Mientras esto estaba por venir, gran parte de su tiempo Lorena lo dividía entre cuidar de su hijo, que ya se mostraba como un niño inquieto y observador, y la cocina. El preparar algunas comidas nuevas sacadas de sus recetarios favoritos o hacer algún postre creado por su imaginación, era como el gran juego, no exento de sutileza, para ganarse por las tripas –como decía chistosamente– a sus dos principales comensales y a uno que otro de los invitados de fin de semana. Sin embargo, ese viernes, como el día estaba esplendoroso bajaría a la playa y, luego, en la noche, en cuanto vistiera y acostara a Cristian, se quedaría dormida, como de costumbre, frente al televisor encendido.
En el intertanto Ramiro llamó.
––Hola, cariño, estaba lista para disfrutar del mar y esas arenas blancas que tanto me gustan.
–¡Hola, mi amor! Yo estoy entrando a Santiago –le dijo Ramiro.
–Espero hayas llevado camisa limpia para cambiarte.
–No te preocupes –la calmó Ramiro–. Estaré solo por la mañana. Pienso que no más allá de la una, ya que en la tarde tengo una entrevista con gente interesada en actualizar nuestros viejos y pasados de moda sistemas informáticos.
–Entiendo. ¿Te espero a cenar? –preguntó ella con aire sombrío, al conocer muy bien la respuesta.
–¡No! –contestó Ramiro, taxativamente. Luego argumentó–: Hoy tendremos la pagada de piso del Fernández, ¿no ves que le llegó su primer sueldo? ¿Y cómo está mi regalón?
–Está muy bien, solo que te echa de menos. Ahora está un poco inquieto porque le dije que bajaríamos a jugar a la playa. ¡El día está estupendo! Estaremos un rato y, luego subiremos a almorzar.
–¡Qué rico! –exclamó alborozado–. Espero que lo disfruten por todo lo que yo no puedo. Bueno, si puedo te llamo más tarde, si no... ¡Aló, aló!
En ese momento, se escuchó una vocecita.
–¡Hola, pa… pá!
Cristián había tomado el auricular y sin esperar una respuesta coordinada, prosiguió entusiasmado, contándole en su media lengua todo lo que harían en la arena.
–¡Por supuesto, mi amor! Me alegro mucho de que bajes a jugar y no te alejes de mamá.
–¡Muah, muah, muah!
Ramiro imaginó cómo Cristián se llevaba repetidamente la mano a la boca y se despedía en forma efusiva.
A las tres de la tarde, Ramiro apareció por la oficina. Ese día había viajado a Santiago junto al gerente general, para supervisar y solucionar algunos problemas de las nuevas instalaciones que recién estaban funcionando. Venía cansado, pero contento por los resultados de la visita. Entró al despacho y se desplomó sobre el sillón giratorio, cerró los ojos y aspiró profundamente. Recién allí, se dio cuenta de que en aquel piso todo olía perfecto. El desorden que acostumbraba a tener por indicaciones propias, había desaparecido. Claramente, en su ausencia, Corina había ordenado y limpiado. Cada rincón estaba pulcro y desodorizado y su escritorio sin un solo papel fuera de lugar. En principio, no lo aprobó, él entendía perfectamente su desorden y el hecho de que los papeles y archivadores en algunas oportunidades no le permitieran ni siquiera ver a su alrededor, no le preocupaba. Se enderezó y se despojó del vestón y la corbata, volvió a echarse hacia atrás y aspiró –ahora con deleite– el magnífico aroma de su oficina. Le comenzaba a gustar, quizá porque hacía mucho tiempo que no la sentía así, o simplemente... ¿estaría madurando?
No se había dado ni cuenta de que su secretaria, desde hacía un rato, estaba allí frente a él. Giró en el sillón y la contempló, sonriente. Estaba maravillosa. Se había amarrado el largo cabello en un tomate sobre la nuca, dejando al descubierto un hermoso cuello y orejas pequeñas, mientras un par de bucles le caían sobre la frente.
–¿Qué tal, princesa? –saludó, levantándose–. ¿Cómo has estado?
Se inclinó por sobre el escritorio y la besó en la mejilla, sintiendo el suave perfume Chanel que él mismo le había regalado en su cumpleaños.
–A Dios gracias, muy bien –contestó–. Y usted, ¿qué tal? ¿Cómo anduvo el tour a la capital?
El hombre suspiró largamente y contestó:
–Se me hace cada día más pesado viajar a Santiago. Solo lo hago cuando voy a ver a mis viejos y cuando el jefe lo pide. ¡Tú sabes!
–¡Hum, hum! –confirmó Corina.
–Vamos, toma asiento y cuéntame si ha pasado algo novedoso –sugirió Ramiro.
–En verdad ni siquiera lo han llamado por teléfono –contestó ella, al tiempo que abría su portafolios–. En lo que respecta al trabajo, se enviaron los currículums de los nuevos asistentes y los señores de COMPUT estarán aquí a las cinco. Por ello me tomé la libertad de...
–¡Hum! Voy a pasarlo por alto esta vez –dijo a modo de recriminación amable. Corina abrió los ojos. Luego de un corto silencio, agregó riendo–: ¡Tranquila, querida amiga! Me encuentro muy a gusto con este nuevo orden. ¿Qué más tenemos? –continuó.
–También cité a la señorita Cristina Vásquez para el lunes a las once de la mañana.
Ramiro arrugó la frente en un gesto discordante.
–Es la postulante que a usted le pareció idónea para hacerse cargo de la nueva sección –le aclaró.
–¡Ah sí! Ahora recuerdo. ¡La morenita simpática que a ti te cayó tan mal!
–¡Sí! Esa misma –confirmó su secretaria, explicando con voz grave–: Es que cuando salió de su oficina ni siquiera me miró y solo la escuché hacer un comentario en voz baja, que parecía tener alguna relación conmigo.
–¡Tranquila, mi amor! –la apaciguó–. Solo son celos entre mujeres profesionales, y en eso sabes muy bien que no tienes a qué temer; eres eficiente, ordenada, atenta y muy hermosa.
La mujer bajó la cabeza y se quitó los lentes, tras lo cual atinó a sacar el pañuelo desde la manga de la blusa y limpiarse suavemente la nariz. Las manos le transpiraban. Miró a su jefe de soslayo y balbuceó apenas un gracias. Él se echó hacia atrás en el sillón y miró el reloj.
–Todavía nos queda un poco de tiempo para relajarnos –dijo, dirigiéndose a la puerta–. Iré a buscar dos gaseosas, ¿te parece? –Corina asintió. Entonces, bajando el tono de la voz a lo más mínimo, agregó–: ¡Estás realmente bellísima!
Hacía mucho tiempo que no compartía con alguien de esta forma, pues el trabajo no les dejaba el espacio necesario para ello. Se sentaron en la pequeña sala de estar que poseía el despacho y allí se rieron y se burlaron de todo. Recordaron situaciones embarazosas por las que había pasado cada uno y otras, jocosas, ocurridas en la oficina, en la empresa, con sus jefes.
Corina tenía treinta y dos años, casada hacía ocho y con dos hijos a su haber. Nunca había demostrado tener problemas en el hogar, ni tampoco le gustaba revelar fácilmente sus verdaderos sentimientos, pero igual Ramiro sospechaba que algo no andaba bien; la experiencia y la intuición eran sus mejores aliadas para pensar así. Muchas veces se había percatado de que ella lloraba a escondidas y que sus reacciones cuando él la piropeaba o le solicitaba algo en forma cariñosa eran típicas de la mujer incomprendida, de la que nunca recibe este tipo de cumplidos y que, por otro lado, está atenta a satisfacer cualquier solicitud para sentirse importante y reconocida. Sabía que el marido era del tipo de hombre normal que se las sabía todas. Bocón frente a los demás, y absolutamente engreído al aseverar que él mandaba en el hogar y que su mujer le daba el gusto en todo. Por consiguiente, seguro pensaba que ningún otro hombre estaba en condiciones de hacerla feliz como él.
Con esta clase de macho era poco probable que las cosas caminaran bien por mucho tiempo, más aún si a ella no la tomaba en cuenta para nada. Ramiro imaginó que quizás cuántas veces Corina había llegado temprano a su hogar con la finalidad de preparar una rica cena para esperarlo, vestida muy sensual y dispuesta a conversar de tantas cosas que le abrumaban, tomarse un traguito fuertón y, luego, recibir, por ejemplo, una insinuación para hacer el amor, así como cuando pololeaban, donde tan solo una mirada, un guiño, un roce eran suficiente vocabulario para entender lo que vendría. Pero seguro que ello no había dado resultado; probablemente era del tipo que probaba la comida con desgano y encendía el televisor para ver las noticias o algún partido de fútbol. Y cuando se aburría de aquel aparato, la miraba y movía la cabeza en desaprobación o le hacía comentarios soeces sobre su vestimenta y le insinuaba que parecía una puta. Lo más probable es que después, finalmente, se dirigía al dormitorio, se metía en la cama y se quedaba dormido.
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