Hizo un descanso y lo miró fijamente:
–Ahí estuvo mi desgracia. Me llevaron detenida a una casa de seguridad en Copiapó y me torturaron, más que física, psicológicamente. ¿Logras captar lo que digo?
–Gracias a Dios no lo he sufrido, pero debe ser terrible.
–Así es. Por ejemplo… cuando intentaba dormir, me ponían un tocacintas con ruidos extraños y la voz de mis viejos, pidiéndome a gritos que por favor hablara... ¿Y de qué iba a hablar? ¿De la cantidad de pintura que usábamos en las paredes? O... ¿de las cuadras que recorríamos para botar propaganda? Yo no sabía nada. Me tuvieron secuestrada tres semanas. ¡Nunca perdí la cuenta! El penúltimo día, después de que se dieron cuenta que no obtendrían nada, me soltaron las amarras y me dejaron salir al patio. Otras mujeres, demacradas y como idas, daban vueltas y vueltas alrededor de una vieja fuente. No nos dejaban conversar, y para ir al baño teníamos horarios. La que no cumplía con él, la emparrillaban. –Calló un instante y preguntó–: ¿Conoces el término?
–Lo he escuchado, pero no sé cómo es en la práctica –aclaró.
–¡Simple! Retiran el colchón de tu cama y te amarran desnudo sobre las huinchas del somier. Luego conectan a este un par de cables con electricidad y te achicharran.
No podía menos que escuchar boquiabierto el relato de su amiga. El término se lo había escuchado a unos pacos que asistían a clases junto con él, pero nunca, pese a la curiosidad, había pedido que le explicaran de qué se trataba. La muchacha continuó:
–Como a las cinco de la tarde me llevaron a una pieza limpia y ordenada. Miré alrededor y todo me hizo presagiar que podía ser un ablandamiento. Entraron dos hombres vestidos de civil, un chascón joven y otro cuarentón, medio pelado. ¡Me dio pánico!
Miró hacia afuera y se dio cuenta de que el tren enfilaba hacia la estación Valencia.
–¡Hum! Te falta solo una estación para bajarte. ¡Terminaré rápido!
–¡No, tranquila! Me puedo bajar en Villa Alemana. No voy apurado. Continúa.
Jacqueline retomó la historia. Ahora su tic se normalizó.
–A fin de cuentas, estos mafiosos querían que yo aceptara tener relaciones sexuales con ellos. Me decían que, por su ascendiente, me habían otorgado un dormitorio digno. ¡Me puse a llorar! ¡No sabía qué hacer! Pasó un momento, largo para mí, y en el umbral de la puerta apareció un muchacho joven y buenmozo. Los otros dos se enderezaron, y aunque el saludo entre ellos estaba prohibido frente a las reclusas, su cabeza cuadrada los traicionó. Se cuadraron y salieron de la pieza, no sin que antes el más viejo me mirara y me hiciera una mueca, la que yo traduje como guardar silencio.
–¿Y lo hiciste?
–¡No! Estaba dispuesta a todo. Si Dios me había ayudado hasta ahí, de seguro no me desampararía en el último momento. Me levanté presurosa y me abracé al desconocido, como si hubiera sido mi hermano. Él, confundido, solo atinó a pedirme que me calmara. ¡Tranquila!, me repetía. Luego me comunicó que, al otro día, me podría ir sin miedo y definitivamente a mi casa. Fue mi gran apoyo en ese momento, era el único que actuaba a rostro descubierto o limpio. El día domingo en la tarde, efectivamente, me encontraba de vuelta en mi hogar.
–¡Bravo! ¡Bravo! Sana y salva –rio generosamente Ramiro.
–¡Salva! Pero no sé qué tan sana –dijo con nostalgia Jaco–. Este tic nervioso es mi permanente recuerdo.
–¿Y ese mismo día nació el romance? –preguntó, ansioso.
–¡No! Dos meses después de aquella pesadilla, nos encontramos a boca de jarro en la plaza de Vallenar. Él haciendo vida de cuartel en el regimiento como oficial de enlace, y yo terminando el cuarto medio. Desde ahí, nos seguimos viendo periódicamente.
Ramiro se levantó del asiento y no pudo menos que abrazar a esta amiga poco tradicional que, extrañamente, había confiado en él en momentos tan difíciles para ellos. Su relato encajaba perfectamente en las historias de terror que se comenzaban a tejer en los últimos meses.
–¡Gracias! ¡Gracias! Por la confianza que has tenido para contarme tu drama.
–¡Todo lo contrario! Gracias a ti por escucharme tan atentamente –retribuyó la chica.
Se miraron sonrientes e intercambiaron números telefónicos. Solo el tiempo, como había dicho la muchacha, tendría la misión de levantar cenizas de la historia. Ella continuaba hasta San Pedro, y él, obligadamente, tuvo que bajarse en Villa Alemana. Cuando el tren comenzaba a moverse, Jacqueline sacó la cabeza y gritó suavemente, solo para que él escuchara:
–¡Ya sabes! ¡Nunca más me preguntes por mi pololo, si no, tendrás que acompañarme hasta San Pedro!
Ramiro no dejaba de pensar en que habían sido tiempos difíciles y duros, sin embargo, siempre se cuestionaba qué habría pasado de haber triunfado la revolución que se predicaba.
Como todas las cosas cambiaban en el país, era lógico que en los últimos seis años también los acontecimientos sucedieran a favor o en contra de Ramiro. Para él, habían sido años llenos de desafíos, cosas nuevas a las que tuvo que adaptarse poco a poco y sin miramientos. Aprender a ver a los demás como iguales era más que terquedad, una necesidad imperiosa para abrirse camino en la vida. Atrás había quedado el colegio, profesores y compañeros, también la pulguera que le había servido de departamento. En la pared de su nueva oficina lucía orgulloso el cartón de enseñanza media que tanto dolor de cabeza le había causado. Era pura sangre, pura honra, ganado a puro ñeque y convicción. Ahora, ya más tranquilo, cursaba el tercer año de Administración de Empresas en la Universidad Obrero Campesina, una entidad privada que daba opciones a trabajadores talentosos. Continuamente luchaba por superar el vacío aritmético que arrastraba desde la básica, pero aun así cojeaba notoriamente en los ramos matemáticos.
La pequeña compañía en la que se había iniciado, hoy figuraba dentro de las de mayor proyección y en ella él jugaba un papel muy importante como jefe de la sección de Administración de Personal, aún sin poseer un cartón universitario. Por sus manos pasaban múltiples contratos de nuevos empleados, manejaba nóminas de tripulantes y, de vez en cuando, proponía despidos. La recién creada sección de informática también era de su responsabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón seguía con la inconformidad que le había caracterizado; su sueño de independencia.
Sus afanes de aventura continuaban exactamente igual que al principio; en este aspecto los años no lo habían cambiado. El dicho el que nació chicharra muere cantando era lo más acertado para referirse a él. No obstante, su capacidad intelectual había crecido de sobremanera, contrarrestando un poco la inmadurez que le caracterizaba para tomar responsabilidades en el terreno amoroso. Esto no fue impedimento para contraer matrimonio con su adorada Lorena. Habían convivido casi dos años antes de tomar la decisión y hoy vivían junto al pequeño Cristián Andrés en un departamento del edificio Cordillera, que habían adquirido a través de un crédito de vivienda del Banco del Estado.
Lorena seguía amándolo tal cual era, qué más daba, si total el amor que le profesaba a ella y a su hijo era muy superior a cualquier aventura. Por lo demás, él también le permitía realizarse en su trabajo. En esos momentos esperaba iniciar sus actividades profesionales como secretaria de gerencia en la Multifuncional Telefónica Chilena. Esa decisión había sido tomada de común acuerdo. Por un lado, se había puesto en la balanza su propio deseo, empeñado siempre en contar con lo suyo y, por el otro, el aumento del ingreso mensual, nunca mirado a mal en época de vacas flacas. La vida moderna así lo ameritaba, atrás habían quedado los tiempos en que las mujeres solo servían para criar hijos y cuidar del hogar, hoy también estaban a la vanguardia en los problemas comunes y cotidianos que afligían a todo matrimonio joven.
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