Hacia allí se dirigió la bruja.
A pesar de que aquella zona de la ciudad se llamaba Colina Turbia, era la parte más rica de Layaba y las construcciones no estaban tan apiñadas, sino que se habían establecido ciertas nor-mas de cortesía al levantar unas y otras, con respeto, como dentro de una bandada de patos en plena migración. La concurrencia de gente era menor, pero aun así había un goteo constante de individuos que se movían por la calle que llevaba a la torre.
—… pero yo quise venir hoy —le decía una mujer a otra, mientras avanzaban, unos pasos por delante de la bruja—. Ya le dije, se lo dije dos veces, que en unos días saldría para la Extraviada, y yo quería… quería amarrarlo ya.
La Extraviada era como se conocía en el sur a la ciudad de Ireón, capital de Ire, en la provincia de Cahia. Con suerte, Ardah arreglaría las cosas para que Alissa pudiera visitarla en los próximos días.
—¿Se retrasa o no el nombramiento? —dijo la otra con aspereza.
—No, no. Al final no. Eso decía también mi marido, pero no. Al final no… —Y se quedó callada sin saber qué decir a continuación.
Alissa las adelantó tirando de su montura y el sonido de sus voces se fue perdiendo. Antes de entrar en la torre que había visto desde la plaza, se fijó en una figura que la observaba desde el tejado de las caballerizas con una mirada amplia y anaranjada. Su buen augurio, o su escolta, seguía acompañándola.
La torre solo era una parte de la residencia ducal y quizás la construcción más tosca. Frente a la chica se alzaba una casa nobiliaria más baja, de dos pisos, levantada en mármol azulado de Chytheron, con la entrada principal flanqueada por columnas acanaladas rematadas en capiteles de estilo dórico, una hechura heredada del imperio de Valakis cuya procedencia original no estaba del todo clara. A los pies de los pilares había dos guardias vestidos con aquellas armaduras de cuero de estilo vegetal y, frente a ellos, un grupo de lugareños congregados.
Alissa no tuvo que acercarse mucho para enterarse de que el duque ya no concedería más audiencias durante aquella jornada. Pensó en buscar un lugar para comer algo, limpiar el viaje de su cuerpo y descansar, pero un par de ojos seguían fijos en ella y le gritaban que estaba en el lugar correcto, que el momento era ese. Respiró profundamente y dejó que la quintaesencia abandonara su piel y rastreara el lugar. Palpó a tientas hasta encontrar otra entrada a la mansión, pero también estaba custodiada. Se dijo que aquellos guardas estarían más tranquilos que los de la puerta principal, menos acosados por los peticionarios, así que se apartó de la muchedumbre que seguía reunida delante de las pilastras y, dejando las caballerizas a la izquierda, arrastró a Isola.
—Señora —le dijo uno de los centinelas de la puerta lateral una vez se hubo acercado—, no puede estar aquí. El duque no permitirá más interrupciones durante el día de hoy.
—Honorable custodio, mi nombre es Alissa Triefar de Dosheim, maestra de Trescúpulas —comenzó. Notó como los dos hombres se tensaban al escuchar su ocupación. He venido a vuestra hermosa ciudad para ofrecer al excelentísimo señor Viat Dec mi ayuda con la criatura que, según cuentan, está causando cierto malestar entre las buenas gentes de esta tierra. Por supuesto, no quisiera molestar a vuestro señor con este asunto tan mundano, pero si alguno tuviese a bien informar de mi llegada a alguien de su confianza, quizás un consejero, yo quedaría enormemente agradecida.
Tras soltar aquella perorata, le dedicó a cada uno una cautivadora sonrisa que su rostro no estaba acostumbrado a erigir. El guardián más joven miró a su alto compañero y este le devolvió la mirada e hizo un imperceptible gesto en dirección a la puerta. El joven salió y, antes de que volviera, el guarda la miró de arriba abajo y carraspeó un par de veces, agitado. Alissa se dedicó a acariciar el morro de Isola, acostumbrada como estaba a la reacción de la gente ante una robamentes.
El centinela volvió con una dama joven y espigada de unas veinte primaveras, ojos rasgados li-men-ti y una melena caoba que le caía en bucles sobre los hombros. Llevaba un vestido negro de seda con bordados en cintura y mangas y el puño dorado bordado bajo un escote cuadrado que dejaba al descubierto una tersa piel de tono cremoso.
La noble le dedicó una mirada de sorpresa a la recién llegada
—Mi señora, Hai Dec, dama y señora del Nithuyen y primogénita del excelentísimo duque de Lithai Hoa —anunció el hombre que la había traído.
La bruja se acarició las mejillas deslizando las palmas hacia arriba, como si intentase recoger agua de lluvia, al tiempo que flexionaba ligeramente la espalda. A aquel gesto se le llamaba ofrecer. No era la primera vez que trataba con una noble del sur y conocía el protocolo. Sin embargo, la chica se lo saltó y le tomó las manos.
—Señora… —comenzó Alissa.
—Oh, es un placer para mí recibiros, maestra Triefar. Señor Thuot, buscad al palafrenero para que se haga cargo de esta magnífica montura. Y vos —la miró—, haced el favor de acompañarme. No me imaginaba —dijo tirando de ella— que el gremio mandaría a la mismísima maestra Triefar.
La arrastró, con una mano en su hombro a través de la cocina de la mansión y salieron a los jardines interiores, en los que correteaban un par de chiquillos y, algunas damas, sentadas en poyos de mármol, charlaban animadamente. La escena era idílica, pero la visión de aquellos infantes hizo que un dedo invisible se clavara en su garganta. Por suerte para ella no se detuvieron allí, sino que se movieron hacia la puerta más cercana a la torre.
—No se imagina lo mucho que agradecemos su llegada. Es una bendición de Nghya Ki, sin duda —decía mientras tiraba de ella—. He rezado muchísimo, y la justicia ha escuchado mis plegarias. Oh, qué gran honor contar con la inestimable ayuda de una aincara de su nivel.
La enorme puerta se abrió a un salón alargado dividido en dos alturas por un par de escalones. Del techo pendía una gran lámpara de hierro forjado de la que colgaban pequeños cristales que emitían un fulgor blancuzco y, al fondo, dos alargados pendones con el escudo de los Dec flotaban contra la pared, acariciándola. La estancia estaba sujeta por cuatro pares de columnas que se fundían con las paredes laterales, en cuyos capiteles habían esculpido ídolos rechonchos de color claro y gesto sereno. Esas figuras de piedra estaban decoradas con trazos oscuros, probablemente retazos de las sagradas escrituras de los lags, del Bor-i-lek.
«El señor es justo, como justa es su obra».
El duque, sentado a la mesa que ocupaba casi por entero la parte alta de la estancia, charlaba animadamente con una bella dama de tez de ébano opulentamente vestida que tenía un pequeño gato de piel de cristal en el regazo. Mientras la joven Dec se aproximaba a su invitada ambos rostros se fueron girando hacia ellas, dejando que las sinceras sonrisas que habían mostrado hasta hacía unos segundos se diluyeran en sus rostros.
—Padre, señora Sabiou —casi gritó la joven Dec—, es para mí un honor presentarles a la maestra de Trescúpulas, Alissa Triefar. Señorita Triefar, os presento a mi padre, el duque Viat Dec, y a la duquesa de Tholia, Miama Sabiou, que ha tenido el detalle de venir en nuestra ayuda.
Las dos recién llegadas se quedaron a unos pasos de la oscura mesa, viendo como los duques se levantaban. Alissa repitió el gesto que había hecho en la puerta y dijo:
—Excelentísimo señor Dec, siento irrumpir de este modo en su hogar. Gracias por abrirme las puertas de su casa y recibirme con tanta presteza. Excelentísima señora Sabiou, es un placer conocerla. Conocerlos a ambos —se corrigió al final.
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