Terminado el noticiario, poco a poco las luces fueron encendiéndose, hasta quedar la sala completamente iluminada. El galán, aún absorto en sus pensamientos, echó la cabeza hacia atrás y observó las luminarias.
–Es increíble que de la nada pueda nacer algo –dijo.
Lorena levantó la vista e inquirió:
–¿Te refieres a las luces?
–En cierto modo, sí –contestó–. Hacía una comparación.
La joven lo miró, expectante.
–Hasta hace un tiempo atrás –rememoró–, mi vida amorosa prácticamente iba en una espiral sin fin. Pero creo que ahora vivo... en cierta manera...
Lorena quiso interrumpir, pero él terminó la frase chasqueando los dedos:
–¡Eso es! ¡Iluminado! Simplemente ¡iluminado!
Ambos fueron pródigos con la risa.
Pasados cinco minutos, estaban disfrutando de la proyección. Se arrellanaron en el asiento buscando comodidad y Lorena arrimó su hombro al de él. Cada impacto de la cinta hacía retumbar la sala. La sensación de vivir la película era de sobremanera angustiosa y entretenida. Lorena se le arrimaba cada instante más y sus manos buscaron la calma que le ofrecían las de él. Él le pasó el brazo por sobre los hombros y la apretó contra su cuerpo. No era nada extraño en ellos, casi siempre andaban abrazados o tomados de la mano, pero esta vez lo que ambos sintieron fue distinto; una electricidad les había recorrido los cuerpos.
Finalizada la película se tomaron de la mano y salieron raudos hacia el paradero de taxis. Corrida media hora de viaje, bajaban del destartalado colectivo. Ramiro siempre acostumbraba a ir a dejar a sus amigas hasta el domicilio, el concepto de seguridad personal arraigado en él, no le permitía dejarlas a la deriva. Tomó el lado exterior de la vereda y cubrió a Lorena con los brazos. Caminaron lenta y calladamente, hasta que ella rompió el hielo.
–Fue maravilloso haber compartido esta noche contigo. ¡Gracias por invitarme!
–¡Por favor, Lore! Sabes muy bien que no me gusta que me agradezcan las cosas, sobre todo cuando el favorecido he sido yo.
La joven se apegó a él y le acarició delicadamente el rostro.
–¡Eres una persona tan especial! –suspiró–. Ahora veo por qué ninguna mujer se te resiste.
–¡Aaah, déjate! –alegó, así como al desgaire.
Pese a su auténtica modestia, no podía refrenar su orgullo, sabía que esa noche escapaba a toda norma. No quería echar a perder ningún minuto de aquel encuentro. Se animó a sí mismo y decidió que era el momento más adecuado para decirle la cantidad de cosas que había estado repasando desde hacía varios días. Ella ocupaba gran parte de su atención y era la única que se había hecho merecedora de su respeto, aunque no de su libertad. A sus veintitrés años no necesitaba de una celadora, ni menos iba a estar dispuesto a ser fiel a una sola mujer. Para que ello aconteciera faltaba que corriera mucha agua bajo el puente.
Mientras la niña comentaba algunos pasajes de la cinta exhibida, él se incomodaba al no saber cómo abordarla. De pronto, en una forma casi brusca, la tomó de ambos brazos y la miró directamente a los ojos; ya nada se interponía entre ellos, ni siquiera la fría brisa de esa noche de otoño. Acercó los labios a los de ella y la besó con miedo, con nerviosismo y casi sin pasión. Luego rieron, se miraron y tomados de ambas manos se volvieron a besar, ahora sí, apasionadamente, dejando en el olvido toda la resistencia que había en ellos en un principio.
–¡Te amo, Ramiro! ¡Te amo! –musitó la joven.
–Calla, amor, no digas nada; no es necesario –dijo él.
Por primera vez se había estremecido ante una mujer. Lo sencillo y cándido de aquellos veintidós años lo habían cautivado de tal manera, que no se permitiría ni el más leve mal pensamiento con respecto a ella. Se le hacía tan necesaria, tan importante, que no quería soltarla ni apartarse un segundo de su lado.
Ella era la que más lo defendía en el colegio, sobre todo cuando el profesor de Inglés hacía, adrede, control sobre la última clase, sabiendo que él no había asistido a ella. O cuando la profesora de Orientación Religiosa lo expulsaba por quedarse, lisa y llanamente, dormido. Era su abogada personal, la gladiadora de grandes peleas, la que por él hubiera dado, si fuera preciso, la vida. Eran muchas las situaciones por las que tenía que agradecerle, pero ahora no era necesario decir nada, el silencio de aquella alegría contenida se encargaba de todo. Juntaron las manos y caminaron en dirección a la casa.
Las circunstancias políticas y sociales fueron llevando día a día a la nación a un caos sin vuelta, los acontecimientos pasaron tan rápido que nadie tuvo tiempo para afinar o definir bien sus posiciones. El general Pinochet junto a los comandantes en jefe de cada rama de las fuerzas armadas, habían tomado el control del gobierno, derrocando al presidente en ejercicio. El Bando N° 1 declaraba al país en Estado de Guerra, con todas sus implicaciones: estado de sitio, toque de queda, fusilamientos, privación de libertades constitucionales y otros.
El amanecer de ese día fue sobrecogedor. A lo largo y ancho del país, los principales centros organizacionales, así como las universidades y las radios, amanecieron tomados por sorpresa por los militares, a excepción de dos emisoras proclives al gobierno democrático, que lograron seguir emitiendo con sus equipos de emergencia hasta casi el mediodía. Las personas que no alcanzaron a llegar a sus centros de trabajo debieron devolverse y quedarse en sus hogares, ya que la aplicación del toque de queda fue inmediata. Con ello y mucho más, comenzaba a tejerse una nueva historia en el país, como asimismo en el seno de la familia Torres Mateluna.
Claro, porque don Esteban y la señora Fernanda eran dos duros extremos. Nunca se habían llevado bien, es más, en dos oportunidades estuvieron a punto de separarse, pero solo el gran amor hacia su hijo los había mantenido juntos. Las peleas eran diarias y las agresiones verbales también, sin embargo, todos sabían que en el fondo de sus corazones existía un gran amor, augurando que cuando muriera uno de ellos, el otro lo echaría mucho de menos, pero en vida, tan solo se dedicaban a amargarse mutuamente. En parte, esto influiría en algunas de las malas decisiones de su hijo. Las trancas mentales arrastradas desde la adolescencia, le jugaban ingratos momentos en su vida amorosa, pues para muchos era inmaduro y falto de amor; tendría que aprender demasiadas cosas en la vida para llegar a ser un hombre. Sus padres se lo recriminaban, pero ello tampoco les sirvió para hacer su propio examen introspectivo, si de verdad eran o no culpables de que su hijo tuviera estos problemas.
El viejo Esteban siempre había simpatizado con la izquierda. Alegaba, pataleaba, echaba pericos contra medio mundo, pero nunca participó en actividades políticas, ni siquiera estaba inscrito en los registros electorales y para los períodos eleccionarios solo se limitaba a presionar a su esposa para que emitiera el voto de acuerdo a la preferencia que él estimaba conveniente. De todas maneras, según su propio entender, los momios y los gorilas sediciosos habían sido los únicos causantes de la gran catástrofe nacional. Y base para ello no le faltaba; cuántas veces había visto a los Bozzo esconder camionadas de insumos perecibles para crear el desabastecimiento en la población y, luego, culpar al gobierno. Ni siquiera a él, que era su capataz leal y celoso, le habían querido vender, y menos regalar, un kilo de azúcar o un litro de aceite. Para ellos se trataba de un comunista más, el cual, como se lo habían hecho notar muchas veces, podía quejarse ante su presidente. Solo algunos palogruesos de la Villa El Dorado o de la Kennedy tenían acceso a estos productos. La mente de Ramiro todavía guardaba los detalles de la última conversación que su padre había mantenido con la señora del patrón.
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