Prado se limitaba a la concesión de licencias, siendo especialmente interesante la observación de Tapia a propósito de su comisión en el Consejo es «sólo para dar licencia para que se impriman dos o tres pliegos de papel», lo que parece remitir estrictamente al auto del 19 de diciembre de 1648 y, en su caso, a sus antecedentes de 1627. Sin embargo, el consejero presenta su competencia jurisdiccional en una dimensión mucho más amplia, la de un «Juez Particular sobre lo tocante a la impresión de libros que se hacen en estos Reynos», lo que lo colocaría en el privilegiado horizonte institucional que conduciría a los jueces de imprenta del siglo xViii. Aunque no podemos dejar de evocar la contradicción de competencias, el consejero de Castilla consiguió avocar la causa a sí, lo que supone que se interpretó que, en efecto, su comisión como superintendente o juez privativo de libros e impresiones le facultaba para ocuparse de mucho más que de obrecillas de pocos pliegos.
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