Miguel Iván Ibarra Aburto - Exabruptos. Mil veces al borde del abismo

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Exabruptos. Mil veces al borde del abismo: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramiro Torres, el protagonista de Exabruptos, marcha por su mundo de ficción obsesionado por un hedonismo que no le permite ver lo que ha ido conquistando en la vida. Aún cuando sus propios sentimientos le indican que su vida familiar tiene un valor poco usual, Ramiro está siempre dispuesto a arrojarlo todo por la borda cuando se trata de conseguir esa falda que acaba de aparecérsele en el camino.
Así, no es casual que amables fantasmas de otrora reaparezcan para complicarle la existencia. Sin embargo, en esta primera novela de Miguel Ibarra, las mujeres no lo son todo en la vida de su personaje. Ramiro Torres también está comprometido con un lado oscuro, con un peligroso mundo de espías e intereses geopolíticos, que lo lleva a viajar fuera de Chile y que lo catapulta al centro mismo de la aventura.
Y en ese sitio, por supuesto, también hay más de una mujer.

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–¿ Pa ´onde va con esas ollas que ni siquiera sabe usar, iñora ? –le había preguntado cuando ella se dirigía en su BMW a un caceroleo.

–¿Y a vo´ qué te importa, viejo conchetumadre? –le había respondido ella con ira, para luego, casi sin respirar, agregar–: Preocúpate de terminar luego el chalet, pa´ que te vai de una vez por todas junto al comunista de tu hijo.

Recordó que don Carlo, quien había escuchado la última parte de aquel triste diálogo, se acercó a ellos mientras terminaban de bajar desde los tijerales y afectuosamente se dirigió a su padre.

–Perdone a esta vieja loca, maestro. ¡Usted ya sabe cómo es para las chuchadas!

Su viejo, con un pie todavía en la escala, le había contestado:

–No me preocupa tanto la forma, don Carlo. Me preocupa el fondo del asunto; sobre todo que haya involucrado a mi hijo.

Luego de mirar a este solemnemente, continuó en tono seguro:

–Necesito que me cancele hoy mismo todo el dinero que me debe y comuníquele al arquitecto que, a partir de este mismo instante, no le trabajamos más y que se busque un nuevo jefe de obra.

Mientras don Carlo escuchaba atónito esta decisión, su padre lo había tomado por los hombros, instándolo a caminar hacia la bodega.

–¡Vamos, hijo! Aquí no hay nada más que hacer.

–¡Pero, por favor, maestro! No es para tanto la situación.

–¿Qué no es para tanto? ¿Qué haría usted si un día voy, entro a su casa, me bajo los pantalones y me cago en su lindo living?

–¡Ah! Pero eso no guarda relación, pues, maestro.

–¿Cómo que no guarda relación? Su mujer hizo algo peor que eso, se cagó en mí y en mi familia... y eso... ningún ser digno lo puede aceptar. ¡Adiós, don Carlo!

A contar de ese día, su padre no había trabajado más en la construcción. Se compró un caballo y un equipo de cultivo y aró la tierra para sembrar choclos, porotos, tomates, y otros, de acuerdo a la temporada. Agrandó el gallinero y cobijó en él a más de cien gallinas y otra cantidad similar de patos. Asimismo, de una pareja de canarios obtuvo, a la vuelta de un año, alrededor de setenta pájaros. La continua preocupación por los animales, el sembrado y el regadío, lo había mantenido ocupado permanentemente hasta el inicio de estos acontecimientos políticos.

La tranquilidad le duró hasta esa mañana del golpe. Preso de una furia y odio terribles en contra de aquellos que se reían de la ignorancia del pueblo, salió hecho un celaje hacia la plaza de la población San Judas Tadeo, prácticamente toreando a los milicos del Regimiento de Telecomunicaciones para que lo mataran.

–¡Mátenme, asesinos! ¡Fascistas y momios desgraciados! –gritaba a todo pulmón, exponiendo el pecho desnudo.

–¡Váyase de aquí, viejo mierda! –le gritaba un tanquista metido en su cueva blindada.

–Ándate, comunista reculiao , si no querís que te parta la raja de un balazo –gritaba a voz en cuello otro pelado, parapetado detrás de un poste.

–¡Ruéguenle a Dios que los perdone, milicos de mierda! –continuaba gritando, mientras saltaba de un puesto a otro–. ¡Están matando al pueblo!

En esos precisos momentos se escuchó un estruendo que hizo que todos, militares y civiles, se tiraran al suelo buscando algún refugio. Las grandes piedras que en algún momento fueron traídas para adornar los futuros jardines de la plaza, sirvieron de protección. Sin embargo, él se mantuvo en pie, observando que algunos mocosos muy mal pertrechados, lanzaban bombas molotov al tanque y a los dos camiones militares. La bomba casera que había estallado junto a uno de los postes del alumbrado público, que todavía no se apagaban en aquella mañana que prometía un sol esplendoroso, los había envalentonado. Entonces vino la debacle, los cerca de treinta militares, apoyados por un furgón de Carabineros, comenzaron a disparar directamente a los alzados, mientras el tanque buscaba la mejor posición para arremeter contra la panadería, donde se hallaba la mayor cantidad de gente, muchos de ellos haciendo cola para comprar el esquivo pan, producto de la escasa harina, que provenía del poco trigo sembrado por los agricultores para crear el caos.

El viejo Esteban dejó por un momento su odio de lado y corrió hacia la multitud que, espantada, dejaba bolsas, mallas y canastos botados. No obstante, para algunos fue muy tarde. Dos granadas salieron expedidas desde el cañón del tanque. Una destruyó el murallón frontal de la panadería y la otra arrasó gran parte de la sala de ventas, mientras que a la par, varios soldados enterraban sus bayonetas en los cuerpos, algunos aún vivos, de aquellos jóvenes, viejos, mujeres y niños que por algún extraño designio estuvieron en el lugar equivocado a la hora menos propicia. Todo duró escasos minutos; el toque de queda no permitió que otros murieran en aquella plaza, y su padre… bueno… él tuvo la entereza de levantarse, extrañamente sin ningún rasguño. Solo la misericordia de Dios lo libró de la muerte, contaría su mujer posteriormente. Y allí… él, sin rumbo, atontado y a punto de volverse loco, retrocedió en busca de su hogar, extrañamente también, sin que nadie se lo impidiera.

Pese a que la clase obrera y el pueblo en general se habían sentido felices por estar caminando hacia el socialismo, era muy difícil que con esa política popular y con el ideal de algunos dirigentes de la coalición gobernante, de la toma del poder por las armas, se mantuviera este estilo de gobierno por mucho tiempo, más aún si los intereses de las grandes multinacionales, junto al de muchos prominentes millonarios criollos, habían sido tocados. Ramiro, por su parte, creía que el socialismo era una buena idea política, pero estaba consciente también de que el pueblo no estaba preparado para desenvolverse en un gobierno suprapartidista y menos que algunos de sus personeros más populares fueran a ser idóneos en los cargos que se les asignaran. La prueba de ello era palpable. Dos de los ministerios sociales más importantes habían caído en manos de personas que ni siquiera habían terminado la enseñanza básica. Por otro lado, algunos ignorantes en materia de economía ejercían cargos afines en organizaciones gubernamentales. Más allá de todo ello, él continuaba estando por el diálogo, pero un diálogo diferente al que la demagogia los tenía acostumbrados. Él soñaba con que alguna vez la mesa de conversaciones estuviera servida igual para ambos lados, no caviar y codornices para uno y solo una tostada pelada para el otro. Que los acuerdos de verdad se cumplieran y que los sinvergüenzas y ladrones pagaran efectivamente sus culpas en el mismo lugar, no como sucedía hasta entonces, en que algunos iban a parar a una cárcel tipo ratonera y otros al Capuchinos Hotel.

Por supuesto que los meses fueron amansando el espíritu de unos pocos y también exacerbando el de otros. Habían pasado los primeros cinco meses de prueba y la calidez de febrero en cierta medida ayudó, aunque temporalmente, a calmar los ánimos o, más bien, a prepararse para cosas peores.

Torres se rascó la cabeza, disimulando muy bien su nerviosismo y apuró el tranco hacia la estación Barón del Ferrocarril Central, era la hora de pasada del automotor que le llevaría hasta Quilpué. Metió los dedos por el enrejado de la boletería y retiró el boleto. La estación, así como todos los servicios públicos, estaba resguardada por personal militar de la Guarnición Naval porteña que portaban en sus hombros fusiles M-16, HK o los vetustos M-1. Esta visión lo obligó a pensar necesariamente en su padre, el cual aún no se reponía del todo después de aquella barbarie en la pobla que lo había visto crecer.

–¿Qué me dice de todo lo que está sucediendo? ¿Encuentra lógico que tengamos que vivir militarizados?

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