Abrió los brazos y sacó el pecho al frente. Aspiró profundamente el aire puro de la mañana y observó los cerros llenos de casas. Recordó entonces el día en que llegó al puerto. Esa, su primera noche, la que tuvo que pasar junto a un grupo de ancianos pordioseros que habían adoptado como hogar el área de carga de la estación ferroviaria. Allí por lo menos tenían un techo y no se mojaban ni pasaban tanto frío. Compartió con ellos incluso su drama mañanero, cuando tempranamente llegaban los camiones y se aculataban para hacer sus primeras cargas y descargas a las bodegas. Cada uno de ellos debía despertar bruscamente y retirar de allí los sacos, mantas y frazadas, atiborradas de piojos, pulgas y garrapatas, ya que los perros también eran bienvenidos en ese hogar abierto.
Junto a ellos había pasado su primer y única noche: cansado, hambriento y con sueño. Sin embargo, había sido allí, donde recordando su hogar capitalino, había reflexionado y se había hecho una promesa a sí mismo: ¡Nunca viviría en la miseria! Su baja autoestima la convertiría en una gran actitud positiva, ahorraría dinero y no se abandonaría jamás a su suerte. Esa misma actitud le permitió, a la noche siguiente, estar durmiendo a lo menos en un hotelucho de mala muerte frente a la Echaurren. ¿Cuál había sido el vehículo para lograrlo? Sencillamente, lavando vajilla y trapeando el piso de una fuente de soda. Así pudo comer, beber y hacer muy buenas migas con la dueña, la cual además le asignó variados trabajos de carpintería en su cité.
Ahora, después de cuatro años, era empleado de una empresa naviera en formación. El sueldo le alcanzaba, además de ayudar a su madre, para la renta del departamento, pagar los estudios y los gastos propios de comer, vestirse y pasarlo bien. Aunque algunas veces lo invitaban sus contados amigos, él siempre devolvía la mano de la mejor manera. Cuando se trataba de sus amigas del ambiente, les demostraba su agradecimiento defendiéndolas en aquellas oportunidades en que la situación lo ameritaba, lo que le significaba en repetidas ocasiones trenzarse a golpes con algunos sobrepasados, especialmente con los cosacos, a quienes además no les caía muy bien, por su posición en favor de los managuas.
Solo la sirena de un carro de bomberos que se dirigía hacia la parte alta del cerro, lo sacó de sus pensamientos; volvió atrás, observó el desorden en el que vivía y no tuvo más remedio que pensar en hacer un poco de aseo. De todas maneras, eso era lo común, ya que bastaba con limpiar una vez a la semana para que el departamento se mantuviera presentable. Antes de empezar, el estómago le recordó que debía prepararse el almuerzo. Esquivó unos muebles viejos y llegó hasta la cocina, dispuesta en un rincón y separada por un biombo de coligüe. Después de buscar los ingredientes necesarios para la preparación de una apetitosa cazuela de vacuno, cortó el pedazo de costilla en trozos pequeños y agregó un par de huesos redondos con médula y media porción de tapapecho. Tapó la olla y los echó a cocer. Peló cuatro papas, un pedazo no muy grande de zapallo y una zanahoria, los juntó en una fuente con agua y agregó un diente de ajo y media cebolla. Tres cuartos de hora después la carne estaba casi lista, agregó los demás ingredientes y dejó preparada media taza de arroz para cuando faltaran unos diez minutos de cocción. Entre el aseo y la cazuela, pasó volando la mañana.
A media tarde, almorzado y relajado, bajó las escalinatas y salió al callejón lleno de talleres mecánicos y tornerías. Los burdeles que durante la noche agitaban el ambiente, a esa hora permanecían ausentes del ajetreo; caminó hasta el emporio de la esquina y solicitó el teléfono, marcó un número y esperó fumándose un pucho. Ese día no se había bañado ni afeitado, la boca le olía feo, pero era su fin de semana y, pese a no ser un adefesio, no tenía a quien parecerle bien, ni tampoco le inquietaban los comentarios de la gente que hablaba despectivamente de su “mal vestir”. En un instante se enderezó y la cara se le llenó de gozo.
–¿Lorena? Hola, qué tal... ¿cómo estás?
Esperó unos segundos y continuó:
–¿Te parece si hoy nos juntamos para ir al cine? No, no. Cómo se te ocurre. Con todo gusto te llevaré.
Se volvió a mirar a través de la ancha entrada.
–¿A las siete? Okey –confirmó–. Te sugiero que bajes abrigada, está un poco helada la tarde.
La anciana dueña del emporio, que escuchaba atenta la conversación, bajó el rostro y lo observó por sobre los lentes. El muchacho colgó, se acercó al mostrador de madera, sucio y descolorido, y sus dedos se alargaron con una moneda.
–¡No se preocupe, joven! –dijo la mujer–. Su actitud ha sido tan linda que merece que no le cobre el llamado.
Luego se irguió y acercó el rostro al de él, agregando en voz baja:
–Me alegro que aún quede gente romántica como usted.
–No exagere, doña Petronila, mire que a veces también soy muy frío.
La abuela negó con la cabeza.
–Mi intuición de vieja me dice que posees un gran corazón, hijo mío.
Calló un momento y arrugó la frente.
–¿Acaso un caballero deja esperando a una dama? ¡Vaya rápido! Que se le hace tarde.
–¡Como usted diga, mi señora! Me voy volando.
Y como si realmente hubiera sido así, subió tan de prisa las escalinatas, que no vio a Gobolino, que se encontraba echado cuan largo era, tomando el tibio sol que entraba a través del tragaluz. El gato, que se había mudado desde una casa de putas aledaña, dio un maullido estrepitoso, tanto que el muchacho pensó haberlo achicharrado. Volvió atrás, lo auscultó detenidamente y luego de comprobar que estaba ileso, le dio un beso en una oreja y siguió corriendo escalera arriba.
Encendió el calefón y, mientras esperaba que se calentara el bimetal, procedió a desvestirse. El color de su piel ahora era de un rosado fuerte –quizás color felicidad. Se metió bajo el agua caliente y su voz se escuchó en todos los rincones de la vetusta vivienda. Su cantar era bello y melodioso; había dulzor y ternura en su composición. Gobolino alzó la cabeza y sus orejas se reubicaron en el espectro, subió los escalones y se sentó frente a la puerta del baño. Movió la cabeza de un lado a otro y, arriscando los largos bigotes, comenzó a lengüetearse el pecho blanco; sin duda era un gran crítico y admirador de los buenos espectáculos.
A las siete de la tarde, estaba plantado frente al cine Metro, allí donde se estrenaban los mejores clásicos del cine que tanto le gustaban. Al cabo de cinco minutos apareció Lorena con una gran sonrisa. Compraron cuatro Súper 8, dos bowling y un paquete de cabritas confitadas recién hechas. Se demoraron un momento viendo las fotografías de algunos estrenos que vendrían pronto y le pidieron al acomodador que los condujera hacia la mitad de la sala. En esos momentos se exhibía Martini al instante. La sala era grande y con espacios muy amplios, las paredes y el cielo parecían monumentales, mientras que las butacas eran cómodas y profundas. En lo técnico, se estrenaban dos nuevos efectos: el sensurround y el cine panorama. Excelente ocasión para proyectar la película Terremoto.
Regularmente, Ramiro no asistía a este tipo de cine, solo lo hacía cuando la película era muy buena o cuando la compañía así lo recomendaba. En sus tardes de aburrimiento, le fascinaba ir a salas donde por quinientos pesos podía ver tres películas continuadas y, si estas eran entretenidas, se las repetía hasta quedarse dormido. Pero hoy era diferente; ambos jóvenes se conocían muy bien. Por largo tiempo habían compartido muchas cosas, algunas hermosas, otras no tanto; pero, en fin, de todas maneras, su amistad era única y verdadera, lo que hacía presagiar que en cualquier momento se podría convertir en algo más, sin embargo, ninguno de los dos apresuraba el proceso. Por ello, Ramiro, mientras observaba las escenas del noticiario, rememoró algunas de esas horas vividas juntos. Recordó aquel día que paseaban junto al mar, cuando ella parodiando a los suicidas de la piedra feliz, casi corre la misma suerte al resbalar desde la mitad de la roca. Solo su rápida reacción, al empujar el cuerpo hacia la piedra, permitió que no cayera directamente a los roqueríos. También aquella otra en el colegio, cuando después de haber subido eufórica al escenario, le dio un gran beso en los labios por haber sido el ganador del concurso Míster Piernas. Luego, muy suelta de cuerpo, contestaría a los interrogatorios:<>.
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