Diego Soto Gómez - La melodía del abismo

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Una sombra pálida se extiende por Ilargia, hogar de los desterrados. El viento mueve un ambiente enrarecido, los cauces sisean una funesta melodía y los caminos susurran palabras de traición. Los hombres intrigan mientras la arena termina de enterrar los tiempos de paz. Alissa, mentalista del gremio de Trescúpulas, cabalga hacia el sur a lomos de su yegua. La bruja de Dosheim busca información sobre su maestro, un mentalista renegado desaparecido poco después de traicionar a los suyos y asesinar a dos compañeros.
Maldita y portadora de un poder ancestral, Alissa se encamina hacia la ciudad lacustre de Layaba para ayudar a sus gentes con una bestia informe que ha anidado en el Nithuyen. Sin embargo, pronto será consciente de que un mal más complejo y humano ha anegado las mentes de los gobernantes, de que un sutil aroma a fanatismo y nigromancia lo impregna todo. En su camino, tendrá que hacer frente a demonios vernáculos, bestias malditas, acólitos de un culto herético, siervos del gobernante del desierto y a una conspiración que amenaza con encender el fuego de la guerra en el continente. Un conflicto que lleva más de ochocientos años aletargado, como un behemoth, acechante, preparándose para lanzar una poderosa dentellada sobre el último reducto de hombres libres.

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No tardó en percatarse de que había algunos talismanes más delimitando una suerte de camino angosto que se hundía como un cuchillo en el oscuro corazón de la floresta, apartando troncos con su filo. Miró al pájaro, que la observaba desde una rama, y volvió la vista al camino que la había llevado allí. Debería volver con Isola. En la fonda de Pidamnus, donde había pasado la noche anterior, le habían comentado que las gentes del lago de Layaba, del Nithuyen, tenían un problema con un enorme aforme, una criatura que se dedicaba a devorar las barcas de los pescadores. Al parecer, el duque de Layaba concedería una buena recompensa a aquel que le entregara la cabeza de la bestia. Podría disfrutar de los manjares de la ciudad del lago en menos de cinco días, probablemente en la casa del duque, pero…

Al contemplar el balanceo de los amuletos con la brisa fue consciente de algo: ella conocía aquella magia extraña. Era lo que rodeaba a los tesoros que tanto deseaba, como si la podredumbre buscara el caos. Se retiró la manga de la camisa que vestía y rozó con el dedo la superficie de uno de aquellos círculos metálicos que tenía incrustados bajo la piel. El objeto no emitió ninguna clase de señal, no reconoció el aura oscura de aquella magia, pero la mujer ya había decidido.

Dejando atrás al búho, se abrió paso por la escasa maleza que adornaba aquella desolada estampa. Una brujería cargada de melancolía manaba del suelo, del seno de la tierra, alimentaba la naturaleza, regurgitaba carne. Allí había tenido lugar un suceso terrible y, si se concentraba mucho, podía percibir un olor férreo que no le resultaba para nada desconocido.

Unos diez amuletos después, el bosque empezó a cambiar. El rastro de la sangre había desaparecido del aire de golpe. Las hayas, hasta aquel punto desnudas por el invierno y orando por la pronta llegada de una revitalizante primavera, reverdecían a cada paso que daba. Primero era una, a lo lejos, luego pasó cerca de otra, después ya había un número equivalente de árboles desabrigados y vestidos y unas amapolas granates silvestres brotaban entre la hojarasca. Se detuvo dos segundos para arrancar una de aquellas flores y deslizar uno de sus pétalos por el labio inferior, deleitándose con su esencia y su frescura. Aguzó los oídos al escuchar el discurrir del agua y volvió a seguir la senda marcada por los talismanes flotantes mientras la flor muerta descendía. Ahora ya se movía por el verde. El musgo mullía las raíces y algunos mechones de hierba crecían en zonas del suelo regadas por una luz invernal, allí donde las estiradas manos del dosel esmeralda no conseguían llegar. El sonido del agua jugando, lanzándose por entre las piedras, se hacía más y más evidente a cada paso.

Miró un momento atrás para comprobar si al búho le había dado por seguirla y, al volver la vista al frente, se encontró un campo de hierba baja bañado por un sol calmado, rodeado por un amplio círculo de hayas primaverales. El prado estaba marcado por un diminuto arroyo, una cicatriz, que se movía entre cantos dorados rescatando destellos, jugando con la luz y el sonido, tiñéndolo todo de irrealidad. Se trataba de una bucólica escena de tono verde lima, anegada por un sol blancuzco, ilusorio.

Y allí en medio, tumbada en un esponjoso y verde lecho junto al agua, una criatura la observaba. Era un ser que Alissa no había visto cara a cara, pero sí se había enfrentado a una ilustración suya mientras ojeaba uno de los gruesos volúmenes de leyendas sureñas: Torlwan, la reina centauro. Rostro afilado, pero muy hermoso, grácil, de ojos ligeramente rasgados y claros. Si se tratara de un humano, Alissa habría dicho que era kuhja, un miembro de la raza de los ríos. Su parte animal vestía un pelaje completamente níveo, sin mácula, mientras que su piel tenía un tono ligeramente más oscuro. Poseía cinco famélicos cuernos, más largos que los brazos de Alissa, nacidos de un cabello largo del color de la ceniza que se fundía con una estola de seda violácea, casi transparente, una prenda que se estiraba desde sus hombros y trataba de besar sus codos. Circundaba su talle un cinturón de cuero del que partía una faldilla y ocultaba el punto en el que se producía la unión entre humano y bestia. De una de sus delicadas manos colgaba un laúd plateado que parecía diminuto en comparación a la figura de la criatura.

Sin embargo, a pesar del aura de magia y atemporalidad que envolvía a aquel magnífico ser, lo que más llamó la atención de Alissa fue el collar que pendía de su cuello: las monedas que lo componían, que parecían pegadas a la piel de la criatura por encima de sus senos, eran hermanas de las que la bruja tenía incrustadas bajo la piel y habían sido forjadas al otro lado del mar mediante un tipo de magia prohibida.

Alissa, que no había movido un solo músculo desde el momento en el que la vio, dio un paso al frente, pero fue incapaz de avanzar más. Notó como algo se adueñaba de su éter, lo asía con fuerza y lo inspeccionaba, como si de una magnífica tela que estuviera considerando comprar se tratase.

—Tu quintaesencia es cálida, criatura lacustre, pero huele a muerte —dijo con un tono dulce, etéreo, que parecía surgir de todas direcciones.

Alissa no estaba segura de que aquel ser hubiera movido los labios, sus preciosos labios, y no tenía ni idea de por qué se había referido a ella con aquella expresión.

Estaba aterrada y el sudor perlaba su espalda. Cuando era una aprendiz, sus maestros solían acercarse a su éter y tocarlo, forzarlo a salir, estirarlo, medirlo, pero ninguno de ellos había agarrado aquella prolongación de su ser con supremacía tal, arrebatándole con suma facilidad cada ápice de control. No fueron más que unos pocos segundos, pero la mujer sintió la desnudez, fue consciente de los límites de su propio cuerpo. Hacía demasiados años que no se sentía de aquel modo. El aliento salía de su garganta de forma atropellada.

No sabía cómo responder, en sus libros no decía nada de cómo comportarse frente a aquella criatura, así que decidió mostrar respeto y, al igual que aquellos que la veneraban, hincó una rodilla sobre la húmeda alfombra e hizo una profunda reverencia:

—Noble Torlwan, Danzante del Bosque, me produce un… indecible placer haberme encontrado con vos —recitó con voz trémula y los puños apretados, un gesto que trataba de enmascarar el frío temblor que manaba de sus huesos.

La vernácula se colocó el laúd contra la piel, preparándose para tocar, antes de responder.

—¿Y puedo saber que hay en mí que os ocasione semejante placer, mujer? —Y esta vez sí movió los labios.

La bruja, antes de contestar, se irguió y comenzó a caminar hacia delante, impulsada por una valentía que no sentía, tratando de afianzar cada pie en el suelo y temiendo que el cielo pudiera caer sobre ella en cualquier momento.

—Las historias sobre vos, sobre vuestra belleza, hacen que todos des…

Una cuerda vibró entonces, interrumpiéndola, y Alissa se echó a un lado, con la mano en el rostro. Cuando el aliento que la nota le había robado volvió a ella, solo un instante después, fue consciente de la pátina de sangre que cubría sus dedos. El picante dolor de un corte en el pómulo hizo que apretase los dientes. Aquel acorde la había herido sin que su energía mental, envuelta como un manto sobre su cuerpo, se hubiera percatado. Un mechón de su pelo rubio descansaba en el suelo. Aquella magia poseía un nivel que escapaba de la imaginación de Alissa.

Trató de acompasar su respiración, de que el aire penetrase con normalidad en sus pulmones, atravesando la barrera de sus dientes. Cuando alzó la vista, vio que ella seguía en la misma posición. Sus labios se movieron para decir:

—Mentir es un acto que encierra gran peligro, al crear una senda nueva que elimina la ya recorrida.

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