Negó con la cabeza.
—No tengo ni idea.
—Bueno, creo que deberíamos ponerlo por escrito —concluyó Loan—. Yo mismo lo incluiré en nuestra biblioteca y tú puedes completarlo cuando vuelvas.
Ella asintió, preparada para continuar con su relato.
—Hay algo más. Poco después de nuestra última comunicación estuve en la ciudad de Kimnos. Como sabéis, está a unas seis leguas de la villa portuaria de Ephyroupac y tanto comercio como información fluyen bastante bien entre ambas urbes. Por la Ruta de la Sal se escuchan rumores acerca de una conjura. Los fanáticos de Gnije están preparándose para algo, puede que para derrocar el Decavirato —dijo antes de tomar aliento—. Y hoy he leído rumores similares en un salteador de caminos que intentó emboscarme. Hay gentes en el sur que pretenden iniciar un conflicto y extenderlo por toda Ilargia.
Loan tensó la mandíbula. Sabía que no debía preguntar, por respeto a Ardah y, sobre todo, para no ofenderla a ella, pero su rostro se había convertido en un rictus de desasosiego.
—A mí me han informado de algo similar desde Oclealion. Se dice que el Marionetista está detrás de esto —dejó caerArdah.
—¿El Señor del Horizonte?
Ahí estaba la sombra queAlissa no había sido capaz de percibir. Esa figura era como una palabra en la punta de la lengua. La mentalista siempre había considerado que esa facilidad para pasar desapercibido tenía que ser fruto de algún tipo de magia muy poderosa, como si el propio soberano del desierto se valiera de algún sortilegio que hiciera que todo el mundo se olvidara de él.
—Además —prosiguió Ardah—, Asvar Ontium, el propio rey, teme que se produzca una batalla entre los fieles a la vieja sangre y los ejércitos de los duques, una réplica de la guerra de los Infortunados —Pensó un par de segundos antes de alzar de nuevo la voz—. Dentro de unos días será la ceremonia de toma de posesión del nuevo duque de Thaubonia y Bayta Tray, la duquesa de Cahia, es amiga personal. Le escribiré para que te invite a la ceremonia.
3. Layaba, junto al lago
Hacía dos días que había dejado Sklaciatos y atravesado la frontera. Atrás habían quedado los Siervos y las deidades de las florestas. Había cabalgado con calma, pero sin descanso, atravesando los verdes bosques de higueras y helechos que abundaban en aquella región, acompañada en todo momento por su alado guía. Se había desviado del camino real, pues los habitantes de Hai LiTai habían mencionado que se llegaba más rápido a Layaba por las antiguas sendas que bordeaban el Nithuyen por el sur.
Había pasado la noche anterior en una posada que se levantaba a orillas de aquel lago cercado por algarrobos, higueras, laureles y juncos. Por la noche había dado un paseo por la orilla del vibrante espejo y, en la distancia, había dejado que sus ojos volasen a través de las volutas de humo que abandonaban la ciudad: blancas plumas de contornos difusos sobre un lienzo negro. Su éter había rastreado el lago, surcándolo, impregnándose de su pura humedad, buceando en ella. A los psaiks no les gustaba el agua, les resultaba muy difícil hacer que su poder se moviera a través de ella y Alissa no era una excepción. Había dejado aquella poco fructífera tarea a medias para rasgar su lira y regalarles a las criaturas de piel brillante su versión de El primer vuelo de Ateros.
Ahora Isola avanzaba levantando polvo hacia la puerta oeste de la capital de Lithai Hoa, detrás del carromato de un comerciante de ánforas. Alissa vio un par de granjas por el camino, cercadas por campos de trigo de invierno, pero no eran lo suficientemente grandes como para alimentar a la población de más de diez mil habitantes de Layaba. Según le habían comentado unos viajeros aquella misma mañana, la ciudad tenía dos puertas: la de la Enredadera al oeste, más pequeña y menos transitada, y la de Rocavieja al sureste, por la que llegaban los viajeros del camino real a través de la zona más fértil de la provincia, allí donde se extendían la mayor parte de las tierras de cultivo y los olivares más famosos de Ilargia.
Algunas casas de nueva facción con una sola planta se apiñaban contra la muralla, entre ellas una pequeña, de piedra, justo al lado del camino. En la puerta, entre dos torres de vigilancia, había tres centinelas vestidos con armaduras de cuero, de hermosa hechura y tono apagado, que contaban con unas hombreras con forma de hoja acorazonada de las que caían láminas en cuatro capas hasta la cintura y se anudaban al torso por cuatro hebillas. Los vigías trataban de ocultar la clara piel de sus brazos bajo brazaletes enroscados que se anudaban debajo del pulgar. Sus escarcelas les abrazaban las piernas, continuando las formas vegetales del resto de la armadura, y remataban en punta cerca de las rodillas. Llevaban pantalones de un tono amarillo oscuro, el color de la bandera de los Dec, pero no vestían grebas de ningún tipo. Aquellos guerreros li-men-ti tampoco llevaban el casco, pero sí armas colgadas de un cinto que se perdía entre las grietas de sus rígidas vestiduras.
Apenas la miraron al pasar, pues estaban demasiado ocupados riendo de sus propias ocurrencias como para vigilar a los viandantes, que entraban a ritmo irregular en los penetrantes olores de Layaba. La ciudad vieja se abrió ante la psaik y su montura. Avanzó por una calle que tenía el tono de la parte más oriental del desierto, allí donde los volcanes viejos se descomponían y emponzoñaban la palidez de la arena pura con sus oscuros detritos. Las casas eran de ladrillos de adobe, altas, sombrías, y entre ellas discurrían caminos estrechos que huían del calor del sol, pero no conseguían escapar de los efluvios de la vida.
Se apeó de la yegua para maniobrar con mayor facilidad y tomó las riendas para guiar a su montura a través del camino más ancho que encontró. Se topó de frente con un callejón y viró a la izquierda para desembocar en una amplia plaza. A su espalda dejó una construcción grande y alargada con la bandera del duque sobre la puerta que debía ser el cuartel de la guardia y, de frente, al otro lado de la plaza, atisbó entre la gente cuatro torres picudas. No era la primera vez que veía un templo La-gi-hos, pues Nghya Ki, primera y última encarnación de la Justicia, era adorada por doquier. Aunque se suponía que era la región de los lagos en la que se encontraba la psaik la que la había visto nacer.
Se movió por entre aquellas personas de ojos rasgados y escasos ropajes hasta llegar a la estatua que presidía el centro: Kaek Puño Dorado Dec, padre de Viat Dec. El antiguo duque de Lithai Hoa ofrecía un abrazo desde su pedestal, con los brazos abiertos para recibir a la gente, embebiéndose del poderoso sol que lo alumbraba. Aquel hombre, junto con los otros nueve duques y sus ejércitos, había provocado la caída del rey Jinan Galmal, último soberano de Ire. Diez hombres y una hambruna habían arrancado la corona y la cabeza al rey y a toda su prole. Había leyendas, sobre todo entre los rebeldes de Valtian, acerca de la huida de dos nietos del rey. Muchos afirmaban que ahora se escondían en Oyomu, en una de las Olvidadas. Pero Alissa sabía que aquello no era verdad. La dinastía Galmal había seguido el camino del rey hacia el reino submarino de Wa y ahora degustaban sabrosos pescados en salones construidos entre costillares de bestias abisales.
A partir de la estatua, la plaza adquiría cierta pendiente hacia el norte, en dirección al distrito lacustre. Alissa localizó al sureste la loma sobre la que se asentaba la fortaleza del duque, una construcción amurallada de una sola torre, un edificio basto de planta cuadrada, de piedra en lugar de adobe. De los merlones colgaban cuatro grandes banderas de color amarillo con una pequeña barriga allí donde sobresalían los matacanes y, sobre estos, como hecho a propósito, sacaba pecho el puño dorado de los Dec.
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