Diego Soto Gómez - La melodía del abismo

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Una sombra pálida se extiende por Ilargia, hogar de los desterrados. El viento mueve un ambiente enrarecido, los cauces sisean una funesta melodía y los caminos susurran palabras de traición. Los hombres intrigan mientras la arena termina de enterrar los tiempos de paz. Alissa, mentalista del gremio de Trescúpulas, cabalga hacia el sur a lomos de su yegua. La bruja de Dosheim busca información sobre su maestro, un mentalista renegado desaparecido poco después de traicionar a los suyos y asesinar a dos compañeros.
Maldita y portadora de un poder ancestral, Alissa se encamina hacia la ciudad lacustre de Layaba para ayudar a sus gentes con una bestia informe que ha anidado en el Nithuyen. Sin embargo, pronto será consciente de que un mal más complejo y humano ha anegado las mentes de los gobernantes, de que un sutil aroma a fanatismo y nigromancia lo impregna todo. En su camino, tendrá que hacer frente a demonios vernáculos, bestias malditas, acólitos de un culto herético, siervos del gobernante del desierto y a una conspiración que amenaza con encender el fuego de la guerra en el continente. Un conflicto que lleva más de ochocientos años aletargado, como un behemoth, acechante, preparándose para lanzar una poderosa dentellada sobre el último reducto de hombres libres.

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LA MELODÍA DEL ABISMO

DIEGO SOTO GÓMEZ LA MELODÍA DEL ABISMO EXLIBRIC ANTEQUERA 2022 LA MELODÍA DEL - фото 1

DIEGO SOTO GÓMEZ

LA MELODÍA DEL ABISMO

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2022

LA MELODÍA DEL ABISMO

© Diego Soto Gómez

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2022.

Editado por: ExLibric

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artística o científica.

ISBN: 978-84-19092-28-1

DIEGO SOTO GÓMEZ

LA MELODÍA DEL ABISMO

Para Dobed.

Índice

Prólogo. El amanecer en sus ojos Prólogo El amanecer en sus ojos —Me la arrebataste. Me lo arrebataste todo —le recriminó lanzando aquellas palabras con timidez, cuando era la ira la que pretendía manar de su frágil cuerpo. La mujer no respondió ante aquella provocación. Se limitó a deslizarse despacio, como un pétalo mecido por una calmada racha veraniega, y se sentó en el lecho, junto a ella, haciendo que la madera gruñese, antes de tomarla de las manos. Sus dedos vestían una piel suave, cálida, casi transparente, como una película de hielo sobre un lago invernal. Unos hilillos purpúreos recorrían el dorso de sus manos, canales, raíces que reptaban a través de unos brazos completamente lampiños hasta perderse por los pliegues de las mangas de su camisa de estopa. Su pecho no hacía movimiento alguno, permanecía estático, dolorosamente inmóvil. El aliento no emitía ningún eco al abandonar sus labios, quizás enmascarado por la suave brisa que besaba la piedra durante aquella fresca noche primaveral. Cuando Alissa levantó la mirada, vio en el rostro de aquella hermosa joven una dulce sonrisa. Zarcillos negros enmarcaban un semblante que sangraba una belleza oscura, caótica, pura. —Yo solo la miré, y ella me siguió —dijo con una voz tranquilizada, suave como la caricia de un amante satisfecho tras el éxtasis. Los dientes de Alissa castañeteaban mientras una tristeza líquida y gruesa superaba la frontera de sus pestañas y se precipitaba. La melancolía constreñía su rostro, obstruía sus fosas nasales y no le permitía rozar la fragancia de aquel ser de aura balsámica, acogedora. —¿Vienes a por mí? —osó preguntar. Ella negó y la joven no supo si sentir decepción o alivio. Carecía de la valentía necesaria para ansiar la respuesta. —¿Quieres verla? —inquirió entonces y, ante la falta de comprensión en la mirada de Alissa, se limitó a sonreír. —Yo no… —La miró a los ojos manteniéndole la mirada por primera vez—. Yo… A través de un velo translúcido, el mundo se redujo a los ojos de aquella noble dama que la sostenía, que la mantenía anclada, como un barco en el puerto, a orillas de un mar infinito de aguas tranquilas y corrientes lúgubres. El cielo nocturno y la nieve relampagueante se fueron estrechando mientras la oscuridad de la pupila florecía y un rostro inocente comenzaba a perfilarse entre las sombras, como surgido de una tenebrosa niebla.

PARTE I. LAYABA PARTE I. LAYABA

1. Torlwan, ninfa centauro

2. Conversaciones con Ardah, Señor de la Mente

3. Layaba, junto al lago

4. La bestia del Nithuyen

5. Ladrones de locura

6. La maldición del amor corrupto

7. El uroboros que rodea la luna

8. Nghya Ki, primera y última encarnación de la justicia, in absentia

PARTE II. IREÓN

9. La sed de la serpiente de Buhlig

10. Ireón más allá de las montañas

11. La distorsión del espejo de Ohs

12. Salteadores, Calcinados y adoradores de Gnije

13. Sombras en la ascensión de Aniho

PARTE III. WEGEOMHO

14. Azgad marcada en la piel

15. Estura en un arpa, ardiendo

16. Con Wegeomho a la espalda

17. Vientos del Knasal

18. El Eón en un ópalo

19. Agua sobre el fuego de Zelgoro

20. Alissa a través del Espejo

Epílogo. El atardecer en sus labios

Miscelánea

Agradecimientos

Prólogo

El amanecer en sus ojos

—Me la arrebataste. Me lo arrebataste todo —le recriminó lanzando aquellas palabras con timidez, cuando era la ira la que pretendía manar de su frágil cuerpo.

La mujer no respondió ante aquella provocación. Se limitó a deslizarse despacio, como un pétalo mecido por una calmada racha veraniega, y se sentó en el lecho, junto a ella, haciendo que la madera gruñese, antes de tomarla de las manos. Sus dedos vestían una piel suave, cálida, casi transparente, como una película de hielo sobre un lago invernal. Unos hilillos purpúreos recorrían el dorso de sus manos, canales, raíces que reptaban a través de unos brazos completamente lampiños hasta perderse por los pliegues de las mangas de su camisa de estopa. Su pecho no hacía movimiento alguno, permanecía estático, dolorosamente inmóvil. El aliento no emitía ningún eco al abandonar sus labios, quizás enmascarado por la suave brisa que besaba la piedra durante aquella fresca noche primaveral.

Cuando Alissa levantó la mirada, vio en el rostro de aquella hermosa joven una dulce sonrisa. Zarcillos negros enmarcaban un semblante que sangraba una belleza oscura, caótica, pura.

—Yo solo la miré, y ella me siguió —dijo con una voz tranquilizada, suave como la caricia de un amante satisfecho tras el éxtasis.

Los dientes de Alissa castañeteaban mientras una tristeza líquida y gruesa superaba la frontera de sus pestañas y se precipitaba. La melancolía constreñía su rostro, obstruía sus fosas nasales y no le permitía rozar la fragancia de aquel ser de aura balsámica, acogedora.

—¿Vienes a por mí? —osó preguntar.

Ella negó y la joven no supo si sentir decepción o alivio. Carecía de la valentía necesaria para ansiar la respuesta.

—¿Quieres verla? —inquirió entonces y, ante la falta de comprensión en la mirada de Alissa, se limitó a sonreír.

—Yo no… —La miró a los ojos manteniéndole la mirada por primera vez—. Yo…

A través de un velo translúcido, el mundo se redujo a los ojos de aquella noble dama que la sostenía, que la mantenía anclada, como un barco en el puerto, a orillas de un mar infinito de aguas tranquilas y corrientes lúgubres. El cielo nocturno y la nieve relampagueante se fueron estrechando mientras la oscuridad de la pupila florecía y un rostro inocente comenzaba a perfilarse entre las sombras, como surgido de una tenebrosa niebla.

PARTE I. LAYABA

1. Torlwan, ninfa centauro

La zona del camino que se abría ante ellas sufría un pequeño encharcamiento y las pisadas de Isola producían un sonido amortiguado y pastoso. El origen de aquel resbaladizo tramo estaba en unas viejas y musgosas rocas de aspecto suave, que parecían sudar, en el borde austral de la senda.

A Alissa le gustaba el barro, su olor evocaba despreocupación, infancia. Hacía que afloraran recuerdos de una época en la que los monstruos eran algo extraño y exótico; las conjuras y las traiciones, vocablos lanzados por bardos y locos; y los mentalistas, brujos tenebrosos que podían hacer que los hombres se mataran con solo pensarlo. Un tiempo distante y feliz en el que todo era mucho más simple. Intentó sonreír, pero lo cierto era que últimamente no le resultaba demasiado sencillo. Además, en aquella época su mundo era mucho más pequeño y sus problemas proporcionalmente más grandes. Hacía algunos meses se había enfrentado a un hombre jaguar en la meseta de Sachia, y vencer en ese combate le había resultado más fácil que derrotar a Mati la Pecosa, hija de una tejedora de Calgaria, a los seis años, en la orilla de un riachuelo de Gradar. Y en Mati pensaba, tratando de que sus labios se curvaran, mientras las patas de Isola exprimían la tierra bajo sus herraduras.

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